BOLETIN OSAR
Año 2 – N° 4
Modelos para una Iglesia evangelizada y evangelizadora
Segundo Encuentro de Profesores de Teología Pastoral
Mons. Carmelo Giaquinta
El Espíritu Santo en la evangelización
Quisiera comenzar este tema inspirado por el evangelio de San Mateo. Después veremos algunos textos de San Pablo y San Juan, y eventualmente mecharé aquí y allá, la experiencia que uno va teniendo. No pretendo hacer una exposición exhaustiva, ni desarrollar teologías bíblicas redondeadas, sino sugerir temas para la reflexión. San Mateo será como el trampolín para lanzarse. Se parece a Marcos que inicia su obra diciendo: «Comienzo de la Buena Noticia de Jesús Mesías, Hijo de Dios…» (1, 1). Mateo comienza: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, […] Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo» (1, 1.16). Nos detenemos aquí.
Y ¿por qué me detengo en esto? Porque en una observación mínimamente atenta del Nuevo Testamento y de la vida pastoral que uno cumple, quizá un poco tarde, uno viene a descubrir que el principal «actor», el primer agente de la evangelización es el Espíritu Santo. Y eso está contenido en la palabra de Cristo.
Recordemos Lc 4. El primer sermón que Lucas pone en boca de Jesús (que anunciamos todos los años en la Misa Crismal): «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción» (4, 18); o si queremos ser más prácticos: porque me ha crismado; me ha ungido, me ha hecho Cristo.
En los evangelios se encuentra el testimonio de la profunda presencia del Espíritu en Jesús y de su sintonía con sus inspiraciones. Es el Espíritu el que lo conduce al desierto; es el Espíritu el que lo conduce a iniciar la evangelización; es el Espíritu el que hace gritar de alegría cuando Jesús contempla a los humildes que reciben el Evangelio. Y los cuatro evangelios, cada uno a su manera, en especial Juan, nos dicen que Jesús de Nazaret está lleno del Espíritu Santo. Recordemos aquella escena tan llena de significado, cuando Jesús sale del agua y desciende sobre Él el Espíritu en forma de paloma. Escena que también se encuentra en San Juan: Aquél sobre quien veas que desciende el Espíritu, ése es el Hijo de Dios (cf.1, 33).
Es el Espíritu Santo que encontramos en la primera y en la última página de la Biblia; ese Espíritu de Dios que revoloteaba sobre las aguas y el caos primitivo. Ese Espíritu de Dios que acompaña a la creación entera que gime como con dolores de parto; ese Espíritu presente en la Iglesia hasta el final: «El Espíritu y la esposa dicen: Ven, Señor Jesús».
Ese Espíritu que resucita a Jesucristo, según dice San Pablo: «el Padre lo resucitó por su Espíritu». El Espíritu que lo engendró en el seno de María, lo resucita de entre los muertos. Ese Espíritu que Cristo nos comunica el mismo día de la Resurrección. El primer día de la semana, se aparece Jesús y dice: «la paz a ustedes y sopló sobre ellos.. » comunicando aquel soplo primigenio con el cual Dios creó a Adán. Ese Espíritu que está continuamente en el libro de los Hechos de los Apóstoles como el principal actor de la evangelización.
Yo más no diría sobre esto. Insisto en lo que les dije antes; tal vez uno descubre demasiado tarde al Espíritu Santo. Uno lo conoce, pero también diría que uno no lo conoce. Y creo que la vida pastoral -una vida pastoral en la fe – es tal vez la única manera de descubrir al Espíritu Santo. Cuando uno ve la desproporción que hay entre el esfuerzo que uno hace, o los demás hacen, y los frutos que se producen, comprueba que no hay relación alguna entre lo que hace el apóstol, el misionero o el catequista y el fruto apostólico que se produce.
A mí más de una vez me ha pasado de averiguar en algún pueblito quién fue el misionero, a ver de dónde vienen esos frutos de fe en la comunidad. Y siempre algún instrumento hay, no cabe duda, pero a la vez, al ver con qué perfección esa gente enuncia la fe y cómo viven una vida santa, uno descubre a las claras, que no hay relación entre el esfuerzo apostólico y la obra realizada. No es ningún misionero, ningún catequista, ninguna misión que se haya hecho, lo que pueda explicar esos frutos, sin la acción del Espíritu Santo. Creo que el Espíritu Santo uno lo siente por los frutos que siempre son desproporcionados.
Por eso, lo primero que quisiera dejar en claro es que no podemos pensar en la Iglesia evangelizada y evangelizadora, sin remitirnos inmediatamente al Espíritu de Dios, sin el cuál, Jesús de Nazaret sería simplemente «Jesús de Nazaret». En cambio el Jesús que conocemos, es el Cristo, totalmente poseído y ungido por el Espíritu Santo, y en quien ya vemos como el paradigma de toda la evangelización.
En los inicios de la evangelización, los primeros discípulos se llamaban de muchas maneras: «los hermanos» «los santos», «los pobres», «los nazarenos». Pero un día vieron que había una palabra más adecuada y Lucas dice: «y desde ese día comenzaron a llamarse cristianos». O sea que un discípulo de Cristo se entiende a sí mismo y se presenta a sí mismo como aquél que está ungido y poseído por el Espíritu Santo.
El pecado en la vida de los hombres
Leemos en San Mateo: «Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de todos sus pecados»» (1, 20-21 ). «Salvar de los pecados». No podemos entender la evangelización sin comprender la situación más profunda del hombre a evangelizar. Esa comprensión sólo es posible desde la fe.
Hoy el hombre reconoce la presencia del mal en el mundo. ¿Pero a qué nivel? A nivel somático, a nivel psíquico, a nivel social, a nivel técnico. Y lucha por erradicarlo, logrando avances colosales. Pero donde hay una involución muy grande es en reconocer que el mal tiene raíces más profundas; que hay un grave desajuste de la creatura en su relación con Dios, y que eso sólo se conoce por la fe, explícita o implícita, pero se conoce por la fe. Y lógicamente esto se da de patadas con la cultura contemporánea.
El hombre no admite un mal o un desajuste que él no pueda verificar con sus técnicas, con sus análisis, y que pueda en algún momento superar por sí mismo. Para el hombre moderno todo es cuestión de tiempo y de encontrar la técnica eficaz. Para el hombre de hoy parece no haber nada imposible; no hay mal que no sea superable.
Por eso decimos que este mal profundo que es el pecado, sólo se lo conoce por la fe. Sólo el teólogo -no digo el teólogo de profesión-, el cristiano, el que tiene los ojos de Dios, es capaz de descubrir en la realidad humana un mal misterioso del que sólo nos salva Jesús, el Cristo.
Yo pienso que en esto la teología contemporánea y, consecuentemente, la pastoral contemporánea, todavía, tienen una pierna que cojea. Creo que nuestra visión de la realidad humana, .aún desde la fe, no logra captar suficientemente esta realidad inhumana que es el pecado. Yo hablo como siento, lo hago no tanto a partir de lecturas; sino desde experiencias que acumulo de hace 10 o 20 años.
Yo estoy admirado que no se habla nunca del amor preferencial por los pecadores, y en el Nuevo Testamento se puede ver el amor preferencial de Jesús a los pecadores. Esto no está en el lenguaje cristiano contemporáneo.
«Y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Recordemos brevemente cuando, al comienzo de su predicación apostólica, le traen a Jesús a un paralítico. Jesús ¿qué hace?. Viendo la fe de ellos, le dice: «hijo tus pecados te son perdonados». No está dicho que la parálisis sea fruto del pecado. Pero ciertamente que Mateo nos dice que Jesús, más allá de la enfermedad de la parálisis que atrofia los miembros de ese hombre y le impide caminar, está viendo la parálisis que le impide caminar como discípulo suyo. Es precisamente de esa parálisis que Jesús quiere comenzar a curarlo. El símbolo exterior -sacramental- es la curación de la parálisis corporal.
El amor preferencial a los pecadores se ve también en el llamado de Leví: «Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?». Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a lo justos sino a los pecadores» » (Mt 9, 10 ss.).
Todos conocemos el maravilloso cap. 15 del evangelio de Lucas, donde aparecen tres parábolas seguidas: la del pastor que tenía cien ovejas y perdió una, cómo se preocupó de buscarla, y qué alegría siente al encontrarla; y dice el texto: «así se alegran los ángeles en el cielo por un sólo pecador que se convierte» (cf 15, 7). La otra cuenta que una mujer tenía diez dracmas y perdió una monedita y cómo barre la casa, y al hallarla, lo cuenta llena de alegría a las vecinas… (cf 15, 8 ss). Y sobre todo la última, donde un padre que tenía dos hijos y pierde uno y cómo se llena de alegría cuando lo recupera (cf 15, 11 ss).
En vísperas del gran jubileo, la Iglesia evangelizadora -¡nosotros!-, )no debemos acaso rescatar este sentimiento profundo del Evangelio, sentimiento de amor y ternura por el hombre descarriado? ¿Y quién no es descarriado? ¡Si estamos en el redil de Cristo es por pura misericordia! Además, si no fuésemos descarriados todos y cada uno de nosotros, Cristo no habría muerto por mí. Si yo no fuese un pecador a quien hay que buscar, yo no tendría a Cristo; por lo tanto, no estaría salvado. Estaría salvado sólo con «mi salvación», con «mi justificación farisaica», con «mi propio esfuerzo», pero nada más.
Creo que la teología contemporánea tiene una deuda grande en su reflexión acerca del pecado. Sólo el teólogo puede descubrir la realidad del pecado y sólo el pastor, con la gracia del Espíritu Santo, puede curar este mal, el más profundo que afecta al ser humano: el pecado.
Alguien podría decir: «¿Es que todavía estamos en esa visión jansenista, que no es católica, de que todo es pecado, de que aún en toda obra buena hay por lo menos un pecado venial?». ¿O tal vez como reacción a eso hemos caído en un profundo pelagianismo?: ¡el hombre puede todo!, aun en el plano moral. Puede en la ciencia médica, en la psicología y psiquiatría, en la justicia social, en la técnica, ¿cómo no va a poder él en el plano moral y ético? Hay que decir que toda la nueva religión de la New Age va en esa línea: «¡el hombre puede!». ¡Es cuestión de desarrollar las energías que tiene!
Pero yo me pregunto: ¿todavía somos deudores del jansenismo y estamos reaccionando frente a él? Yo supe lo que era el jansenismo. Recuerdo que en un almuerzo con laicos, uno de ellos me hablaba del pecado que es gozar del matrimonio. ¡Yo me quedé espantado! Ciertamente que el pobre hombre tenía una espiritualidad muy equivocada.
La Iglesia suele detectar y apuntar con rapidez la herejía en el plano doctrinal. Pero se tarda mucho más en el plano vital y pastoral. Siglos después de Jansenio, cuando aún se pensaba: «Dios es tan Santo y yo tan indigno de acceder a Él, que puedo comulgar sólo alguna que otra vez en la vida», para oponerse a esta mentalidad, Pío X dice: «No señores, se puede comulgar frecuentemente: todos los domingos y desde niños». Fíjense cómo la reacción «pastoral» al jansenismo fue la comunión frecuente de los niños allá en 1910, cuando hacía siglos que había sido condenada la herejía.
¿Estamos todavía reaccionando contra eso, o víctimas de eso, y por eso hoy se piensa: «en el fondo el pecado no existe»?. El pecado, del cual Cristo vino a redimimos, del cual vino a salvar a su pueblo, ¿no existe? ¡Por favor! Así volvemos a caer en lo que pensaba Pelagio: «Cristo me da un buen ejemplo, pero ¡yo puedo!»
Por eso repito que me parece importante recordar la misión confiada por Jesús a los apóstoles, tal como la presenta Lc 24, 47: la última aparición del Señor cuando les explica las Escrituras: «Y en su nombre debe predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados».
Y acudiendo aquí a la misión de San Pablo, leemos en su carta a los Romanos su descripción de cómo el mundo pagano -el mundo de la sabiduría -, ¡está en el pecado!, y el mundo judío -el mundo de la Ley-, ¡también está en el pecado! Y Pablo se pregunta: «En definitiva, entonces, ¿somos o no superiores a los paganos (nosotros los judíos)?» Y responde: «De ninguna manera, porque acabamos de probar que todos están sometidos al pecado, tanto los judíos como los que no lo son» (3, 9-10). Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios. Aparentemente una visión realmente negra. Pero el pecado no le gana a Dios. Dice Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (5, 20). El pecado es la ocasión para que Dios muestre su infinita misericordia.
Cristo no viene simplemente a restaurar el orden deshecho, sino que lo supera. Dios nos reconcilia consigo en Cristo de una manera inimaginada: el Hijo de Dios se hace hijo de los hombres, para hacernos a nosotros hijos de Dios.
Sin pecado, no puede haber pastoral. Sin amor al pecador no puede haber pastoral. Me pregunto si no está aquí una de las grandes fallas de la evangelización contemporánea.
El anuncio de la conversión
Pasamos al capítulo 4 del evangelio de Mateo. Dice el texto que «a partir de ese momento (después del Bautismo y de las tentaciones en el desierto), Jesús comenzó a proclamar: «Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca»» (4, 17). También Marcos pone como primera palabra en boca de Jesús: «Conviértanse y crean en el evangelio» (1, 15), palabras que la Iglesia ha asumido en la liturgia del miércoles de ceniza.
Una vez me encontré con un cura joven que en la imposición de las cenizas decía a la gente no sé qué cosa más o menos dulce, y yo le dije: «Disculpame ¿por qué no les decís: ¡conviértanse!?» Y me contestó: «¡Y…, es muy fuerte!». Y sí, yo también creo que es muy fuerte, pero es lo que le hace falta al hombre: ¡volverse a Dios!
¿Creemos que el hombre debe volverse a Dios? ¿Creemos que Jesucristo vino a posibilitar al hombre el volverse a Dios? ¿Creemos que la Iglesia es un camino de conversión para el hombre? ¿Organizamos nuestras comunidades para que sean un camino progresivo y pedagógico de conversión permanente?
San Marcos nos dice que cuando Jesús envía a los discípulos a la misión, éstos «fueron a predicar exhortando a la conversión» (6, 12). Fueron a eso. ¿Y cuál es el mandato misionero de Jesús, según lo presenta Lucas?: que prediquen «la conversión para el perdón de los pecados» (24, 47). )Y qué es lo que San Pablo hace según el libro de los Hechos? En el areópago, cuando el apóstol hace su discurso a los griegos, dice: «Ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan» (7, 30).
¿Ven?, esto no lo manda nadie: ningún médico, ningún psiquiatra, ningún técnico. Solamente el teólogo, es decir, el hombre que mira con los ojos de Dios, el hombre de fe.
En el libro del Apocalipsis, están las exhortaciones de las cartas que Jesucristo ordena enviar a las siete Iglesias. A cinco de ellas, después de ponderarlas y corregirlas, se les dice: «arrepiéntete». Por ejemplo, a la de Efeso, Jesús le dice: Tengo contra ti algo: has perdido tu primer amor. Arrepiéntete, conviértete (cf 2, 4 ss). Siempre lo mismo: Jesús llama a la conversión.
Sabemos que la conversión no es un imposible, y también sabemos que no se logra sólo por el esfuerzo del hombre. Es Dios quien quiere profundamente nuestra salvación y es Él quien nos la consigue. Todavía uno encuentra en algunas personas una visión de un Dios terrible, un Dios del castigo. Pero a veces pasamos a creer en un Dios sonso, para quien todo da igual. Es necesario corregir esas imágenes erradas de Dios que tiene la gente. Alguien me decía una vez: «Si yo fuese Dios, no condenaría a nadie». Y yo le leí entonces el evangelio de Mateo donde, después que Jesús propone, en forma muy sintética, la parábola de la oveja perdida, dice: «de la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda uno solo de estos pequeños» (18, 14).
Dios es un Dios que salva, que nos libera, que quiere que todo hombre llegue al conocimiento de la verdad.
El Reino de Jesús
«A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: «conviértanse porque el Reino de los cielos esta cerca»». Vamos a hacer ahora una breve exposición del Reino, del Reino de los cielos, del Reino de Dios.
Jesús, el hijo de David, el Cristo, el Ungido con el Espíritu Santo, el que viene a salvar a su pueblo de sus pecados; este Jesús, nos llama a la conversión y envía a sus discípulos y a la Iglesia para llamar a todos los hombres, de todas partes y en todas las épocas, a la conversión. ¿Cómo se nos describe la conversión? ¿Convertirnos a qué? Podemos decir: convertirnos o volvernos al Reino de Dios.
Recuerden la magnífica exposición del Reino que figura en el sermón de la montaña. Allí Jesús nos enseña a ver las cosas en profundidad. Nosotros vemos solamente el revés de la trama. A todos los que llamamos «dichosos», Jesús los llama «desgraciados» (Lc 6, 20). Y a los que nosotros llamamos «desgraciados», Jesús los llama «dichosos». ¡Jesús ve en profundidad! Ve más allá de las apariencias, y por eso nos enseña a pensar de otra manera y, por lo mismo, a hablar de otra manera.
Jesús nos enseña cuál es el verdadero cumplimiento de la Ley. No es el cumplimiento meticuloso, agobiante, que ni nosotros ni nuestros padres soportaron -como decía Pedro en el Concilio de Jerusalén -, sino que es vivir el espíritu que esta encerrado en esa letra y que tantos no captan. «Se les dijo a sus antepasados Jesús hace ver el pleno sentido de la ley. Y sobre todo, él nos revela algo maravilloso: Dios es Padre. Un Padre que oye las súplicas y escucha todas nuestras oraciones. Que ve las intenciones de nuestras buenas acciones, y nos premia. Un Padre Providente que cuida de las florcitas y de los pajaritos y, con mayor razón, cuida a cada hombre. Entonces ¿cómo vivir angustiados?
La palabra del Sermón de la Montaña no es sólo para ser escuchada, sino para que la practiquemos. Me atrevo a relacionar el Sermón de la Montaña con aquel pasaje de Mt. 19, cuando la cuestión sobre el divorcio: si divorcio si, si divorcio no. Jesús dice: «lo que permitió Moisés fue por la dureza de ustedes pero al principio no fue así». Me parece tan profunda esa frase de Jesús: Él viene a rescatar el proyecto primigenio de Dios. Jesús viene para que seamos hombres de verdad.
Jesús nos anuncia el Reino por medio de parábolas, y cada una tiene su miga.
Mt.13, 3: La parábola del sembrador; me atrevo a decir que es la parábola en la cual se pinta el juego de la libertad frente a la gracia. La semilla es la Palabra de Dios. Pero qué diferentes son las disposiciones de los hombres. En el camino, en la banquina, en el terreno junto al alambrado lleno de espinas, en tierra buena y en tierra muy buena. Se describen las diferentes disposiciones de los hombres.
Allí no se dice nada de la tarea del pastor o del agente pastoral para ir ayudando a los hombres a mejorar sus disposiciones para recibir la Palabra de Dios. Pero podemos legítimamente suponerlo o meterlo dentro.
Mateo 13, 24: La parábola de la cizaña (y junto a ella la parábola de la red que recoge los pescados). El patrón no permite separar la cizaña del trigo antes del tiempo de la cosecha. ¿Quién es del todo cizaña? ¡No, no quites la cizaña, a ver si también arrancas el trigo bueno! Hay que dar tiempo. ¿Ven? Esto nos habla de la paciencia pastoral.
Recuerden aquella otra parábola, cuando aquel dueño va a la quinta a buscar los frutos de la higuera. «¡Arráncala! «. «No, Señor, déjala un año más. Yo voy a cavar en torno a ella, la voy a abonar, la voy a regar y a ver si da frutos. Si no los da, entonces…» ¡La parábola es maravillosa!
¡O la de los pescadores! ¡Al momento de recoger las redes y de la selección, allí podemos elegir, pero antes…! ¿Quién es pescado bueno y pescado malo?
Luego la parábola de la mostaza. Es muy coherente con lo que dijimos al comienzo: tan chiquito el trabajo nuestro y tan desproporcionado el fruto. Una semillita…, y sin saber cómo, de día y de noche, la semilla va creciendo y se convierte en una planta.
O bien, la parábola del Reino como una perla preciosa, que la encontró alguien y vendió todo… Qué linda catequesis de Jesús sobre lo que es el Reino de Dios.
No podemos dejar de relacionar Iglesia y Reino, o Reino e Iglesia. Recuerden el pasaje de Mt 16, 13 ss.: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre?»… Y, que Juan Bautista, que Jeremías. «Y ustedes, ¿qué dicen?». «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios!». «Bendito eres tú Simón… Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no podrán contra ella».
Con mucha argucia algunos protestantes del siglo pasado dijeron: Cristo inventó el Reino y Pablo inventó la Iglesia. Y eso se ha trasmitido en cierta teología contemporánea de hace 20 años atrás. Es cierto, la Iglesia visible no es todo el Reino. Pero Cristo no se avergonzó de Pedro porque era pecador, de Pedro arrepentido, y lo puso como piedra visible de su Iglesia. Y Cristo no dudó de sus discípulos y los envió en misión.
Actitudes pastorales de Jesús y del evangelizador
Subrayo algunas actitudes pastorales. Me parece fundamental la actitud de Jesús de venir a nosotros a buscarnos.
La imagen del pastor que tenía cien ovejas y va a buscar a una que se le pierde. Es una imagen que conmovió mucho a la primera generación cristiana. Llama la atención la cantidad de esculturas que se encuentran en los siglos II y III donde se esculpe la imagen de un joven con una ovejita en los hombros. Es la imagen de Jesús Buen Pastor.
Otra actitud es la del amor compasivo de Jesús. Lástima que la palabra compasión tiene tan poco significado en nuestro lenguaje contemporáneo. Hoy se dice: «sea compasivo con los animales», y de allí no pasamos. Pero en el texto bíblico es tan rico el significado de la compasión. «Jesús al ver la multitud se compadeció» (Mt 14, 14); «se enterneció» (Mt 9, 36). Lo que pasa es que la palabra enternecerse, se la aplicamos a la figura de la mamá y punto. Somos una cultura más bien dura, cruel; sentimental y a la vez, dura. La ternura no nos marcha mucho. Es notable cómo el texto bíblico habla de que Jesús se compadece ante la multitud, y se pone a enseñarle el evangelio, y se pone a darle de comer, y se pone a curarla. O frente a la madre viuda que perdió su único hijo, se compadece y lo resucita. O ante el leproso, se compadece y lo toca y lo limpia. O ante el cieguito, lo toca y le da la luz. Y luego, la hermosísima parábola del buen samaritano, donde se describe el amor de compasión de ese hombre samaritano. Se compadeció del hermano malherido, se acercó, puso aceite en sus heridas, lo cargó en la montura, lo llevó al albergue, pagó la cuenta, volvió a visitarlo. Todas estas actitudes son «pastorales».
Creo que es bueno recordar también, en las cartas apostólicas de San Pablo, cuáles son los sentimientos del apóstol. Recordamos en la primera carta a los de Tesalónica, cómo no encuentra palabras para expresar los sentimientos que él tiene. Como una madre, como un padre. Las palabras no agotan los sentimientos del pastor. «Fuimos tan condescendientes con ustedes, como una madre que alimenta y cuida a sus a sus hijos. Sentíamos por ustedes tanto afecto, que deseábamos entregarles no solamente el evangelio, sino también nuestra propia vida. Tan queridos llegaron a sernos» (2, 8). «Y como recordarán, los hemos exhortado y animado a cada uno personalmente como un padre a sus hijos, instándoles a que lleven una vida digna del Dios que los llamó a su Reino y a su gloria» (2, 11-12).
Como ven, hay un profundo amor, pero que también supone una profunda convicción del bien a entregar. Lo que hay en Pablo es amor a la gente, pero que no se explicaría sin el convencimiento del tesoro que les quiere entregar. Y no sé si en nuestra espiritualidad contemporánea y en nuestra pastoral, va parejo nuestro amor al hombre con nuestro amor al evangelio y a la persona de Jesús. Me da la impresión de que a veces nuestro evangelio es un poco abstracto; no un evangelio donde lo que cuenta es la persona de Jesucristo, de quien se recibe el amor. Así es como lo sentía Pablo: «Vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20 ). Un Jesús que nos pide amor: «Simón, hijo de Juan ¿me amas?» (Jn 21, 15).
Yo no sé hasta qué punto el amor a Cristo y el amor de Cristo a nosotros realmente juega el papel que le corresponde en la espiritualidad y en la pastoral contemporánea.
Nos quejamos mucho de las sectas, y nunca nos preguntamos si en nuestra Iglesia no hay alguna falla fundamental que explique, al menos en parte, el problema de las sectas. Las reuniones católicas ¿son reuniones cristianas? En una reunión, en especial de curas, lo principal ¿es Jesucristo presente?; ¿o lo principal es la programación de nuestra acción pastoral?
¿Por qué la gente se va a las sectas? ¿No será que nuestra gente se dice: «vamos al lugar de la oración, donde se pueda decir que amo a Cristo y que Cristo me ama?»
Vayamos de vuelta a San Pablo. Pablo siente el amor de Cristo hacia él. Para Pablo, el cristianismo no es una causa, es una Persona. Allí está la cuestión de nuestra pastoral. Pablo es también un ejemplo de cómo él se hace todo a todos. Con los judíos se hace judío; con los griegos se hace griego y defiende la libertad (y él es hijo de fariseo y un judío muy observante). Él quiere que Timoteo sea un buen judío, pero sabe hacerse «todo a todos».
Vale la pena que aluda a esos dos capítulos largos (8 y 9), donde con ocasión de las peleas que había en la comunidad de los Corintios, acerca de si comer carne inmolada los ídolos o no, el apóstol argumenta diciendo que lo que más importa no son las razones que yo pueda tener, sino que lo que más importa es respetar a mi «hermano por quien Cristo murió». Y si Cristo se adapta a tu hermano hasta morir por él, ¿cómo no te vas a adaptar a tu hermano? Por lo tanto, cuando haga falta renunciar a legítimos derechos, que ejercidos podrían atropellar a tu hermano débil en la fe, hay que renunciar. El apóstol Pablo no niega las razones que tienen los corintios cultos en decir que los ídolos no existen y por tanto las carnes inmoladas no están manchadas. Por eso se puede comer cualquier cosa. Cierto, tienen razón. Pero no tienen razón en el modo como esgrimen su razón. La esgrimen contra viento y marea y ahí, pecan. Es justo lo que dicen, pero no es justo cómo manejan el argumento.
Entonces el apóstol se pone de ejemplo: «Hagan como yo, que con todo derecho a comer del evangelio, como de mis manos. Y no porque no tenga derecho, pues Cristo mandó comer del evangelio. Pero como ustedes son débiles, no entenderían que yo no estoy negociando con el evangelio entonces, por la debilidad de ustedes yo trabajo». Pablo no tiene una ideología sobre el trabajo. Cuando él puede se dedica completamente a la predicación. Pero cuando hace falta, por la debilidad de los fieles, porque son escandalizables, Pablo trabaja. Que nadie diga que él predica por plata.
«Hagan como yo. No he usado de ninguno de estos derechos y no les digo esto para aprovecharme ahora de ellos, antes preferiría morir. Nadie podrá privarme de este motivo de gloria. Si anuncio el evangelio, no lo hago para gloriarme, al contrario, es para mi una necesidad imperiosa. ¡Hay de mí si no predicara el evangelio! ¿Cuál es entonces mi recompensa? Predicar gratuitamente la buena noticia, renunciando al derecho que esa buena noticia me confiere. En efecto, siendo libre me hice esclavo de todos para ganar al mayor número posible. Me hice judío con los judíos, para ganar a los judíos» etc. (Cf 1Co 9, 13 ss).
Todo esto tiene que ver con el tema que apareció en nuestras Líneas Pastorales de «la acogida cordial». Los hombres necesitan ser recibidos con el corazón. Es necesario que en una comunidad, el pastor, el catequista, el diácono, se hagan al otro. No por debilidad, ¡no! Como una madre con su hijo, como un padre con su hijo, como un maestro con su alumno, como un pedagogo. Hacerse al otro. Caminar al paso del otro, el ritmo del otro.
Los grandes problemas en nuestra Iglesia por los que la gente se va, no son las discrepancias doctrinales. La gente puede discrepar, pero se la aguanta. En las cuestiones morales, se la aguanta («bueno, soy un pecador, pero éste es mi redil»), y se queda en la Iglesia. La gente no se va por doctrina. Lo que comúnmente vemos es que la gente se va cuando es mal tratada (adrede o sin darnos cuenta), porque nos falta autocrítica, porque nos falta corrección fraterna. ¡Qué poco basta para contentar al Pueblo de Dios y qué poco también para herirlo! Y eso, a veces sin darnos cuenta… ¿Y por qué? Y, porque no escuchamos.
Bueno, aunque el panorama sea incompleto, creo que aquí podríamos parar; ya tenemos bastante material para la reflexión.