BOLETIN OSAR
Año 8 – N° 17

 

Encuentro Anual de Formadores
2da exposición

La Iglesia comunión en los textos del Concilio Vaticano II

Fray Jorge Scampini op.

 

A la mañana concluimos señalando la importancia de una eclesiología de comunión. En los últimos años el tema de la comunión aparece con mucha fuerza en el Magisterio de la Iglesia1, en el diálogo ecuménico2, en la reflexión teológica3. En América Latina estuvo presente en las conclusiones de Puebla4. Este desarrollo se da en el marco de otros temas que surgen en la reflexión sobre la Iglesia y que deben pensarse en su conjunto y armónicamente. Esto lleva a considerar nuestra identidad y nuestra misión en el seno de una Iglesia que se ve a sí misma como comunión ordenada a la misión.

Además, desde otra perspectiva, la comunión se ve como una necesidad ante todo lo que puede debilitar la unidad en la Iglesia, local o universal. Así como el período posconciliar es un período de asunción de importantes opciones, también es un período en que se acentúan diferentes modos de concebir la relación entre la Iglesia y el mundo; esto generó tensiones y enfrentamientos. Al mismo tiempo, se avanza en la reflexión sobre la presencia del Evangelio y de la Iglesia en distintos espacios sociales y en nuevos contextos culturales. Se profundiza así en el tema de la inculturación, y se pone a prueba el binomio unidad-diversidad. Con una mirada objetiva, podemos constatar que esas tensiones han sido sufridas por la Iglesia en todos los ámbitos, aún en el seno de cada diócesis o de cada una de las comunidades religiosas. Esto exige buscar caminos para reencontrar o fortalecer la comunión.

Otro dato que hace necesaria una reflexión sobre la comunión es el desafío presentado por los «signos de los tiempos». El optimismo de los años ’60, no sólo eclesial, y que animaba a los cristianos a un trabajo conjunto con todos los hombres en las grandes causas de la humanidad y de la liberación de los pueblos, se ha visto suplantado por otros criterios y valores. Una característica del modelo vigente, y de los cambios culturales producidos, ha sido el proceso de globalización, pero que, contradictoriamente, es simultánea a un proceso de fragmentación profunda de los tejidos sociales. Esto se ve en nuestra realidad de modo alarmante, pero también en el contexto mundial.

La nueva cultura, caracterizada por el fortalecimiento de los valores democrático-liberales (pluralismo, no-interferencia, electividad, control y autonomía), promueve una mayor autonomía de los individuos respecto a las organizaciones e instituciones con las que se sentía identificado, así como el cuestionamiento de criterios centralizados de decisión. La sociedad no se presenta tanto como una comunidad de sentido, sino como una comunidad de servicios, de intercambios pragmáticos y competitivos. Se fortalecen las tendencias a la individuación. La cultura previa era una cultura basada en decisiones de grupo, con un gran sentido de la solidaridad y de lo comunitario. Hemos pasado a otro paradigma social: la preeminencia de lo individual sobre lo universal, de lo psicológico sobre lo ideológico, de lo permisivo sobre lo coercitivo y de lo narcisista sobre lo heroico. Esto forma parte, a veces imperceptiblemente de nuestra realidad de hombres de este tiempo; es nuestra solidaridad inevitable con el «barro del que fuimos modelados». Eso se expresa en la trama social, en los vínculos comunitarios y familiares que se hacen más frágiles y susceptibles de ruptura. Se intenta dominar el mundo entero en un único proyecto, al precio de la exclusión de masas enteras, o fomentando enfrentamientos étnicos, culturales y sociales. Es en este momento histórico que la Iglesia se percibe como comunión.

I. Volver a las inspiraciones originales

No podemos comenzar a reflexionar sobre la Iglesia como comunión si no pensamos, aunque sea brevemente, en el itinerario que la misma Iglesia ha dado. Para eso es importante volver a las inspiraciones originales y descubrir el sentido de los pasos dados. En su discurso-programa del 11 de septiembre de 1962, Juan XXIII señalaba la orientación de los trabajos conciliares bajo la forma de una anticipación teológica. El Concilio dirigiría su mirada sobre: «Lumen Christi, Lumen ecclesiae, Lumen gentium…«. Se descubren así tres dimensiones: cristológica, eclesial y universal. La Iglesia no se contemplaría replegada sobre sí misma, sino de cara a Cristo y al mundo. Eso se verá reflejado en los documentos conciliares5. Hoy, mirando hacia atrás, y como lo sugieren los documentos en los que se expresa una interpretación auténtica del Concilio Vaticano II y de la vida de la Iglesia universal, el punto de partida de toda reflexión sobre la Iglesia arranca de la comunión.

«La eclesiología de comunión es el concepto central y fundamental en los documentos del Concilio…¿Qué significa en su complejidad la palabra «comunión»? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión se realiza en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana. La comunión en el Cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, o construye, la íntima comunión de todos los fieles en el Cuerpo que es la Iglesia (cf. 1 Co 10,16)»6.

Si en el Concilio Vaticano II hay una reflexión acerca de la Iglesia-comunión se debe a trabajos anteriores, entre ellos los de Y. Congar y H. de Lubac; sin embargo, la idea no está en ellos del todo explícita. Un tratamiento verdaderamente privilegiado corresponde a la obra de J. Hamer, que lleva por titulo precisamente La Iglesia es una comunión7. Hamer expresaba su desacuerdo con los teólogos que se negaban a ver la Iglesia como una comunión, y afirmaba:

«Esto pierde de vista que la koinônia cualifica en el Nuevo Testamento una manera de vivir (de ser y de obrar), una relación con Dios y con los hombres característica de la comunidad cristiana […] Nosotros estamos en el corazón mismo del misterio de la Iglesia»8.

La comunión señala la relación de los cristianos entre sí en su común dependencia del Señor. Por eso, para Hamer, era necesario hacer todo lo posible para señalar el valor del término «comunión», tan tradicional y rico. Sin embargo, era consciente de que ninguna definición es exclusiva frente a otras, y que toda definición comporta una cierta privación. Lo más original del pensamiento del dominico belga es su preocupación por unir íntimamente, en un mismo concepto, la comunión interior y la comunión exterior de la Iglesia:

«La Iglesia cuerpo místico de Cristo, es una comunión a la vez interior y exterior, comunión interior de vida espiritual (fe, esperanza y caridad), significada y engendrada por una comunión exterior de profesión de la fe, de disciplina y de vida sacramental»9.

Si Congar distinguía en la Iglesia comunión y sociedad, Hamer prefiere decir que «es toda la Iglesia que es comunión», porque:

«(…) las dos comuniones son inseparables. La comunión exterior de la vida eclesiástica en los marcos canónicos no es suficiente para constituir la Iglesia. La comunión interior enteramente separada de sus causas generadoras no es tampoco suficiente. Estamos en régimen de encarnación».

El valor de este acercamiento está en superar todo riesgo de dualismo entre sociedad y comunión, institución y vida, mediación y gracia, y en mostrar mejor que la «sociedad» está al servicio de la comunión y allí encuentra su razón de ser. Se percibe también la importancia, para el diálogo ecuménico, de reagrupar bajo un mismo término esos dos aspectos de una misma realidad. A la luz de ese vínculo íntimo se puede profundizar, de manera satisfactoria, la noción de sacramentalidad y de institucionalidad de la Iglesia.

II. Un hilo conductor en la eclesiología de Vaticano II10

La idea de la Iglesia-comunión no es objeto de un capítulo particular en la enseñanza del Concilio, como es el caso para la Iglesia pueblo de Dios. La noción de comunión eclesial está presente de manera difusa pero reiterada, en el interior de los diferentes documentos. Un examen rápido permite ver que el término communio aparece cerca de cien veces, más frecuentemente en la constitución Lumen gentium y en el decreto Unitatis redintegratio11. Pero, bien entendida, la concepción conciliar de la comunión eclesial supera el estricto empleo de la palabra: atraviesa numerosos textos, de manera más o menos explícita, y alcanza diversos niveles de significación. Por eso, la idea de comunión se evoca a partir de otros conceptos: comunidad, sociedad, unidad, y también pueblo, cuerpo, templo, ciudad, rebaño, etc. El Concilio Vaticano II no utiliza una expresión única para hablar de la Iglesia.

El Concilio no define el término «comunión», tampoco hace una referencia a una doctrina filosófica o teológica particular. No hay otro camino que buscar el significado dado por el texto mismo, y ser respetuosos del contexto preciso en el que la palabra se emplea. Además, cuando el Concilio habla de comunión se refiere no a la estructura de la Iglesia, sino a su naturaleza o, como dicen los mismos textos conciliares, su mysterium.

«El aggiornamento del Concilio consistió precisamente en colocar de nuevo en el primer plano el mysterium de la Iglesia, captable sólo por la fe, en lugar de mantener la concentración en la forma visible y jerárquica, que había predominado durante los tres últimos siglos de forma unilateral»12.

Por esta razón, el primer capítulo Lumen gentium se titula: El misterio de la Iglesia. La misma Comisión Teológica debió hacer una clarificación: el mysterium no significa algo incognoscible, sino un concepto bíblico básico13. Se trata de una realidad de salvación trascendente que se revela y manifiesta de manera visible. Tal como lo expresa LG en su párrafo primero, el misterio consiste en el resplandor de la gloria de Dios que se manifiesta en el rostro de la Iglesia y en su proclamación del Evangelio.

  1. La participación en la comunión trinitaria

    Desde la introducción, LG presenta la Iglesia bajo el signo de la comunión, indicando su doble dimensión: vertical y horizontal: «La Iglesia [es] en Cristo, como un sacramento, es decir, a la vez el signo y el medio de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano» (LG 1). Porque su fundamento está en Dios, la comunión adquiere una amplitud ilimitada: no es solamente la comunión de los hombres con Dios; por esta misma razón, hay comunión de los hombres entre sí. A este nivel se ubica la originalidad radical de la comunión de la Iglesia. Ella es a la vez teologal y fraternal: la unión en Dios es el principio de la unión entre los hermanos.

    LG describirá el misterio de comunión desde un triple punto de vista. En primer lugar, y en línea con la terminología bíblica (LG 2), que el Padre eterno nos creó según su beneplácito eterno y nos llamó a participar de la vida divina. La constitución sobre la revelación divina define esta participación como sociedad personal (DV 1 y 2), y el decreto sobre la actividad misionera se referirá al mismo contenido como paz y comunión (AG 3). La constitución Gaudium et spes añade que en esa comunión con Dios consiste especialmente la dignidad de la persona humana (GS 19). En segundo lugar, LG dice que la comunión, que es la meta de toda la historia de la salvación se realiza históricamente y de una manera inigualable en Jesucristo (LG 2s). Jesucristo es el mediador a través del cual Dios aceptó la naturaleza humana para que nosotros pudiéramos participar de la naturaleza divina (AG 3). De ese modo, el Hijo de Dios se unió en cierto sentido con cada uno de los hombres en su encarnación (GS 22)14. Jesucristo es el prototipo de toda comunión entre Dios y el hombre. Por último, en tercer lugar, lo que acaeció de una vez por todas en Jesucristo es continuado por el Espíritu Santo (LG 48), que habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles (LG 4). En otras palabras, el Espíritu realizará desde dentro ese acontecimiento y lo difundirá por todo el universo (AG 4). La comunión con Dios realizada a través del Espíritu constituye la base de la comunión de la Iglesia. Es el Espíritu el que une a la Iglesia en comunión y en ministerio (LG 4; AG 4); mediante el Espíritu, la Iglesia es comunión-unidad con Dios y de los miembros de la Iglesia entre sí.

    «Podemos resumir diciendo que el mysterium de la Iglesia consiste, según el Concilio Vaticano II, en que tenemos acceso al Padre en el Espíritu a través de Cristo, para participar así de la naturaleza divina. La comunión trinitaria prefigura, hace posible y sustenta la comunión de las Iglesias, que, como dijo el Concilio siguiendo a san Cipriano, es en último término participación en la comunión trinitaria misma (LG 4; UR 2). La Iglesia es al mismo tiempo el icono de la comunión trinitaria del Padre, Hijo y Espíritu Santo»15.

    Pero surge una pregunta. Esta mañana mencionábamos que la comunión se plantea como una exigencia, como un desafío, que presenta el mundo actual, marcado por contradicciones profundas; la tendencia a la globalización se acompaña de la fragmentación y de la exclusión. ¿Es la Iglesia, en sí misma, una respuesta inmediata a ese desafío? W. Kasper señala que las afirmaciones del Concilio tienen poco que ver con los interrogantes humanos acerca de la comunión. Pero eso es sólo en apariencia, ya que el Concilio afirma que la Iglesia no es la respuesta al ansia de comunión que sienten los hombres. El deseo humano de comunión tiende hacia algo que supera todo lo humano y que sólo puede encontrar su satisfacción plena en la autocomunicación de Dios, en la comunión y amistad con Dios. Sólo Dios es la respuesta última a la pregunta que es el mismo hombre (GS 21). La cuestión sobre la Iglesia está subordinada a la pregunta acerca de Dios. Por eso la pregunta sobre la Iglesia se ve confrontada con el problema más serio del mundo occidental actual: ¿es posible fundamentar la felicidad y la comunión humanas sin contar con Dios para nada? (GS 19). Este es el desafío de toda eclesiología que pretenda estar a la altura de los tiempos. Por esta razón, los interrogantes sobre las estructuras de la Iglesia no encierran una finalidad en sí mismos; son únicamente medios para el fin. Tendrán que servir para que la Iglesia pueda ser más claramente sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con Dios y de los hombres entre sí. Sobre todo en unos momentos que se pueden caracterizar por su secularismo, su indiferencia, por la fractura de los vínculos más profundos (LG 1).16

  2. Es una participación en los bienes de la salvación

    Hay otro significado de comunión que predomina en la Sagrada Escritura y en la Tradición; éste también encontró eco en los documentos conciliares. La comunión no significa originariamente comunidad, sino participación; más concretamente, participación en los bienes de la salvación regalados por Dios: participación en el Espíritu Santo, en una vida nueva, en el amor, en el Evangelio, pero sobre todo en la Eucaristía. En ese marco se comprende el artículo de fe de la comunión de los santos. Por esto comunión es la expresión más corriente para referirse a la «recepción de la Eucaristía» (SC 55; UR 22).

    Este significado tiene sus raíces en el apóstol Pablo: «Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1ª Co 10, 16s.). Siguiendo esa tradición Agustín definió la Eucaristía como «signo de la unidad y vínculo del amor». El Concilio sigue a Agustín y fundamenta la comunión eclesial en la comunión eucarística (SC 47). LG 7 afirma que: «Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con él y entre nosotros». Por eso, la Eucaristía es el punto culminante de la comunión eclesial (LG 11).

    Ahora bien la Eucaristía es el punto culminante de la comunión eclesial porque ella no es la única forma de comunión. Todos los sacramentos edifican el cuerpo de Cristo (SC 59). El bautismo es el fundamento de esa comunión eclesial.

    Haber redescubierto la comunión que brota de un único bautismo dio a la teología del Concilio dos aperturas. En el mismo ámbito de la Iglesia Católica permitió reafirmar la igual dignidad de todos los bautizados, redescubrir la vocación común de todos los cristianos a la santidad, y la corresponsabilidad que debe existir en la Iglesia. Ad-extra, ofreció la mejor base para que la Iglesia se comprometiera de modo «irreversible» en el movimiento ecuménico. Dos re-descubrimientos que, sin embargo, permanecen como dos desafíos, porque hay un camino por recorrer, apenas transitado. En nuestra realidad esto se hace más acuciante cuando contemplamos la fragmentación de nuestro pueblo en el ámbito religioso; pero es una fragmentación que no destruye el vínculo más profundo del ser cristiano.

    El Concilio hablará incluso de palabra y sacramento (AG 9; AA 6; UR 2). Aquí se inicia una veta del Magisterio que nos acerca a los hermanos evangélicos y que Pablo VI desarrollará más tarde en Evangelii nuntiandi: La Iglesia como criatura del Verbo. Al redescubrir la tradición bíblica y patrística primitiva, el Concilio recupera una conciencia clara sobre la fuente de la que vive la Iglesia: la comunión de la palabra y del sacramento, especialmente de la Eucaristía. Se supera así el olvido de la eclesiología eucarística, o la parcialización de la teología de la palabra, debida a las disputas del siglo XVI, y no hay espacio para considerar la Iglesia, principalmente, como un «entramado jerárquico social»17.

    Si las fuentes de las que vive la Iglesia son la palabra de Dios y los sacramentos, la comunión no nace, en primer lugar, como fruto de la voluntad de los hombres; es gracia y don, participación común de la verdad única y del amor singular que Dios nos comunica mediante Jesucristo, en el Espíritu Santo, a través de la palabra y del sacramento.

  3. La Iglesia como comunión es unidad

    La comunión con Dios comunicada a través de la palabra y del sacramento lleva a la comunión de los cristianos entre sí. Ésta se realiza concretamente en la comunión de las Iglesias locales fundadas mediante la Eucaristía. Nos encontramos aquí con el término técnico de comunión.

    Al asumir el Concilio esta concepción de la comunión hizo suyo un concepto básico de la Iglesia antigua. Para el Concilio la Iglesia católica reside en las Iglesias particulares y está compuesta por ellas (LG 23). El entender la unidad de la Iglesia como comunión-unidad deja de nuevo un espacio para la legítima diversidad de las Iglesias particulares dentro de la unidad mayor en una fe, en los mismos sacramentos y ministerios. Esta renovada eclesiología de la comunión constituye el trasfondo de una de las doctrinas más discutidas en el Concilio y posteriormente: la colegialidad del episcopado18.

    Según el testimonio de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia, la unidad es una nota fundamental de la naturaleza de la Iglesia. Esta es esencialmente la Ecclesia una, sancta, catholica et apostolica en la que terminan por «suprimirse» todas las diferencias de pueblos, culturas, razas, clases y sexos. Ante esta unidad basada en el Espíritu Santo a través del Dios único, del único mediador Jesucristo, comunicada mediante una sola fe y un solo bautismo, simbolizada y actualizada en una sola Eucaristía, carecen de importancia decisiva todos los factores separadores, sean de orden topográfico, sociológico, cultural o de otra naturaleza. Esta unidad es la base de la universalidad y de la catolicidad, que debemos subrayar hoy. Por la paz del mundo es preciso subrayar hoy no sólo las peculiaridades culturales, sin duda importantes, sino también y sobre todo la igualdad y unidad transcultural de todos los hombres. Hoy vivimos en una doble tensión: la sensibilidad por las identidades culturales; y el intento de una globalización y la interdependencia de los pueblos y culturas. Por eso, en algunos casos, sorprende más el entusiasmo con que se afirman las diferencias socio-culturales humanas que los trabajos por la unidad.

    Pero con lo que llevamos dicho es necesario afirmar que la unidad y universalidad de la Iglesia no significan, en modo alguno, un sistema abstracto, uniformante y totalitario. Dios no redime abstracciones antropológicas que serían las mismas en todas partes, sino hombres y mujeres de carne y hueso. La Iglesia una se hace concreta, se inculturiza, incluso se encarna de alguna manera en el tiempo y en el espacio. Sólo así es ella la unidad en la plenitud. La Iglesia universal existe, pues, sólo en las Iglesias particulares y se compone de ellas (LG 23); es representada por ellas y se realiza en ellas; actúa en ellas y está presente en ellas (CD 11)19.

    Esto supone un doble juego, así como la Iglesia universal no nace mediante la ulterior fusión, suma o confederación de las Iglesias particulares, tampoco las Iglesias particulares son simplemente una ulterior división administrativa de la Iglesia universal en provincias. Iglesia universal e Iglesia particular se incluyen recíprocamente; entre ellas reina una inhabitación mutua. Por eso, a semejanza de los dos focos de la elipse, la estructura esencial de la Iglesia es, iure divino, papal y episcopal al mismo tiempo; ninguno de los dos polos puede ser reconducido al otro, sufrir menoscabo en favor del otro. Esta unidad tensa es la base de la comunión-unidad. La comunión simultánea papal y episcopal es la expresión esencial orgánica de la estructura esencial de la Iglesia, de su unidad en la catolicidad y de su catolicidad en la unidad.

    A esto ayuda la afirmación de que la Iglesia es copia de la Trinidad. Así como en la Trinidad, la tríada de personas no elimina la unidad de la naturaleza, ni la produce, sino que es el modo de existencia concreto de ellas, de forma que la única naturaleza divina existe sólo en la relación entre Padre, Hijo y Espíritu, analógicamente se puede decir de la Iglesia única que existe sólo en y de las Iglesias particulares.

  4. Es comunión de los fieles como participación y corresponsabilidad de todos

    Esta es la cuarta dimensión de la comunión (LG 13; UR 2; AA 18) y se funda en la doctrina del sacerdocio común de todos los bautizados (LG 10), y en la activa participación de todo el pueblo de Dios (SC 14), que debe tener por campo toda la vida de la Iglesia. Este aspecto señala que la común pertenencia al pueblo de Dios precede a toda distinción de ministerios, carismas y servicios.

    Puesto en práctica, esto ha llevado al nacimiento de grupos de corresponsabilidad en todos los niveles de la vida eclesial: consejos parroquiales, presbiterales, pastorales, sínodos, etc. El papel jugado por los laicos es quizá el aporte más importante. La eclesiología de comunión afirma que no pueden darse en la Iglesia miembros activos y pasivos; la eclesiología de la comunión pone punto final, al modelo de una pastoral de tutoría y asistencial.

    Esto no ha obstado a ciertas mal interpretaciones sobre este aspecto. Siempre está la tentación de leer el misterio desde nuestras categorías más cercanas: el pueblo de Dios en el sentido reductivo de una sociedad política democrática, o el término pueblo como sinónimo de laicos en contraposición con establishment. Sin embargo, pueblo de Dios en el sentido del Concilio no significa, por ejemplo, seglares o la base como diferente o incluso contrapuesto a «Iglesia jerárquica», sino que significa el todo orgánico y estructurado de la Iglesia, el pueblo congregado en torno a su pastor y dependiente de él, en lenguaje de san Cipriano20.

    Esto pudo haber contribuido en numerosas tensiones, incluso conflictos. El ideal de la comunión no es la desaparición de las tensiones. Hay que distinguir, sin embargo, entre tensiones auténticas, donde los polos tienen una referencias recíprocas de complementariedad, y las contraposiciones insuperables, porque se aislan unas de otras y se excluyen tanto lógica como psicológicamente.

  5. La comunión de la Iglesia como comunión ecuménica

    El Concilio es consciente, que al utilizar el término «comunión», toma en cuenta una noción fundamental de la Iglesia, «tenida en gran valor en la Iglesia antigua, como aún hoy, de modo notable en Oriente», como afirma la Nota explicativa. Por eso, este concepto representa un papel particular en los decretos sobre el ecumenismo y sobre las Iglesias Orientales.

    Vaticano II da un paso decisivo en el seno de la comunidad católica en favor del ecumenismo. En el Concilio se expresa el rechazo de la Iglesia católica de identificar la Iglesia de Cristo con sus propias fronteras visibles (LG 8, UR 3). La Iglesia de Dios no se limita a la Iglesia católica romana, aún si la prudencia conduce todavía a los padres conciliares a no precisar demasiado la verdadera cualidad eclesial de las comunidades de los hermanos separados. Las diferentes Iglesias son consideradas como «medios de salvación» (UR 3) y reconocidas con sus riquezas. Se afirma a propósito del Oriente y del Occidente, que «algunos aspectos del misterio revelado han sido mejor comprendidos y expuestos por unos que por los otros, si bien esas diversas fórmulas teológicas deben ser consideradas como más complementarias que opuestas» (UR 3). Es claro que la unidad no requiere de ningún modo el sacrificio de estas riquezas. Más aún, el decreto sobre las Iglesias católicas orientales no duda en afirmar al respecto que, «la diversidad en la Iglesia católica, lejos de menoscabar su unidad, le da su valor» (OE 2).

    Habiendo reconocido que las separaciones provienen a veces «de la falta de las personas, de una u otra parte» (UR 3), el Concilio declara que «la unidad […] subsiste de manera inamisible en la Iglesia católica» (UR 4), lo que la mayor parte de los comentadores católicos interpreta del siguiente modo: «es allí que nosotros encontramos la Iglesia de Cristo, en toda su plenitud y toda su fuerza»21. Es evidente que esta afirmación sobre los medios de gracia no prejuzga en nada sobre la fidelidad de la institución eclesial ni de la santidad de las personas. Encontramos una confirmación de esto en varios documentos conciliares.

    En cuanto al vocabulario, es notable que Vaticano II no se haya contentado con la palabra «unidad», sino que haya querido promover el término «comunión». Comprender la unidad de la Iglesia como comunión -la expresión «unidad de comunión» es utilizada por el concilio22– justifica el despliegue de una pluralidad legítima en el interior de una misma Iglesia de Cristo. Por otra parte, esta noción permite distinguir diferentes formas de comunión entre las iglesias: el Concilio habla de «plena comunión» (UR 3, 4, 17), de «total comunión» (GS 92, § 3), de «perfecta comunión» (UR 4), y desde allí «comunión imperfecta» (UR 3). Esta terminología marca un progreso sobre el lenguaje anterior, porque reconoce las riquezas de las diferentes iglesias y los vínculos que ya las unen. Pero podría convertirse fácilmente en ambigua y mal comprendida si nos hiciera pensar que la comunión es una realidad constituida, plenamente conocida, perfectamente circunscrita, incluso encarnada en una sola Iglesia, a la cual sería suficiente adherirse. Sería olvidar que no existe ninguna Iglesia ideal, y que estuviera dispensada no solo de reforma permanente (perennem reformationem, UR 6), sino incluso, más radicalmente, de conversión (UR 7). Siempre habrá inadecuación entre la Iglesia histórica y concreta y lo que ella debe devenir en el misterio de Dios.

  6. La comunión de la Iglesia como sacramento para el mundo: comunión-misión

    La Iglesia no existe para sí misma. La Iglesia como comunión basada en el sacramento es respuesta desbordante a la pregunta y anhelo del hombre respecto a la comunión. De ahí que la comunión que es la Iglesia sea tipo, modelo y ejemplo de la comunión de los hombres y de los pueblos (AG 11, 23; GS 29), pero también de la comunión entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos. Según San Ireneo, Dios quiere renovar todas las cosas en Cristo mediante la comunión de la Iglesia (LG 2), y preparar así el reino de Dios definitivo en el que Dios es «todo en todo» (1ª Co 15,28). Así la Iglesia puede y debe ser sacramento, es decir, signo e instrumento para la unidad y la paz en el mundo, pues no podemos partir el pan eucarístico si no partimos también el pan de cada día. La lucha por la justicia, la paz y la libertad de los hombres y de los pueblos, así como por una nueva civilización -del amor, en palabras de Pablo VI, es por consiguiente, una perspectiva básica para la Iglesia de nuestros días. Precisamente como comunión-unidad, como unidad en la diversidad, la Iglesia es pueblo mesiánico, signo universal de la salvación (LG 9). Generalmente, los textos conciliares no hablan de comunión en este contexto, sino de sociedad, comunidad y de conceptos similares.

Conclusión

Para subrayar el valor de una eclesiología de comunión, según el desarrollo conciliar y posconciliar, sobre todo desde la relectura del Sínodo extraordinario de 1985, me parece bueno recordar la conclusión de K. McDonnell:

«Visto en conjunción con Vaticano II y Puebla, el Sínodo ofrece esta categoría «bóveda» que hace posible la construcción de una eclesiología integral en la que se hacen explícitas simultáneamente la communio local y la universal, en ella, participación en la vida trinitaria y en la celebración eucarística, y participación en las oportunidades económicas y en los procesos socio-políticos están unidas en una perspectiva neumatológica que les da cohesión. Si el Espíritu es Dios en acto, y si el Espíritu tiene una historia grabada en el movimiento de la Iglesia hacia el fin querido por Dios, entonces la eclesiología de comunión como una comunión en el Espíritu trae con éste su élan escatológico. Además de sostener una variedad de imágenes eclesiales, es un regreso al misterio, a lo sagrado. La eclesiología de comunión lleva un imperativo ecuménico, permitiendo a las iglesias acceder a la communio en varios niveles, en varios grados de plenitud. Pide una presencia y participación en lo temporal y secular, mientras se respeta su autonomía. Ninguna otra categoría ofrece la posibilidad de una eclesiología integral con esa anchura y profundidad»23.

Por eso, el tema de la comunión puede dar una nueva calidad de vida, un alcance existencial a la unidad de la Iglesia. Vaticano II abrió un camino en la eclesiología dominante del período anterior; la idea de comunión contribuyó a dar un paso esencial. Y la eclesiología posconciliar sigue en esa misma línea. Pero es importante señalar algo: la comunión no es una imagen o modelo de la Iglesia; es mucho más. Es poner a la Iglesia en la raíz de su misterio, y abrirla en todas sus dimensiones. Es situar a la Iglesia en un orden más elevado de integración, una categoría «sombrilla», bajo la cual pueden actuar un número de imágenes, como «cuerpo místico» y «pueblo de Dios». Por eso no se trata de una nueva imagen24.

La referencia de la Iglesia a su identidad en la comunión y la misión llevan a subrayar la parte común a todos los cristianos, sean obispos, presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas, laicos… Esta parte común se arraiga en el bautismo. Así el pueblo de Dios es en primer lugar «uno», marcado por una unidad que desde dentro estructura todas las diferencias.

Pero quedan temas para trabajar, sobre todo en el ámbito de la diversidad de relaciones: Iglesia universal – iglesias particulares25; ministerio pastoral – resto de los fieles; obispo de Roma – colegio episcopal; Iglesia católica romana – otras iglesias. No es extraño porque un concilio se ubica en una camino histórico: es una conclusión y un nuevo punto de partida. Por eso no debemos buscar en Vaticano II un tratado riguroso de eclesiología de comunión, no es su función. Un concilio señala datos «cardinales», y confía a las generaciones que le siguen la misión de la elaboración teológica y de invención pastoral, en medio de debates, de proposiciones, de hipótesis, y de nuevos intentos.

Si miramos detenidamente la última reflexión eclesial, ante todo en los Sínodos de Obispos de 1987, 1990, 1994 y 2001, vemos que hay una gran fidelidad a la unidad del pueblo de Dios y a la comunión que une a sus miembros, confiriéndoles una misión universal y común. Pero también que, así como se efectúa el esfuerzo de volver a entroncar con una visión «comunional», se impulsa otro esfuerzo convergente para intentar establecer, con la mayor claridad posible, las diferencias específicas que existen en el seno del único pueblo de Dios, entre los varios miembros que lo constituyen26. La Iglesia perdería mucha riqueza interior y fuerza misionera si no se estableciera con claridad cuál es la vocación propia de los laicos, de los ministros ordenados, de la vida consagrada.

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Notas:

1.- Aparece con toda claridad a partir de la eclesiología del Concilio, pero definida con firmeza en el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado con motivo de los 20 años de la finalización del Concilio. El tema está presente en distintos documentos pontificios. En 1992, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como Comunión; cf. DENZINGER-HÜNERMANN, 4920-4924. regresar

2.- En casi la totalidad de los diálogos teológicos que ha emprendido la Iglesia Católica se ha llegado a abordar el tema de la Iglesia, considerado siempre desde la óptica de la comunión. Lo mismo ocurre en los trabajos teológicos de la Comisión de Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias. regresar

3.- Un signo de ello son los ensayos sobre la Iglesia que han sido publicados en los últimos años. regresar

4.- Cf. K. McDONNELL, «Vatican II (1962-1964), Puebla (1979), Synod (1985), Koinonia/Communio as an integral Ecclesiology», Journal of Ecumenical Studies 25 (1988) 399-427. regresar

5.- «La triple perspectiva aquí dibujada se proyecta en todos los documentos conciliares para conferirles una dinámica de renovación, de profundización y de «puesta al día» en vista a un anuncio más firme y más claro del Evangelio al «mundo de este tiempo». En la línea de comprensión del «sacramento», es decir del signo y del medio que expresa y realiza la salvación, los ministros de la constitución jerárquica de la Iglesia, los laicos, los religiosos -que son títulos de sendos capítulos de Lumen Gentium- en breve esos hombres y esas mujeres constituyen el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, el Edificio del Espíritu enviado al mundo por la gracia de Dios»; Card. P. Eyt, «La Vida Consagrada: el ser, el signo, el «hacer», según el Sínodo de los obispos de octubre 1994″, en Información y estudio sobre el Sínodo de 1994 «La Vida consagrada su misión en la Iglesia y en el mundo», USG, Roma, 1995, 1 regresar

6.- Sínodo extraordinario de los Obispos, Relación Final, 1985. regresar

7.- J. HAMER, L´Église est une communion, Cerf, París, 1962. regresar

8.- Ibid., 178. regresar

9.- Ibid., 98. regresar

10.- Sigo en estas reflexiones a W. Kasper, «Iglesia como comunión. Consideraciones sobre la idea eclesiológica directriz del Concilio Vaticano II», en Teología e Iglesia, Herder, Barcelona, 1989, 376-400. También para una mirada sintética se pueden consultar: K. McDONNELL, «Vatican II (1962-1964), Puebla (1979), Synod (1985), Koinonia/Communio as an integral Ecclesiology», art. cit.; J. RIGAL, L’écclésiologie de communion: Son évolution historique et ses fondements, Cerf, París, 1997, 59-81. regresar

11.- La distribución es la siguiente: LG 31; UR 27; AG 10; GS 8; CD 7; PO 6; OE 4; SC 3; AA 2; DV 1; PC 1. regresar

12.- W. Kasper., op. cit., 380. regresar

13.- Este título sonaba extraño para algunos padres conciliares. Un primer esquema prefería «la naturaleza de la Iglesia», expresión más filosófica, más institucional, y más tradicional. La comisión teológica tuvo que precisar que el «misterio» no era algo lejano, sino una noción bíblica fundamental. Este acercamiento, bíblico y teológico, marca de alguna manera el fin del período apologético de la Contra-Reforma. regresar

14.- Expresión varias veces citada por Juan Pablo II en Redemptor hominis. regresar

15.- W. Kasper., op. cit., 382. La eclesiología de comunión de Vaticano II está muy centrada sobre la economía de salvación, pero al mismo tiempo subraya el fundamento trinitario de la comunión eclesial: la Trinidad es a la vez fuente, obra y término de la Iglesia. ¿De dónde viene la Iglesia? ¿Qué es la Iglesia? ¿Hacia dónde va la Iglesia? Son las tres preguntas fundamentales a las que el Concilio quiere responder a partir del origen, de la forma histórica y del destino trinitario de la Iglesia. regresar

16.- Ibid., 383. regresar

17.- Cf. Ibid., 386. regresar

18.- Según Kasper, se podría decir que la colegialidad es el aspecto ministerial externo de la comunión-unidad sacramental. A este tema se relaciona el de la comunión jerárquica; cf. Id., op. cit., 388. regresar

19.- La unificación de la Iglesia no se hace en torno a una suma. No va de la cima a la base, ni de la base a la cima. Ese era el esquema ultramontano a menudo denunciado y particularmente floreciente en el siglo XIX, un esquema que no es lejano del sistema jacobino intransigente o a las estructuras napoleónicas. Tampoco se construye según el modelo de una federación de iglesias locales. En realidad, la Iglesia universal es una comunión de Iglesias o «el cuerpo de las Iglesias» según una expresión que utiliza Vaticano II (LG 23, § 2). Recordemos la declaración del Concilio: «Las Iglesias particulares están formadas a imagen de la Iglesia universal. Es en ellas y a partir de ellas [in quibus et ex quibus] que existe la Iglesia católica una y única» (LG 23, § 1). regresar

20.- En el seno y al servicio de la comunión de la Iglesia, Vaticano II sitúa «la comunión jerárquica», no como una dimensión agregada sino como una estructura fundamental, un elemento constitutivo de la plena comunión eclesial. La nota explicativa de la constitución Lumen gentium precisa el sentido de esta expresión: «la comunión jerárquica» no es «un sentimiento vago sino una realidad orgánica que exige una forma jurídica y que es al mismo tiempo animada por la caridad». Se trata pues de un vínculo orgánico estructural al servicio de la comunión de toda la Iglesia en la caridad. regresar

21.- Mgr. PHILIPS, L’Église et son mystère au II concile du Vatican, T. I, Desclée, París, 1966, 119; J.-M.R. TILLARD, Église d’Églises, Cerf, París, 1987, 394. regresar

22.- LG 4, 15, 18, 50… regresar

23.- Cf. K. McDONNELL, art. cit., 426s. regresar

24.- Cf. Ibid. regresar

25.- Vaticano II ha abierto una brecha en el modelo demasiado largamente establecido de un Iglesia piramidal. Sin embargo, su enseñanza respecto a la diversidad de Iglesias parece modesta, aún no se encuentra plenamente desarrollada una teología de las iglesias locales sobre una eclesiología de comunión. La tarea del post-concilio parece doble: por una parte, recibir y profundizar las aperturas de la enseñanza conciliar en esta dirección; por otra, discernir y poner en práctica las implicaciones de esa teología, para que ella no permanezca en la pura teoría. regresar

26.- Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita Consecrata, 4. regresar