Víctor Manuel Fernández (1)
En este inicio académico quisiera proponer un tema para que reflexionemos a lo largo de este año.
1. Una teología comunicativa
La teología tiene varias especializaciones funcionales, distintos tipos de operaciones que le permiten alcanzar su cometido. Pero, como bien explica Lonergan, debe culminar siempre en la comunicación, y “en esta etapa es donde la reflexión teológica aporta todo su fruto”. De otro modo “todo lo que haga la teología será en vano por falta de maduración”.2Esta es una afirmación fuerte: todo el esfuerzo teológico, si no se completa en la comunicación, no llega a madurar y se queda sin fruto. Por eso se vuelve ineludible insistir en la dimensión pastoral o misionera de la teología. Esto vale análogamente para la Filosofía que se estudia aquí, ya que, como pedía el Concilio Vaticano II, hay que “coordinar más adecuadamente las disciplinas filosóficas y teológicas para que concurran armoniosamente a abrir más y más las mentes de los alumnos al Misterio de Cristo” (OT 14).
Lonergan explica que lo que el teólogo busca en su tarea no es sólo una realidad cognoscitiva, sino también constitutiva, capaz de crear cosas nuevas en el mundo y en la Iglesia, de alentarlas, de articularlas, y además comunicativa y efectiva, capaz de iluminar a otros y de ayudarles a vivir. Para eso la teología entra en diálogo con todos los saberes de la época, pero sin la pretensión de imponerles una cultura antigua, medieval o moderna, sino que más bien “partirá de la cultura de los oyentes para comunicar la verdad”3.
Es la misma experiencia teológica la que se vuelve plena en esta comunicación, porque la comprensión alcanza su cima y muestra su autenticidad cuando puede ser expresada en el lenguaje del otro. Si el teólogo no lo hace, es porque la verdad reflexionada no ha sido suficientemente penetrada y precisamente por eso no puede dar fruto. La experiencia teológica es comunicativa por su propia naturaleza. Una comprensión auténtica produce por sí misma la necesidad imperiosa de ser comunicada, como un fuego interior imposible de apagar: “¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16). Una comprensión madura encuentra, tarde o temprano, el modo de comunicarse, aunque sea a través de metáforas, como ya enseñaba S. Tomás (cf. ST I, 1, 9). En ese caso, no deja de ser teología. De hecho el Pueblo de Dios ha hecho y ha transmitido teología a través de las canciones, los gestos, las imágenes, los dichos populares, las danzas religiosas, los símbolos y las variadas costumbres populares.
Cuando el teólogo profesional, ante un interlocutor no ilustrado, expresa metafórica o simbólicamente un contenido que profundizó en un arduo camino de lectura y reflexión, esta modalidad pedagógica de comunicación no quita profundidad ni calidad especulativa a la reflexión teológica que está detrás. No hace falta usar palabras difíciles y expresiones tortuosas para demostrar el nivel teológico de una reflexión. Un teólogo que realmente preste atención a la cultura actual, hoy debe servir el banquete del Evangelio a través de la belleza y la seducción de las imágenes, las figuras, los ejemplos, las sensaciones que lo vuelvan accesible a la gente del siglo XXI. El mismo Lonergan decía que inteligencia y voluntad “necesitan contar con imágenes de tal suerte grávidas de afectos que tengan éxito en guiar y en impulsar a la acción”.4
Pero prestar atención al lenguaje no es sólo buscar las palabras y las expresiones más accesibles y atractivas para el otro. Ya en Evangelii Nuntiandi se precisaba que es una cuestión mucho más honda y amplia. Se trata del lenguaje en un sentido antropológico.5 La tarea de buscar las expresiones adecuadas supone que primero uno ha hecho el gran esfuerzo de penetrar en las categorías del otro, en su sensibilidad, en las pasiones que lo movilizan, en su modo de mirar y de vivir el mundo. Supone una lectura de la realidad que nos permita penetrar en ella. Por eso buscar palabras e imágenes sin comprender al otro es inútil, no es todavía el verdadero empeño comunicativo de la teología. Un verdadero teólogo nunca se siente satisfecho si su propuesta teológica lo convence a él pero no termina de movilizar a los demás.
Es cierto que este espacio de comunicación que le exige la misma dinámica del pensar puede ser la docencia en el aula, con todo el esfuerzo de diálogo y de adaptación que implica. Por eso he pedido a los docentes concretar esto en dos cosas: por una parte, en un renovado empeño por simplificar y adaptar los programas, incorporando más métodos activos de lectura crítica y aplicación de contenidos en el aula; por otra parte, en el intento de mostrar las consecuencias pastorales de cada tema que dicten.
Pero siempre será muy sano y recomendable que quien hace teología tenga además alguna actividad pastoral no académica que le ayude a mirar las cosas desde otra perspectiva, lo estimule a descubrir otros aspectos de la verdad que reflexiona y lo mantenga atento a los dinamismos siempre cambiantes de la cultura. El teólogo es específicamente misionero, como lo exige su vocación cristiana, pero lo será de un modo más significativo y fecundo si no se contenta con comunicar la verdad a los que vienen a sus clases y es capaz también él de salir a la búsqueda de los que están lejos.
Cuando la teología alcanza su estadio comunicativo, los oyentes se vuelven a su vez comunicadores de verdad y de vida. En este sentido la teología es esencialmente misionera y está directamente al servicio de la misión. Pero mi angustia florece cuando pienso lo siguiente: si después de cuatro o seis años, muchos de nuestros alumnos tienen menos ardor, menos alegría en Cristo, menos pasión por la verdad y menos entusiasmo por anunciar el Evangelio, entonces tenemos que revisar todo de nuevo. La Facultad también necesita escuchar el llamado de Aparecida a una “renovación misionera”. Si esto implica estar dispuestos a “abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe” (DA 365), la Facultad también debería estar dispuesta a hacerlo. ¿Por qué no? De hecho, ya estamos en una paciente tarea de revisión del funcionamiento concreto de la Facultad, desde el plan de estudios hasta cada programa. Para ello ya llegaron muchas propuestas de graduados, docentes, alumnos y formadores.
2. La raíz sapiencial de la comunicación
Dicho todo esto, ahora hay que mirar también el otro lado de la realidad. Hace falta recuperar la conciencia de que si no hay comprensión, tampoco será posible encontrar la manera adecuada para expresar la verdad. La comunicación se volverá repetitiva, inconsistente, vacía, insignificante. Algunos pastores de iglesias tradicionales me hicieron notar que ellos también perdieron un número importante de fieles que encontraron una experiencia consoladora en ciertos grupos neopentecostales, pero que últimamente hay una novedad: están recibiendo permanentemente personas que vienen de estos grupos, porque reclaman un espacio de estudio de la Biblia y de reflexión espiritual más madura y más consistente. Después de un tiempo, aquella experiencia emotiva de consuelo y de liberación comienza a necesitar otro alimento, y la prédica superficial se les vuelve insuficiente e insatisfactoria.
Estamos llamados a comunicar una profunda comprensión de las verdades de fe, no sólo una certeza interior. Para comunicar una certeza interior basta provocar una determinada experiencia de fe, o impactar con un testimonio de vida, sin palabras. Pero la fe también lleva dentro de sí el llamado al mejor uso de nuestra capacidad de pensar, para poder comunicar una verdad reflexionada, aunque sea profundizando la vía negativa.
En este sentido, quiero llamar la atención acerca de un planteo desproporcionado sobre la necesidad del testimonio, que termina provocando cierta actitud de desconfianza y sospecha permanente hacia los que enseñan. Es como si sólo pudieran comunicar algo válido si son intachables e insospechables en todo sentido. Yo ya no me atrevo a pedirle a alguien que sea perfectamente coherente, santo y ejemplar para poder escucharlo con atención y aprender algo de él. Con los años voy descubriendo que el Espíritu actúa como quiere, y que a través de cualquier ser humano puede transmitirme algo decisivo para mi existencia, también a través de cualquiera de los docentes de esta casa. No dejo de agradecer la formación inicial que recibí de mis profesores en Córdoba y en Buenos Aires, sin excepciones. Agradezco tanto a Karlic como a Caturelli, tanto a Maccarone como a Gera, tanto a Vaccaro como a Ferrara, tanto a Rivas como a Barriola. A esta formación filosófica y teológica me tomé la libertad de transformarla, repensarla, reformarla y renovarla, pero hoy puedo valorar cuánto me estimuló y me enseño Dios a través de ellos, cuánto me hizo pensar y crecer cada vez que les presté atención, más allá de sus imperfecciones, y aunque a veces haya sido en cierta dialéctica con algunos de ellos. Ante peligrosos brotes de nuevas formas de donatismo, hay que recordar la sana teología del carisma, que siempre es una “gratia gratis data” que actúa más allá de la perfección subjetiva del que lo ejercita. En realidad, ningún docente y ningún evangelizador podrían depositar la confianza en la perfección de su propio testimonio de vida. Sería petulancia farisaica, de la cual conviene cuidarse mucho.
No niego que un docente o un predicador deban intentar ofrecer el mejor testimonio posible, y por mis propias faltas pido sinceramente perdón. Pero el primer e ineludible testimonio en el ministerio de la Palabra es ser auténticos. Es decir, hablar de aquello que al menos hemos intentado contemplar. Pablo VI decía: “Esta época tiene sed de autenticidad” (EN 76). Esa sed se acrecentó, y el predicador que no puede depositar la confianza en la perfección de su vida, sí debe depositarla en la Palabra escuchada con humilde apertura y reflexionada con firme dedicación. Se le pide la entrega de sí en el intento constante de dejarse alcanzar cada vez más por la luz del Evangelio.
Decimos entonces que no hay comunicación establemente satisfactoria sin el esfuerzo de la comprensión. Por eso, el predicador debe ser un teólogo en constante ejercicio. Es verdad que la comprensión puede ser simplemente la connaturalidad, el abrazo que produce la experiencia del amor teologal, la luz de la sabiduría sobrenatural. Se trata de un verdadero contacto con la verdad del Evangelio producido por la misma gracia (cf. ST II-II, 45, 2). Ese es el conocimiento teológico accesible a todos, sin exigencias académicas. Pero el predicador y el docente tienen en la Iglesia un ministerio específico, que lleva incorporado, como exigencia interna, el esfuerzo constante y el gozo de la teología. No todos los predicadores y docentes escribirán artículos de teología ni dictarán conferencias, pero deben ser teólogos y ofrendarle a Dios un uso excelente de su inteligencia. Y ya que tendrán interlocutores variados, necesitan capacitarse para dialogar con todos, tanto con los más sencillos como con especialistas en otras ciencias.
En una reciente ponencia en Roma, el Cardenal Bergoglio se refirió a la solidez que deben tener los estudios teológicos, precisando lo siguiente:
“No se trata para nada de cierta rigidez doctrinal que parece cerrar filas sólo para defenderse a sí misma […] Una característica de la verdad sólida es que siempre abre más a la verdad, siempre abre a la Verdad trascendente de manera más amplia y profunda y sabe luego traducirla pastoralmente de manera que se establezca el diálogo con cada hombre y cada cultura”.6
Por todo esto pido a los alumnos más generosidad con su tiempo para el estudio, y a los formadores un mayor esfuerzo en orden a asegurar en sus casas de formación tiempos prolongados y serenos que generen un buen hábito de reflexión. En este sentido, recojo la preocupación de un sabio obispo quien, valorando la renovación de los Seminarios en las últimas décadas, ahora se pregunta si una formación con poca profundidad y seriedad sapiencial realmente responde al espíritu del Concilio Vaticano II.
A cada alumno le digo: cuando Dios te convoca al encuentro con Él y a la misión, no te arranca la cabeza, no te mutila el cerebro, no enferma tu capacidad reflexiva, no destruye la facultad de pensar que Él mismo creó en vos con infinito amor. Al contrario, promueve tu inteligencia para que, dentro de la fe, del amor y del empeño misionero, se desarrolle más que nunca al servicio del Evangelio. Si lo que te dicta un profesor no te alcanza, si no termina de convencerte o no aclara tus dudas, entonces mantené viva la pasión por la verdad y seguí buscando, seguí leyendo, seguí consultando, seguí escuchando, hasta que encuentres un grado de convicción y de comprensión que te haga arder de ganas de comunicar eso que has comprendido. Hoy valoramos la meditación orante y el corazón abierto al pueblo. Ninguno de estos empeños excluye el esfuerzo por pensar y comprender sino que lo incluyen, porque tanto el llamado a pensar como el llamado a orar y a servir vienen del mismo y único Creador, y del mismo Espíritu que nos fecunda y nos estimula a desarrollar sus dones. No sirve una capacitación pastoral sin sabiduría, y tampoco basta una introspección orante sin contenido. Hasta el año 2000 fui párroco en la periferia de Río Cuarto. Es verdad que esa experiencia apostólica intensa hizo tambalear algunas seguridades teológicas, pero también es cierto que una buena parte de la gozosa fecundidad que viví allí tuvo que ver con una comprensión teológica que pude transmitir gracias a las horas que había dedicado al estudio.
Un alumno pasa muchas horas en la Facultad, horas de juventud, son muchas mañanas de una época preciosa de la vida. Ese tiempo puede ser miserablemente soportado o fecundamente aprovechado. La tarea docente y misionera, para la cual se prepara, es “comunicar lo que se ha contemplado” (ST II-II, 188, 6), pero esto supone haber contemplado, requiere haber dedicado al estudio orante un espacio prolongado de soledad y de búsqueda, y haber perseverado en esa entrega que es gratuita. Pero no podemos pasarnos cuatro o seis años pensando sólo en el futuro, soportando exigencias hasta que un día nos den un título o nos impongan las manos para poder demostrar lo genios y lo sabios que somos. Estos cuatro o seis años no son ante todo una preparación “para”. Son un valiosopresente, una ocasión irrepetible para amar y entregarse, para profundizar ahora el mensaje del Evangelio y tratar de vivirlo.
Por ejemplo, haber comprendido que es Dios quien quiso la diversidad que existe en el mundo, tiene que servirte a la hora de mirar las cosas y la historia. Haber comprendido la dignidad infinita que tiene cada ser humano tiene que servirte a la hora de encontrarte con cualquier persona. Haber comprendido que Dios es de verdad el sentido último de la existencia, tiene que servirte a la hora de planificar tu vida. Haber comprendido que uno mismo es un misterio que nunca termina de desvelarse en esta vida, tiene que producir un inmenso alivio en medio de tantas dudas, incertidumbres y fragilidad.
La oración, la vida cotidiana y la actividad apostólica se alimentan con esta comprensión. Pero eso tiene valor por sí mismo hoy, más allá de lo que nos deparen los próximos años. Vendría muy bien desarrollar un poco ese sentido estético que nos permite valorar la hermosura de una experiencia más allá de la utilidad que pueda tener en el futuro, y en todo caso recordar que nada prepara mejor el futuro que un presente bien vivido.
Esta experiencia sapiencial básica, tan ardua como reconfortante, se traduce en lo que Pablo VI expresaba bellamente como “culto a la verdad:
“El Evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que hace libres […] Verdad profunda que nosotros buscamos en la Palabra de Dios y de la cual no somos ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores. De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad […] El predicador del Evangelio será aquel que, aún a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por deseo de agradar a los demás, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No la oscurece por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla” (EN 78).
3. Estudiar y comunicar con calidad interior
Sólo con este culto a la verdad la actividad pastoral puede ser al mismo tiempo una contemplación, es decir, “comunicar lo que se está contemplando”. Esto es para S. Tomás lo más perfecto que podemos vivir en esta tierra, ya que combina la perfección de la contemplación con la perfección de la donación de sí en la acción (cf. ST II-II, 188, 6-7; 181, 3). Entonces, la acción adquiere tal calidad interior que el teólogo no se agota cuando comunica, no le angustia dejar su soledad reflexiva, porque en la comunicación contemplativa su carisma teológico se vuelve pleno. Como enseña S. Tomás, la acción comunicativa a su vez dispone para una mejor contemplación (cf. ST II-II, 182, 4, ad 3). Buenaventura sostiene lo mismo, pero insistiendo en la correlación que existe entre la vida interior y la comunión con el mundo externo. Por eso afirma que la perfección de la contemplación sólo se realiza cuando, además de contemplar a Dios en la intimidad, se lo puede descubrir en los otros (cf. II Sent 23, 2, 3). Demos gracias a Dios que nos ha llamado a esta experiencia preciosa donde contemplación y acción se viven de tal modo que se alimentan mutuamente.
Si este llamado a una comunicación contemplativa supone un tiempo de estudio con calidad interior, hay que dejar de entender el estudio como un momento de adormecimiento, donde renunciamos a vivir para entrar en una especie de letargo inútil. La búsqueda de la verdad, como la entiende S. Tomás es plena actividad. Es un receptivo abrirse a la verdad, pero con plena conciencia y entrega de sí, con deseo y altísima atención, como quien escucha al amigo con todo su interés, así como la vida eterna, donde no fabricaremos ni construiremos nada, será pleno acto, plena vida.
4. La vocación teológica
Esta entrega solitaria y silenciosa adquiere un acento mayor en algunas personas que dedican la vida a la teología y de ese modo enriquecen a la Iglesia provocando avances en la reflexión teológica y pastoral. En Argentina varios teólogos, a partir de su entrega sacrificada, han aportado mucho en nuestra historia pastoral y han sido decisivos en momentos de crisis, en etapas de cambio, o en el origen de muchas dinámicas pastorales. Pero para eso la Iglesia les ha pedido una cierta renuncia a la visibilidad, al vértigo de la acción más vistosa que hoy tanto se cotiza, o a la satisfacción de la variedad de relaciones que ofrece la vida de una parroquia. En nuestra Facultad estamos promoviendo mucho los grupos de investigación de docentes, que podrán traernos nueva vida teológica. Pero aun la investigación comunitaria exige el trabajo solitario.
La riqueza de la vida eclesial también necesita que haya huraños, como lo han sido Tello, Ferrara, Gera, Rivas, Briancesco y otros más jóvenes. Mucho tiempo solos, no para chatear, mirar televisión o navegar por Internet, sino para vivir una búsqueda árida y fecunda, esa kénosis donde se ruega, se clama, se piensa, se vuelve a pensar, se pide luz a Dios, se lee, se sufre, hasta que se enciende una pequeña luz, hasta que brota esa verdad que luego en una conferencia se dirá en una frase, o irá a parar a un breve párrafo de un apunte, o quizás a unos renglones de un documento. Pero saben que, cuando en la clase uno expresa eso que le costó sangre descubrir, en esas pocas palabras se entrega la vida. Posiblemente eso será lo que quede dando vueltas dentro de los oyentes. Por eso, esas pocas palabras justifican el empeño del estudio y la investigación, muchas veces incomprendido. Pero más allá de los resultados inmediatos, esa entrega de amor seguramente dará frutos, aunque no se pueda saber cómo ni cuando. A estos huraños de la Iglesia, muchas gracias.
La mayoría de nuestros alumnos no siente ese tipo de vocación teológica, pero eso no es excusa para renunciar a la experiencia teológica que la Iglesia sí les está pidiendo. Se los pide ahora, en las tardes de estudio, y se los pedirá en el tiempo de lectura y reflexión que les exigirá la tarea apostólica que el Señor les confíe.
5. Dar razón de la esperanza
El mundo necesita escuchar una verdad rumiada, penetrada, e intensamente amada. Ahora, si nos detenemos brevemente a prestar atención a la época en que vivimos, podemos decir que una teología comunicativa no debería buscar sólo dar razón de nuestra fe, sino también, como dice la Escritura, “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3, 15). Hoy hacen falta razones para esperar. El profesor Ortega nos ofreció algunas reflexiones sobre la encíclica Spe Salvi, ayudándonos a reconocer cómo la crisis de la posmodernidad es, en su entraña más profunda, una crisis de la esperanza.7 Si miramos bien al sujeto actual, en sus preocupaciones y angustias, podemos ver que no es simplemente un consumista encerrado en el momento presente, sino alguien lleno de incertidumbres, inseguridades y temores ante el futuro. Hoy, tristemente, no nos mueven tanto las utopías, los sueños, la esperanza, sino la necesidad de preservarnos. En lo cotidiano hablamos más de lo que produce desconfianza y decepción que de aquellas cosas que podrían movilizarnos a esperar y a construir. Por eso hoy nos hace falta un tipo de comprensión teológica que termine alentando las esperanzas humanas así como la fe suscita a la razón8. La teología, que nos hace participar del conocimiento amante de Dios, también nos hace participar de las razones que Dios tiene para seguir sosteniendo este mundo dramático. Nada lo hace desistir de seguir dándonos una oportunidad. Esa comprensión queremos alcanzar y comunicar en este momento histórico que nos interpela.
También nosotros somos inseguros, necesitados de aprobación y de apoyos. Arrojémonos con más confianza a cumplir nuestra misión. No se trata de hacer cosas admirables para demostrar que valemos. Se trata de dejarse llevar, permitiendo que el impulso del Espíritu nos conduzca donde quiera. Cada uno de ustedes es infinitamente valioso porque es infinitamente amado y tiene algo precioso para comunicarle a este mundo. Ese amor inmenso que nos sostiene es la mejor razón para seguir esperando y para comunicar esperanza.
6. Del amor al amor
Ahora hay que recordar que a nuestro esfuerzo por penetrar la verdad y al empeño por comunicarla, los une una cosa: precisamente el amor. Tanto la ciencia como la profecía, sin el amor “de nada nos sirven” (cf. 1 Cor 13, 1-3). El amor tiene mucho que ver con el mejor conocimiento teológico, porque produce un contacto directo con las realidades sobrenaturales, y así termina redundando en la inteligencia, de tal modo que quien mejor conoce es el que más ama. A su vez, el esfuerzo especulativo movido por el dinamismo del amor agrega nuevas razones para amar. Toda la realidad brota del amor de Dios, está atravesada por ese amor, y todo se orienta al amor. Es el motor que mueve al universo y le da sentido. Por eso decía Buenaventura que el mayor fruto de todas las ciencias es la caridad (“fructus omnium scientiarum”: De red art. 26). El fin de cualquier conocimiento, y particularmente de toda la Escritura (Ibíd.) está en terminar estimulando un acto de amor.9
Pero esto supone un camino, ya que ningún conocimiento, ni siquiera la teología, produce por sí mismo un crecimiento en el amor. Esto sólo sucede cuando a cada progreso en el conocimiento especulativo se une un nuevo intento por amar más, un nuevo ejercicio de autotrascendencia que nos abra y nos acerque más a los otros. Por eso, cada don de sí que realice el teólogo, cada renuncia por el bien de otros, lo orientará a la finalidad última de la teología: crecer en el amor, y en definitiva ser más bueno. Debido a este círculo virtuoso, en el reconocimiento gratuito del otro se produce la mejor disposición para alcanzar una nueva profundidad teológica, se abren más los ojos para que la especulación alcance una nueva penetración del Misterio.
Esto nos ayuda a entender en su raíz por qué un buen teólogo es alguien siempre preocupado por el pueblo, capaz de sufrir por y con los demás. Es difícil pensar hoy que pueda brotar una auténtica y sólida teología desde un confort individualista, indiferente y abúlico. En este sentido podemos recrear a Juan de la Cruz: “El más puro padecer trae el más puro e íntimo entender” (Cántico 36, 12). “No se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios sin entrar en la espesura del padecer de muchas maneras” (36, 13). Entonces, en este camino de la teología, en esta ofrenda que le hacemos a Dios de nuestro pensar, se integra todo: el cansancio de viajar todos los días hasta aquí, las dificultades laborales, los problemas familiares y comunitarios, las luchas que vivimos en nuestro proceso formativo, los dolores de la comunión eclesial. Todo eso, si no se traduce en un mero lamento egocéntrico, y se vuelve un dolor de amor, termina fecundando el pensamiento, llenándonos de sentido, de manera que tengamos algo real para comunicar a los demás.
Sepan disculparme si hablo de mí un minuto, pero creo sinceramente que mis épocas más tranquilas fueron las menos fecundas. Saben que me gusta escribir. Más allá del mayor o menor valor literario y especulativo que puedan tener esos libros, tuvieron mucha difusión en un público muy amplio. Pero detrás de cada uno de ellos hay algún dolor personal, hay una especie de parto, y yo podría tomar cada uno de esos libros y decirles cuál era la herida que estaba detrás.
7. El modelo paulino
Estamos en pleno año paulino. Si de comunicar una experiencia sapiencial se trata, creo que todo lo que hemos dicho está plasmado en la vida de San Pablo, tan capaz de entregarse entero a la predicación como de pasarse todo un invierno reflexionando y escribiendo la carta a los Romanos. Algunos han pretendido desfigurar su aporte presentándolo como un intelectual que desdibujó el sentido social del Reino de Dios para convertirlo en una propuesta doctrinal individualista y burguesa.
Es verdad que Pablo se movía en comunidades insertas en pleno paganismo individualista, cosa que preocupaba a los apóstoles de Jerusalén. Las características del paganismo de raíz griega, marcadamente individualista, contrastaban con el fuerte espíritu comunitario de los cristianos venidos del judaísmo. Por eso, cuando aprobaron la enseñanza de Pablo sobre la libertad cristiana, le pidieron sólo una cosa, imposible de practicar sin romper en pedazos la matriz pagana: “que tuvieran presentes a los pobres”. Pablo agrega: “cosa que siempre he tratado de hacer” (Gál 2, 10). Pablo tuvo que poner un gran empeño para demostrar, y demostrarse a sí mismo, que los paganos de Corinto podían ser auténticos cristianos, es decir, capaces de autotrascendencia. Esto explica los grandes temas de la primera carta que Pablo mandó a Corinto. Allí cuestionó la sabiduría que exaltaban los griegos (1 Cor 1, 17-21; 3, 18-20), destacó que Dios elige “lo que no es” (1, 28), atacó las pretensiones de vanidad y de gloria mundana típicas del individualismo pagano (4, 7-13), rechazó la idea pagana de libertad que atropella las convicciones de los hermanos (8; 9, 20-22; 10, 23-29), objetó una celebración eucarística donde se desprecia a los pobres (11, 17-22), presentó a la comunidad como un cuerpo donde todos se necesitan, sometió los carismas al bien de la comunidad (12-14) y alentó la colecta para las comunidades pobres de Judea (16, 1-4; 2 Cor 8-9).
Esto tiene poco que ver con el ególatra individualismo burgués, que establece la propia libertad débil como principio supremo y clave de toda decisión. Para el Pablo maduro, el cristiano está libre de las leyes, pero para ser esclavo del hermano (cf. Gál 5, 13) y llevar su peso (cf. Gál 6, 2). Por eso, a pesar de haber insistido tanto en nuestra libertad, no la consideraba un valor absoluto. Lo primero para el cristiano es el amor que libera.
En realidad, toda la enseñanza paulina está al servicio del gratuito don de sí. Decir que no nos justificamos por las propias fuerzas es un ataque a la idolatría del propio yo, a la auto adoración que impide un auténtico reconocimiento del otro. Eso explica que un teólogo de la liberación como Gustavo Gutiérrez insista en el “primado de la gracia de Dios en la vida de fe, y por consiguiente en la teología” y sostenga que “la convicción de la gratuidad del amor de Dios es la inspiradora de toda reflexión teológica”,10 también de la reflexión que alienta el compromiso con los más pobres. Por eso mismo, la reflexión de Pablo sobre la justificación gratuita y la libertad cristiana, que está en las cumbres más especulativas de las Escrituras, no le llevó precisamente a una vida de cómodo consumista, poco afecto a compromisos y riesgos.
La entrega misionera de Pablo, generosa y audaz, tiene mucho para decir hoy a tantos cristianos con pocas ganas de evangelizar, siempre a la defensiva cuidando sus tiempos de privacidad, sus espacios de placer o de autonomía, y a veces refugiados en una suerte de espiritualidad subjetivista que no alimenta un fervor generoso.
El encuentro de Pablo con Jesucristo fue al mismo tiempo, inseparablemente, un envío misionero. El Padre reveló en él a su Hijo “para que lo anunciara entre los gentiles” (Gál 1, 16). Por eso se nos cuenta que “en seguida se puso a predicar a Jesús” (Hch 9, 20). Pablo respondió a ese llamado con toda la vida. En su santa obsesión por darlo todo, prefería seguir ganándose el sustento con su trabajo manual.11
Su don de sí se refleja maravillosamente en algunos textos que vale la pena recordar:
“Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me hice todo con todos para salvar a algunos a toda costa” (1 Cor 9, 22).
“¡Celoso estoy de ustedes con celos de Dios!” (2 Cor 11, 2).
“¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo no arda por dentro?” (2 Cor 11, 29).
“Por mi parte, muy gustosamente gastaré todo y me desgastaré completamente por ustedes” (2 Cor 12, 15).
“¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente dolores de parto!” (Gál 4, 19).
No conocía una vida tranquila, ni podía entender que alguien se obsesionara por el placer, la comodidad o el descanso. Aun cuando él recibía algún consuelo de Dios, pensaba que era para poder transmitir ese consuelo a los demás:
“Dios nos reconforta en todos nuestros sufrimientos para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios” (2 Cor 1, 4).
No hay dudas quePablo es un reflejo de la radicalidad de Jesús en su entrega misionera, siendo al mismo tiempo un profundísimo teólogo y un apasionado comunicador.
8. Deseos finales
Todos ustedes, de una manera o de otra, están llamados a ser teólogos y docentes, teólogos y pastores. Por qué caminos irá la vida de cada uno de ustedes no lo sé. Pero sí sé que de cualquier manera la entrega generosa de ustedes en el estudio será fecunda.
Pido de corazón al Señor que nos bendiga a todos en este año lectivo que estamos comenzando. Necesitamos su gracia y su luz para ver mejor y para caminar juntos.
Que en este año podamos ante todo querernos unos a otros, reconocernos, aceptarnos como hermanos en la misma Iglesia que nos reúne. Que sepamos apoyarnos, alentarnos, y si es necesario levantarnos unos a otros.
Que el Espíritu nos conceda avanzar en la renovación misionera de esta Facultad, pero sabiendo que sólo podremos hacerlo desde el amor y la comunión fraterna, ya que quien no ama a su hermano “vive en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va” (1 Jn 2, 11).
Notas:
1.-Discurso del Decano de la Facultad de Teología de Buenos Aires en la apertura del Año académico, el 09/03/2009. Se mantiene deliberadamente el estilo del lenguaje coloquial en que fue pronunciado.
2.- B. Lonergan, Método en Teología, Salamanca, 1994, 341.
3.-Ibíd., 349.
4.-B. Lonergan, Insight. Estudio sobre la comprensión humana, Salamanca, 1999, 827.
5.- “El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario, sino al que podría llamarse antropológico o cultural […] tomando en cuenta al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea” (EN 63).
6.-J. Card. Bergoglio, “Significado e importancia de la formación académica”, Ponencia a la P. Comisión para América Latina, Roma, 18/02/2009.
7.-Cf. F. Ortega, “La esperanza y la historia. En diálogo con Spe Salvi”, en Consonancias 26 (Buenos Aires 2008) 6-9.
8.-Ibíd., 16-17.
9.-Precisamente por esta razón Buenaventura exhortaba: “No quieras extenderte más allá de lo que tu capacidad pueda alcanzar, pero tampoco permanezcas por debajo” (In Hex 19, 19).
10.-G. GUTIERREZ, “Juan Luis Segundo. Una amistad para toda la vida”, en Pastoral popular 251 (Santiago de Chile 1996), 36.
11.-Pablo aprendió en Tarso el arte de fabricar tiendas con tejidos rústicos (Hch 18, 3), oficio que desempeñó siempre (1 Cor 4, 12; 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8).