BOLETIN OSAR
Año 7 – N° 15

 

La experiencia de Dios y el estilo de vida teologal:
Fe, esperanza, caridad

Encuentro Nacional de Formadores

Antonio Jiménez Ortiz

En todas las lenguas conocidas existe una palabra para designar lo que de forma más o menos acertada llamamos «Dios». Y en todos los tiempos, los hombres, ante el asombro provocado por la belleza y el orden de este mundo y de este universo, espoleados por las realidades de la vida y de la muerte, por las preguntas del «por qué» y del «para qué», han buscado caminos que les descubran ese misterio último.

Sin embargo, el misterio de Dios no es pura oscuridad. Es luz… que nos deslumbra, y que nos obliga a pensar y a buscar. Y también a creer, porque Dios no es una evidencia, sometida al control de los sentidos. Es Alguien, que sólo puede ser encontrado en la fe, y del que sólo podemos hablar con metáforas o símbolos, con imágenes, que se ven siempre desbordadas, porque nunca serán totalmente adecuadas para expresar la Realidad última: no podemos prescindir de las imágenes sin permanecer mudos, aunque nunca podremos identificar a Dios con ninguna de nuestras imágenes.

Sobre Dios no hay que guardar silencio absoluto, pero sobre Él sólo podemos hablar análogamente, comparativamente. Dios no forma parte de nuestra realidad mundana. Es el presupuesto incondicionado de todo lo que existe, y nuestro saber no puede disponer de Él, como si se tratase de un objeto entre otros objetos. Es el fundamento último del que vivimos, en el que realmente nos comprendemos, y en el que morimos. En la cuestión de Dios se juega el sentido de nuestra vida y de nuestra muerte, el sentido de nuestra historia y de toda la realidad. Y los cristianos confesamos que en Jesús de Nazaret, el Cristo, hemos descubierto el rostro de ese Misterio.

La experiencia cristiana de Dios

Hablar hoy de la experiencia de Dios no resulta fácil: por la complejidad del término «experiencia», que tiene diversos significados; por la confusión que reina sobre él en el campo religioso; por las dificultades que crea a la experiencia religiosa un contexto cultural, condicionado por la increencia, por la mentalidad empirista y positivista, por el influjo difuso de la llamada «nueva religiosidad» con un concepto de «experiencia religiosa» totalmente subjetivo y de tintes irracionales, y porque en la llamada «experiencia de Dios» hablamos de «experimentar» un Misterio que se escapa a nuestros controles humanos.

Conviene tener claro que cuando tratamos de la experiencia religiosa, no estamos proponiendo algo puramente sentimental o emotivo. La experiencia, como la entendemos aquí, se contrapone a la especulación pura, pero siempre ha de incluir la razón. Consideramos la experiencia como un conocimiento vital de la realidad, que se podría describir como un «encuentro» entre mi persona (con su inteligencia, con su voluntad, con su afectividad, con su propia historia) y algo o alguien que está ahí, que no es creado por mí. Y en ese encuentro me siento afectado, transformado en mayor o en menor medida. Entendiéndola así, la experiencia no puede ser presentada como algo puramente subjetivo. En toda experiencia humana profunda (experiencias de confianza, amistad, amor, experiencias de sufrimiento, experiencias estéticas o religiosas…) hay una dimensión objetiva: la realidad que me sale al encuentro.

Y en estas experiencias, por su misma riqueza y complejidad, son necesarios el símbolo y la interpretación. El símbolo actúa como un «puente» que me conduce a los estratos profundos de la realidad. Pero el símbolo no es un simple signo arbitrario, no es como una señal de tráfico, diseñada de forma totalmente libre y creativa, para expresar una indicación o prohibición. El símbolo es algo concreto (p. ej., el agua), a lo que se vinculan de forma inmediata ciertas experiencias humanas (la sed, la vida, la muerte…). La presencia del símbolo rompe la superficie de la realidad y nos desvela estratos profundos de ella. Y así los símbolos del «azúcar blanca» o «negra sal» nos iluminan las sorprendentes paradojas del «amor de hombre», como cantaba el grupo Mocedades.

Toda experiencia es una experiencia interpretada. ¿Por qué? El ser humano que se abre a un encuentro con un poema, con un acontecimiento, o con una persona percibe esa realidad desde su propio horizonte de comprensión, desde los condicionamientos de su contexto sociocultural, desde sus preocupaciones vitales, es decir, desde un marco interpretativo propio. Pero interpretar no significa inventar o crear, sino profundizar en la realidad desde una perspectiva determinada. Por eso el sujeto debe ejercer una consciente autocrítica y utilizar controles externos a la experiencia, de manera que la realidad que se ofrece en ella no sea traicionada ni mutilada, y pueda ofrecer su mensaje auténtico.

No conviene olvidar nunca que Dios no se deduce de la experiencia, que no es fruto de ella. Pero sólo puede ser descubierto desde una experiencia humana. En toda experiencia religiosa podemos hablar de cierta estructura básica: un sujeto tiene un encuentro o una relación con una realidad que cree trascendente, que se le impone como lo último y definitivo, con unas consecuencias determinantes para su persona y su vida (cambio de actitud, transformación interior, conversión…). Esta experiencia religiosa está mediada por símbolos y necesita de la interpretación (creyente) del sujeto para discernir su sentido religioso.

En el cristianismo los elementos esenciales de la experiencia religiosa son: la experiencia del Dios vivo de Abrahán, de Isaac y de Jacob, en el encuentro con Jesucristo, bajo la guía del Espíritu Santo, por la mediación de la Iglesia. Cuando hablamos de la experiencia cristiana de Dios no estamos tratando de la experiencia de una trascendencia anónima o de un absoluto sin rostro (como es el caso de las llamadas experiencias cumbre o experiencias oceánicas). Es el Dios que se revela en la historia de un pueblo, Israel, a través de múltiples experiencias de revelación a lo largo de los siglos. Pero los cristianos confesamos que en Jesucristo se nos revela definitivamente Dios. Jesús es el mediador último y definitivo de su Misterio.

En el seno de la Iglesia, a lo largo de los siglos, a través de la Palabra de Dios y de los sacramentos, por medio de la transmisión de la fe, con el testimonio vivo de los cristianos coherentes, tiene lugar, con los condicionamientos culturales y sociales propios de cada época, la experiencia de Dios, que nos revela su rostro y el sentido de su Misterio de amor en el rostro de Jesús crucificado y resucitado. Se trata de una experiencia personal con una esencial dimensión comunitaria, eclesial.

El Espíritu Santo guía y sostiene el corazón del que busca, consciente o inconscientemente, ese encuentro con el Misterio de Dios. El Espíritu es la brújula que nos orienta y la luz que nos ilumina el camino hacia esa experiencia del Dios de Jesucristo.

El Dios que anuncia Jesús

 

Judíos, cristianos y musulmanes creemos en el Dios misericordioso de Abrahán, Isaac y Jacob. Para nosotros los cristianos, sin embargo, Jesucristo es la revelación definitiva de Dios, el mediador por excelencia de su Misterio de amor y de salvación, porque Jesús, según la fe cristiana, pertenece esencialmente a ese Misterio: lo confesamos el Hijo de Dios. Por eso acostumbramos a decir que creemos en el Dios de Jesús. Cuando se analizan los evangelios desde el punto de vista histórico, se descubre que la experiencia de Dios que tiene Jesús, es una experiencia singular, única, original, exclusiva en su contexto religioso judío. Jesús no se puede entender sin Dios.

En casi todas las religiones antiguas la idea de Dios como Padre de los hombres está presente con matices diversos, interpretándose incluso en el sentido biológico de procreación. En el Antiguo Testamento, a Dios se le llama Padre en ciertas ocasiones, dejando claro, sin embargo, que se trata de una relación paternal con el pueblo o con el rey de carácter adoptivo, por elección de Yahvé. Y en el judaísmo antiguo la designación de Dios como Padre no aparece como algo central.

En el caso del vocablo arameo abba, utilizado por Jesús, podemos decir que en el judaísmo más o menos contemporáneo a los orígenes cristianos, no se utiliza ni para designar a Dios ni para invocarlo. Esa palabra procedería del balbuceo infantil como nuestro «papá», y debiera ser traducida por la expresión «padre querido». Con esta palabra se dirigían los niños en la intimidad familiar a su padre, y también la empleaban los adultos en la relación con personas de especial veneración: abba se usaba en diversas situaciones de la vida cotidiana con una connotación afectiva especialmente acentuada. Jesús, con gran sorpresa para la gente, utilizó este término para hablar de Dios y para dirigirse a Él. Abba supone confianza y obediencia, abandono en Dios y reconocimiento de su soberanía, una experiencia única y original de la inmediatez de Dios. Jesús se siente el Hijo y lo percibe como Alguien muy cercano, directamente accesible, en una familiaridad espontánea1.

Jesús experimenta a Dios como el poder que genera vida, que sólo quiere el bien y que se opone a todo lo que hace daño al ser humano. Es el Dios creador que alienta e impulsa todo lo que existe: «Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?» (Mt 6, 26).

En medio de una historia humana llena de dolor y esperanzas nunca cumplidas, Jesús confía en la ternura de Dios. Y esa confianza es la clave de su libertad sorprendente e insobornable frente a la ley y a los poderosos, libertad vivida como servicio y entrega total hasta la muerte. Jesús anuncia a Dios como salvación integral y definitiva. Dios no es el enemigo del hombre. Dios le libera de las cadenas que atan su corazón y su conciencia: el pecado, el egoísmo, el odio, el miedo, el legalismo, la angustia, la desesperanza… El Dios de Jesús no es un verdugo al acecho de nuestros errores. Es el Padre que quiere nuestra felicidad y nuestra salvación: «Jesús los oyó y les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los que se encuentran mal. Id y aprended lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificio». Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13).

Dios es aquél que ama y perdona sin límites. El cristiano manifiesta su condición de hijo de Dios, cuando deja arraigar en su corazón los sentimientos de Dios, cuando ama y perdona: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (Lc 6, 36-37). Y el perdón desactiva el odio y ofrece un espacio donde hace germinar una nueva vida.

El Dios de Jesús es también un Dios sorprendente y desconcertante, que rompe nuestros esquemas y nuestros planes. Jesús lo sintió en su propia carne en la soledad terrible de Getsemaní, cuando vio cómo se acercaba la muerte: «Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejase de él aquella hora. Decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14, 35-36). El Dios de la salvación y de la misericordia sigue siendo un Misterio: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes de vuestros planes» (Is 55, 8-9).

Pero ese Misterio es, en la experiencia de Jesús, un Misterio de amor: ofrece un futuro a todos los que carecen de él. Transforma el corazón del ser humano por la fuerza de una esperanza, que va más allá de la muerte. En libertad y responsabilidad, el cristiano se pone en camino hacia el futuro sorprendente de Dios, que desbordará nuestras expectativas y esperanzas. La fe no nos evita las experiencias del desierto o de la oscuridad, de la soledad o del sufrimiento. Pero es la luz que ilumina el denso misterio de la vida y del corazón humano. La fe nos descubre a Dios como Alguien en quien se puede confiar y en quien se puede uno abandonar, porque el futuro está en sus manos y es obra de su misericordia infinita: «No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes. Bástale a cada día con su afán» (Mt 6, 34).

Y el Dios de la experiencia cristiana es un Dios trinitario

 

Ante esta afirmación de la fe nos sentimos, a veces, desconcertados: el Misterio de Dios parece convertirse en un enigma. Sin embargo pronunciamos con frecuencia esta confesión de fe en la realidad trinitaria de Dios, cuando hacemos la señal de la cruz: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Y esta fórmula es una síntesis de nuestra fe, del centro y del fundamento de todo el misterio cristiano: a través de la experiencia de Jesús, desde la fe en Jesús el Señor, nosotros descubrimos al Padre como misericordia infinita, que se revela en Jesucristo, por la fuerza del Espíritu Santo.

¿Quién es Dios? ¿Una mónada solitaria? ¿Un cometa helado y extraño, que alguna vez se cruza por nuestra vida, volviendo siempre a la soledad y oscuridad de su misterio impenetrable? Creer en la Trinidad de Dios es aceptar que Dios es amor, encuentro, comunión de personas, que en Él se realiza el sueño imposible del corazón humano: ser uno mismo, original y único, en la comunión total con los que nos aman.

Nos podemos apoyar en esta experiencia del amor humano para acercarnos a los aledaños de esa verdad cristiana: la persona se encuentra a sí misma, cuando «se pierde por amor», se enriquece y madura cuando «se vacía por amor». Este amor es fecundo, crea vida. Y, a veces, desde la paradoja y la poesía, el que ama y el amado contemplan ese Amor como una realidad que ha hecho que se encuentren, que se entreguen el uno al otro, que sea posible la comunión de los corazones en el respeto de la originalidad de las personas. Pero esto son sólo pálidas y pobres imágenes de la realidad del encuentro y del amor en el seno de Dios.

Intentando hablar de este misterio con nuestras limitadas palabras, podríamos expresar esta verdad nuclear de la fe, diciendo que el Padre no recibe el ser de nadie, Él es el Absoluto, la Fuente desde siempre. Dios Padre como amor infinito se entrega totalmente a Otro, al Hijo. En esto consiste su ser como misterio inaudito de poder y de generosidad. El Hijo, como «Luz nacida de la Luz, como Dios verdadero nacido del Dios verdadero» recibe del Padre todo lo que es, en una actitud de dependencia radical. ¿Y el Espíritu? Él es el Amor mismo con el que el Padre no cesa de engendrar a su Hijo, y con el que el Hijo no cesa de amar al Padre. El Espíritu es el ser personal, vínculo de amor y de vida, que identifica y une al Padre y al Hijo en una misma esencia.

Atreviéndonos a describirlo con una imagen, que ilumine algo ese Misterio de amor: el Padre es comunicación plena de vida infinita, es manantial que se desborda y derrama su agua, haciendo brotar el río, que es el Hijo, cuyo caudal es todo lo que el manantial le da. Así el Hijo es igual al Padre, unidos por la misma corriente de vida en una identidad plena y total («El Padre y yo somos una misma cosa» (Jn 10, 30), porque «¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 10)). Y al mismo tiempo hay distinción entre ambos: el manantial no es el río, aunque el agua que corre por el río no sea otra que aquella que brota de la fuente: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). Y el Espíritu tendría que ser contemplado como el «agua viva» que surge del manantial y que corre por el cauce del río.

El estilo de vida teologal

 

El núcleo de la experiencia cristiana es el encuentro con el Misterio de Dios, revelado en Jesús el Señor, guiado, sostenido, iluminado por la fuerza del Espíritu Santo. Ese encuentro supone el inicio de un largo camino de conversión personal, que transforma la interioridad del creyente y lo lleva a plantearse su vida con coherencia, a vivir según un estilo concreto: se siente hijo del Padre, vive en su presencia, intenta actuar según su voluntad. Y esto se convierte en una gozosa realidad que va creciendo cuando la relación con el Misterio de Dios está sustentada por una confianza filial, llena de ternura y afecto, una confianza que abarca a toda la persona del cristiano, que significa entrega serena en el designio del amor de Dios. Vivir de la bondad infinita del Padre, imitar esa bondad incondicional en la fragilidad y debilidad, con los condicionamientos de todo momento histórico en el seguimiento concreto de Jesús es nuestra gran tarea como cristianos, y la tarea de los jóvenes que quieren hacer una opción sacerdotal libre y madura.

Este seguimiento de Jesús, intentando vivir según los valores evangélicos, sólo es posible por la presencia del Espíritu que nos capacita para vivir el amor del Padre y la compasión de Jesús en los límites de nuestra vida diaria. El Espíritu es el principio generador y animador de todo el desarrollo de nuestra experiencia religiosa, de nuestra vida teologal con su gracia, con su luz, con su fuerza. La vida según el Espíritu es la vida como hijo adoptivo de Dios, en una decisión libre, sostenida por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad (cf. Rom 8, 14-17).

«Consiguientemente al referirse a esa novedad de existencia, que nos ha llegado con la predicación evangélica, suscitando un hombre nuevo, se hablará de vida divina, de vida cristiana, de vida espiritual. La primera fórmula acentúa el origen y el contenido (Dios se da al hombre), la segunda designa la mediación encarnativa y la forma paradigmática de ella para nosotros (es la vida misma que el hombre Jesús como Hijo vive); la tercera indica que es Dios mismo quien se integra a nuestra subjetividad, como contenido de ella y nos integra a nosotros en la realización de la suya (al hombre, que es espíritu, Dios se le da desde dentro de él como Espíritu). De estos tres acentos en el punto de partida surgen otras derivaciones prácticas, poniendo en primer plano: la fidelidad y obediencia a Dios, la imitación y amor a Cristo, la docilidad al Santo Espíritu con la consiguiente implicación experiencial»2

La fe es el punto de partida, el marco en el que se vive el estilo de vida teologal. Se funda en una opción libre que ha descubierto, experimentado la ternura de Dios. Implica una actitud inteligente, libre, dócil de abandono en la misericordia de Dios, ofrecimiento de la propia persona y de su historia, afectividad centrada en él como valor supremo de la existencia, asentimiento a su Palabra y obediencia a su voluntad. El proceso interior se desarrolla desde la libertad, bajo el influjo de la gracia del Espíritu, haciendo que la afectividad y la inteligencia, iluminadas por el Misterio, se abran a la realidad del amor en la vida concreta, intentando ser un reflejo eficaz y transformante de la bondad de Dios: «(…) puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús» (Heb 12, 2).

Desde el seno de la comunidad eclesial, el joven debe ir viviendo la fidelidad a la Palabra de Dios, el reconocimiento de las mediaciones históricas, la actitud de conversión, la disponibilidad, la apertura a la realidad, la celebración litúrgica del Misterio, la oración personal y comunitaria, el testimonio fiel… En el camino interior de esta experiencia teologal van surgiendo preguntas, dudas, dificultades, oscuridad: el corazón humano se resiste a entregarse definitivamente y a nuestra inteligencia le cuesta abrirse al Misterio. La certeza de la fe se funda en el compromiso de Dios con nosotros, con la historia, con la búsqueda de salvación del ser humano. La verdad de Dios, que es lo mismo que decir su amor, su misericordia, su gracia, son el fundamento de nuestra fe y la roca firme que nos sostiene ante la fragilidad de nuestra opción, ante los límites de nuestra inteligencia, en la debilidad de nuestra voluntad, en las experiencias del sufrimiento y de la muerte que golpean nuestra sensibilidad y oscurecen nuestro horizonte humano y creyente.

El ser humano vive porque espera y porque tiene esperanza. Sin ésta es imposible la vida. «La espera se hace esperanza genuina cuando el hombre confía de un modo más o menos firme en «ser siempre» y cuando descubre que aquello en que su confianza se apoya es el fundamento gratuito, creador y obsecuente de la realidad. En cuanto aspira a «ser siempre», la esperanza humana es trascendente a la muerte, rebasa el límite de la existencia proyectiva; en cuanto que existe apoyada sobre una donación fundamentante y gratuita, la esperanza -que siempre es, como sabemos, interrogación confiada o confianza interrogante- supone el coloquio metafísico y transversal con un «Tú» absoluto. Esperando así, el hombre da figura tempórea al sentimiento y a la realidad de su religación: espera en «lo que hace que haya», en la Divinidad. La esperanza, en suma, sólo puede ser genuina siendo de alguna manera religiosa»3.

La resurrección de Jesús de entre los muertos es el fundamento y la síntesis de la esperanza cristiana, pues en ella tenemos la confirmación de todas las promesas de Dios, es el sí de Dios a su creación y a la historia humana (cf. 1 Ped 1, 3-4; 2 Cor 1, 20). La esperanza cristiana como acto del creyente no resulta fácil: exige abandono radical en el amor misericordioso de Dios como única garantía y, al mismo tiempo, el reconocimiento de nuestra impotencia absoluta para lograr la salvación. Esto implica rupturas, descentramientos, éxodos, renuncias, conversión permanente… Sin la presencia del Espíritu en el corazón del cristiano no sería posible la experiencia de la esperanza teologal: «Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 1-5).

Por eso la certeza de la esperanza no es de tipo intelectual. No disponemos de ninguna seguridad tangible: sostenidos por la confianza firme y decidida en el amor de Dios nos sentimos salvados en esperanza (cf. Rom 8, 24). Y por tanto todavía en camino por la historia, nos enfrentamos con la responsabilidad de seguir viviendo y actuando con coherencia4. De aquí la necesidad de descubrir y hacer realidad la dimensión comunitaria de la esperanza teologal. No es una aventura individualista. Es una experiencia personal en el seno de la iglesia: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 4-6).

Pero esta dimensión eclesial no evita al joven cristiano la soledad, la vivencia de sus límites y de la precariedad de sus proyectos humanos, el esfuerzo constante por lograr la comunión a pesar de los fracasos en la fraternidad, no le ahorra la prueba del cansancio que a veces ahoga la esperanza. Cultivar la esperanza supone vivir con misericordia, inclinarse sobre el ser humano y sostenerlo en su caminar a través de la historia, luchar contra el poder de la muerte y de sus manifestaciones (cf.1 Cor 15, 26), resistiendo a toda clase de ídolos, huyendo del fatalismo y también de las pretensiones autosuficientes. Vivir en la esperanza significa ser personas de comunión en el pueblo de Dios, testimoniar con fidelidad, con signos reales el amor de Dios, trabajar por la plena liberación de la creación (cf. Rom 8, 20)5.

El centro y el vértice de la vida teologal es la caridad: «Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Con frecuencia pensamos en la caridad como exigencia, como consecuencia coherente de la fe. Y olvidamos la realidad primordial de la revelación cristiana: desde siempre Dios nos amó de forma incondicional. Podemos amar de verdad porque siempre fuimos amados. Éste es el elemento nuclear de la virtud de la caridad, y de toda la vida teologal: «Y la esperanza no será confundida, pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).

Por tanto la experiencia del amor como «agape» brota de la gracia, de la presencia de Dios en nuestra frágil realidad humana. Y, desde la libertad del sujeto creyente, ilumina y fecunda la vida, genera actitudes para el bien y la belleza, crea una nueva mentalidad según el corazón de Jesús. Esta realidad trinitaria provoca una profunda transformación interior y consecuentemente desemboca en el compromiso en la historia concreta de cada día: ama a Dios quien intenta realizar con su vida, en la medida de sus fuerzas, el empeño de ir haciendo un mundo más justo y más humano.

Dimensión trinitaria y dimensión histórica de la caridad subsisten, crecen y se irradian juntas. Si no se capta su unidad y su centro, si se concibe la caridad al margen de la realidad concreta, al margen de las inquietudes y búsquedas de la humanidad, si separamos la creación del proyecto eterno de Dios sobre ella reducimos y falseamos la experiencia de la caridad6. Por eso en la vivencia personal de esta virtud teologal deben ir íntimamente unidas la oración y la solidaridad, la eucaristía y la actitud de servicio, el sentido de iglesia y la apertura cordial al mundo histórico que nos ha tocado vivir. Y esto conlleva el rechazo del individualismo y del egoísmo, la consistencia de la opción de fe, la conciencia eclesial, el sentido de la misión, la capacidad para la renuncia, para la compasión y la misericordia.

Dificultades en la formación para una consecuente vida teologal

 

En el marco de las dificultades que hoy tienen los jóvenes para una experiencia personal de Dios, que ya expusimos anteriormente, concretamos cierta realidades, tendencias o fenómenos que hacen difícil la maduración de las virtudes teologales.

En el caso de la fe un grave problema lo plantea el concepto de libertad. Los jóvenes han ido creciendo con la idea de la libertad como espontaneidad, es decir, sin la presencia de la voluntad, y como supremo valor de la existencia. «No depender de nada, no comprometerse a nada, no venerar nada es una libertad vacía y errática. Si identificamos la libertad con la espontaneidad, nos sometemos al impulso o a la presión del ambiente. Hacer lo que me da la gana no es ser libre, es obligarme a hacer lo que la gana decide hacer»7.

Así la obediencia aparece como contraria a la libertad, y se olvida que la voluntad, imprescindible para una libertad madura, se aprende mediante la obediencia a una idea, a un proyecto, a una vocación8. En lugar de decir. «Eduquemos para la libertad», convendría afirmar: «Hay que educar para la autonomía». Pues de lo contrario cualquier exigencia se puede vivir como un atentado contra la libertad. La búsqueda de autonomía, sin embargo, me puede iluminar sobre las cosas de las que debo liberarme (coacciones, miedos, agresividades, caprichos…) y sobre aquello a lo que debo vincularme y también someterme (como el respeto, el amor, el compromiso…). Así todo compromiso limita mi libertad de alguna manera, pero puede enriquecer mi autonomía, entendida como inteligencia abierta a una coherente escala de valores y aplicada a la dirección de la propia vida, como capacidad para elegir los propios fines, justificar nuestra decisión y tener energía para realizarlos9. Porque la libertad como puro despliegue del juego de ser libre se parece mucho al mecanismo de la bolsa financiera. Al final, nadie sabe lo que valen los valores. Convertir la libertad en el valor supremo produce una desvinculación generalizada, una equivalencia universal, que acaba conduciendo a la apatía y al desinterés10. Si se coloca la libertad en la cumbre de los valores, no habrá ningún otro valor que justifique las limitaciones de la libertad, lo que resulta disparatado y a veces criminal.

Estas reflexiones tocan un punto candente del perfil humano de la actual generación juvenil, que condiciona gravemente la consistencia de la decisión de creer, ya que sin una libertad que sabe de renuncias y de compromisos no resulta posible la aventura de la opción creyente.

Y otro déficit problemático para la fe es la falta de confianza, la frágil capacidad para entregarse. Aquí hay una deficiencia psicológica: la falta de seguridad personal que genera una identidad frágil, hace al sujeto muy vulnerable y remiso a entregarse. No está preparado para dar el corazón. Y también hay factores ambientales que obstaculizan la posibilidad de fiarse: el relativismo social y el escepticismo posmoderno.

En el seno de esta sociedad compleja los jóvenes se enfrentan a una de sus consecuencias más dramáticas y que más condicionan la comunicación y la experiencia de la fe: la relativización de los sistemas de significado, elaborados colectivamente y transmitidos en los procesos de socialización. Esta relativización, que supone el rechazo de cualquier pretensión de hegemonía cultural o ideológica, implica la crisis generalizada de las instituciones que han sostenido durante décadas la socialización de los individuos. Se cuestionan los contenidos que hay que transmitir, los métodos utilizados, el papel y la competencia de los agentes transmisores, las metas propuestas tradicionalmente. Y el escepticismo posmoderno socava los fundamentos de los «grandes relatos», de las grandes palabras, de las grandes pasiones…11, que aparecen veladas también por las consecuencias axiológicas de una mentalidad empirista que hace que el sujeto quede encallado en las arenas del provocador mundo de los sentidos.

Y la virtud de la esperanza puede naufragar con una concepción del tiempo que ha quedado reducido al presente. La posmodernidad con su falta de sentido histórico ha propiciado la exaltación del presente: así se evita el peso del pasado y la angustia que provoca el futuro. Se pierde la perspectiva histórica y se analizan con temor y escepticismo las proyecciones hacia el porvenir. En los jóvenes ha calado profundamente este mensaje: lo decisivo es vivir aquí y ahora. En los últimos años ha ido creciendo un presentismo vitalista muy vinculado al disfrute del bienestar económico y de los lazos afectivos.

El futuro es vivenciado por los jóvenes como una auténtica amenaza. En su vida cotidiana se pueden rastrear la perplejidad, la inseguridad y la preocupación que provoca ese futuro incierto y complejo. La dolorosa discrepancia entre el deseo de independencia y los límites reales de la misma ha sido, en opinión de algunos, una de las razones más poderosas por las que esta generación de jóvenes ha instituido y casi sacralizado su radicación casi exclusiva en el presente. En esta nueva temporalidad el deseo de vivir al día ha sustituido a la planificación del proyecto a largo plazo.

Se ve cómo pueden escasear los elementos antropológicos para una experiencia de la esperanza cristiana, sobre todo cuanto a esto se añade la poca capacidad de espera, de aguante, de paciencia. Todo debe ser inmediato. Rige la mística del botón o del teclazo: «El usuario de cualquier ordenador aprende día tras día, en contacto con el aparato, que la dilación en la respuesta de la máquina será sólo el signo de una deficiencia en las conexiones, los periféricos, la potencia interna, la estructura del programa, la insuficiencia, en fin, de la tecnología porque lo esperable es la prontitud. La informática, en suma, ha enseñado que cualquier deseo expuesto ante el teclado debe obtener su satisfacción al momento. No tras un plazo de espera, después de realizar una gravosa operación, a continuación de elaborar una meditación, sino de inmediato, como mediante un rebote de nuestra orden en su cumplimiento, un correlato directo del mandato»12.

Habiendo crecido con el hábito de la gratificación inmediata, no han adquirido la solidez necesaria para enfrentarse con decisión a las frustraciones. Adolecen de poca capacidad para soportar el sufrimiento y el fracaso, para poder aguantar, para resistir, para esperar. La ascética y la disciplina, la paciencia no están de moda. Todo lo que supone renuncia o austeridad se ha desvalorizado en beneficio del deseo y de su gratificación inmediata. Y esto puede condicionar la capacidad de apertura hacia el futuro.

Y por otro lado podemos comprobar la poca credibilidad que los jóvenes conceden a las categorías y elementos de la escatología cristiana: el escepticismo se une a una curiosidad que se orienta, a veces, por otras propuestas no cristianas como, p. ej., la reencarnación por el influjo de la Nueva Era.13

La caridad tiene hoy buena prensa. Y se puede decir que está de moda entre los jóvenes con nombres como voluntariado, colaboración, solidaridad, nuevos movimientos sociales. Estos gozan de un amplio favor entre el público joven. Pero este entusiasmo puede tener los pies de barro: en esos nuevos movimientos sociales uno no tiene por qué afiliarse o sacarse un carné, puede incorporarse y dejarlo cuando quiera, en ellos no hay militancias estrictas ni obligaciones regulares. No todos esos movimientos provocan el mismo entusiasmo. En general, tienen mayor aceptación los que representan una llamada a la solidaridad.

No resulta difícil imaginar que la mayoría de los jóvenes conecten cordialmente con el pensamiento y las metas de estos movimientos. Lo que realísticamente no se puede esperar es un compromiso masivo con ellos: «Porque lo que se desea son vínculos más sueltos y flexibles, que no le aten y le obliguen a uno. Lo comunal, los grupos y los líderes, las banderas, no se desean estables sino que puedan cambiar en cada momento. Se quieren espacios de maniobrabilidad y preservar siempre el propio bienestar, que se piensa compatible con los esfuerzos por la igualdad y la solidaridad»14.

Si en la sociedad prima la ética de la diversión sobre la ética del esfuerzo, la búsqueda del propio interés sobre la responsabilidad pública, la crítica sobre la reflexión, la exaltación del tiempo libre frente al compromiso laboral, entonces no es de extrañar que los jóvenes, en estas circunstancias, orienten sus energías hacia la fruición y el placer. El presentismo juvenil, que reduce el horizonte axiológico a la valoración de lo que ahora se esté gozando o viviendo, parece ser la única actitud sana. Por tanto su comportamiento está orientado hacia el consumismo hedonista, llegando incluso a la instrumentación del trabajo con el fin exclusivo de conseguir el dinero para ello.

Los jóvenes se consideran a sí mismos como consumistas. Viven atrapados en esta tendencia presente en toda la sociedad y marcados también por sus consecuencias. Si los padres piensan que sus hijos deben tener lo que ellos no pudieron disfrutar en su juventud, esos adolescentes y jóvenes percibirán el consumismo como algo ajeno al trabajo y al esfuerzo. No se trata de una recompensa por lo que hacen u ofrecen. Es un derecho que se ha de ejercer gastando en cuanto sea posible, sin miramientos con los continuos equilibrios a que están sometidas las economías domésticas. Este afán consumista puede operar, en bastantes casos, como elemento compensatorio de sentimientos de inferioridad, de soledad o de fracaso.

La actitud pragmatista de los jóvenes actuales, orientados normalmente hacia lo práctico, lo útil, hacia aquello que produce jugosos intereses, ya sea en lo económico, como en lo social o afectivo, no parece ser un buen camino para entregarse al Misterio de Dios en actitud de gratuidad y agradecimiento y para un altruismo generoso y abierto. Existe la sensibilidad, pero no el compromiso decidido. Hay simpatía hacia los valores finalistas (solidaridad, tolerancia, lealtad…) pero no se da la convicción necesaria para aplicar los valores instrumentales necesarios: «Me refiero a los déficits que presentan en valores tales como el esfuerzo, la autorresponsabilidad, el compromiso, la participación, la abnegación (que ni saben lo que es), el trabajo bien hecho, etc. Pienso que la escasa articulación entre valores finalistas y valores instrumentales está poniendo al descubierto la continua contradicción -amén de la dificultad- de muchos jóvenes para mantener un discurso y una práctica con una determinada coherencia y continuidad temporal, allí donde se precisa un esfuerzo cuya utilidad no sea inmediatamente percibida»15.

Y es que además «vivimos el mediodía de los derechos y el crepúsculo de los deberes. Reivindicamos sin responsabilizarnos, lo que parece tan incongruente como querer ascender a una montaña deslizándose sobre esquíes»16.

 

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1.- Sobre la experiencia de Dios en Jesús de Nazaret, cf. J. JEREMIAS, El mensaje central del Nuevo Testamento, Ed. Sígueme, Salamanca 1966, 15-36; G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Ed. Sígueme, Salamanca 1975, 130-135; J. BLANK, Jesús de Nazaret. Historia y mensaje, Ed. Cristiandad, Madrid, 1982; E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La Historia de un Viviente, Ed. Cristiandad, Madrid 21983, 232-244; R. FABRIS, Jesús de Nazaret. Historia e interpretación, Ed. Sígueme, Salamanca 1985, 151-155; J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e Historia, Ed. Herder, Barcelona 1993, 250-259; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús, Ed. Sígueme, Salamanca 1995, 183-213.regresar

2.- O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 21998, 817-818.regresar

3.- P. LAÍN ENTRALGO, Antropología de la esperanza, Ed. Labor, Barcelona 1978, 190-191.regresar

4.- Cf. J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona 1972, 64.regresar

5.- Cf. D. MONGILLO, Virtudes teologales, en F. COMPAGNONI – G. PIANA – S. PRIVITERA (dir.), Nuevo Diccionario de Teología Moral, Ed. Paulinas, Madrid 1992, 1912-1913.regresar

6.- Cf. D. MONGILLO, o. c., 1914.regresar

7.- J. A. MARINA, Crónicas de la ultramodernidad, Ed. Anagrama, Barcelona 2000, 202.regresar

8.- Cf. J. A. MARINA, El misterio de la voluntad perdida, Ed. Anagrama, Barcelona 41998, 184.regresar

9.- Cf. J. A. MARINA, Crónicas de la ultramodernidad, 148. 203.regresar

10.- Cf. J. A. MARINA, El misterio de la voluntad perdida, 208.regresar

11.- Cf. los datos estadísticos que sostienen esta reflexión sobre las dificultades para la fe en A. JIMÉNEZ ORTIZ, La comunicación de la fe y el perfil humano de los jóvenes de los 90, en «Proyección» 43(1996) 137. 146; ID., ¿Los jóvenes españoles bajo el influjo de la posmodernidad?, en «Salesianum» 61(1999) 92-93; F. ANDRÉS ORIZO, Jóvenes: Sociedad e Instituciones, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, Fundación Santa María, Madrid 1999, 76. 84.regresar

12.- V. VERDÚ, Todo es inmediato, en el periódico «El País», 7.9.2000, 30.regresar

13.- Cf. los datos estadísticos sobre este punto acerca de la vivencia de la esperanza en los jóvenes en A. JIMÉNEZ ORTIZ, La comunicación de la fe y el perfil humano de los jóvenes de los 90, 146. 147. 148-149; ID., Los interrogantes que plantea la religiosidad juvenil, en «Proyección» 43(1996) 198; ID., ¿Los jóvenes españoles bajo el influjo de la posmodernidad?, 95-96. 98; J. ELZO, Reflexiones finales, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, 428. 431. 433.regresar

14.- F. ANDRÉS ORIZO, Jóvenes: Sociedad e Instituciones, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, 74.regresar

15.- J. ELZO, Reflexiones finales, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, 432.regresar

16.- J. A. MARINA, Crónicas de la ultramodernidad, 241. Sobre los datos que avalan este punto sobre las dificultades para vivir la virtud de la caridad, cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, La comunicación de la fe y el perfil humano de los jóvenes de los 90, 144. 149-150. 150-151; ID., ¿Los jóvenes españoles bajo el influjo de la posmodernidad?, 91-92. 97-99; P. GONZÁLEZ BLASCO, Relaciones sociales y espacios vivenciales, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, 193-194. 243; F. ANDRÉS ORIZO, Jóvenes: Sociedad e Instituciones, en ibid., 71-73; J. GONZÁLEZ ANLEO, Familia y escuela en la socialización de los jóvenes españoles, en ibid., 176.regresar