BOLETIN OSAR
Año 7 – N° 14
1° Panel: Mirada global a los desafíos que el cambio cultural provoca
Evangelización y nuevas realidades
VI Encuentro de Teología Pastoral
Mons. Dr. Héctor Delfor Mandrioni
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El tema de un «discernimiento pastoral» de las nuevas realidades para la nueva evangelización, implica la existencia de un contexto histórico como horizonte de un devenir temporal. El devenir histórico implica, a su vez, la existencia de «acontecimientos» que marcan la diferenciación de las épocas sucesivas.
Pero un «hecho», para merecer el carácter de «acontecimiento» o «evento» histórico, reclama un suceso acaecido en un lugar y tiempo precisos, que se distinga del curso habitual de las cosas y de la cotidianidad de nuestra existencia. Y esta distinción se basa en el impacto por el que este suceso se impone en la forma de una excepción y de una ruptura verdaderamente instauradora, en el sentido que abre un nuevo curso en la historia. A la cotidiana marcha del devenir temporal sucede una discontinuidad que permite la emergencia de nuevas figuras con el correspondiente nuevo «sentido», en lo que atañe a la orientación y dirección del curso de las cosas. Así, por ejemplo, la «Muerte de Sócrates», la «Revolución Copernicana» con su consiguiente cambio de paradigma, la «Revolución Francesa», la «Caída del Comunismo», etc., implicaron giros fundamentales para la humanidad y nuevas actitudes ante lo que «es» y «sucede».
Pero para los cristianos, – y en el orden de la realidad, para todos los seres humanos -, el Acontecimiento esencial y fundamental es Cristo. Con razón se denomina a Jesucristo, el «Acontecimiento de Dios», o sea: Dios aconteciendo en la historia, y aconteciendo de tal manera, que el pasado, el presente y el futuro de la humanidad, quedan para siempre «signados y colmados» por el sentido redentor de esta inserción de la divinidad en el acontecer humano.
Desde el momento que la Iglesia se identifica con Cristo, ella prolonga la acción de Cristo a lo largo de las distintas épocas y pueblos de la historia, hasta nuestros días. Pero el tesoro de bondades, de bellezas y de verdades que ella guarda en su sustancia, no se agota en ninguna de las edades; por el contrario, al ser interrogada e interpelada por las nuevas realidades surgidas en las distintas épocas culturales, ella manifiesta en sus respuestas, aspectos inéditos de sus riquezas espirituales. A la luz de lo dicho, con razón se puede afirmar que la Iglesia es el lugar donde, según el Espíritu, Cristo se halla en un «Proceso continuo de significación» hasta el final de los tiempos. La Iglesia es el espacio abierto en el que creativamente se sigue recapitulando la historia. Y, lanzando una mirada retrospectiva, comprobamos que la realidad viva de la historia se convierte en el «gran banco de pruebas» que nos verifica la inviabilidad de las ideas y proyectos de vida y sociedad, contrarios al espíritu de Cristo.
Dice Henri de Lubac:
- «No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no puede organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano…La tierra, que sin Dios, no dejaría de ser un caos, para convertirse además, en una prisión, es, en realidad, el campo magnífico y doloroso donde se elabora nuestro ser eterno. Así, la fe en Dios, que nada podrá arrancar del corazón del hombre, es la única llama donde se alimenta – humana y divina – nuestra esperanza». (H. de Lubac – El drama del humanismo ateo; p.11 – Prólogo).
Lo que H. de Lubac quiere decirnos es que la lucha por hacer ingresar el Evangelio de Jesús en las estructuras temporales de la historia, es dramática pero no trágica.
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Para apreciar la atmósfera espiritual que vive hoy el mundo, en especial, con referencia a Occidente, es preciso enmarcarla en el giro acontecido con el paso de la llamada Modernidad, – fundada en las ideas de un Nuevo comienzo, con el soberbio ocultamiento de la Tradición, de una concepción del Progreso entendido optimísticamente como inexorable, y de la concepción del hombre, estimado como Dueño de la historia – , a la Postmodernidad, que rechaza de un modo radical los ideales de aquella Modernidad. A la prescindencia de Dios como medio de exaltación de la subjetividad humana, sucedió la humillación del sujeto humano en un mundo sin Dios. Con las palabras «Escepticismo» o «Dubitatio universalis» (Duda universal) y «Nihilismo», se trata de expresar la actual naturaleza del presente «Espíritu de época». Con estos términos se definen contenidos mentales que van de la ausencia total de una convicción, al establecimiento de la «Nada» como expresión de la exclusión de todo sentido y valor. Pero ambas actitudes intelectuales desembocan en el temple afectivo del «horror» y la «desesperación».
Indicamos a continuación, algunos de los síntomas que manifiestan y justifican la actual situación histórica, tanto desde el punto de vista intelectual, como desde el punto de vista moral y religioso.
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Mundo en cambio. Lo que hoy es verdad, mañana es mentira. Lo que hoy vale, mañana no vale. A esto se suma el constante aceleramiento que los sucesos socio-económicos imprimen a las expectativas naturales de los ciudadanos.
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Mundo acéfalo. En el orden del pensamiento se excluye lo que se denomina fundamentación última del sentido de la vida y de la muerte y los principios metafísicos del saber. La irrupción de la «nada» en su sentido estrictamente negativo, abre el camino del caos. Además desaparecen aquellos hombres que como «exemplar» pueden ser guías de la juventud. Y con esta vacancia se imponen y triunfan los aventureros de la informática.
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Mundo anónimo. Nos referimos a lo que podría llamarse la despersonalización, como consecuencia de una sobrevaloración de la tecnociencia. Lo universal y formal, suplanta el valor central de la persona concreta, junto con la atrofia del uso de su libertad.
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Mundo en peligro. El Goulag, Auschwitz, Hiroshima, los genocidios, los arsenales atómicos y las luchas étnicas, tanto por su pasado de horror, como por su presente amenazante, inquietan el futuro de la humanidad.
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Mundo heterodirigido. La tendencia general a imposibilitar el ejercicio de la libertad por el predominio determinante del «imaginario social», engendrado hoy por las usinas de la codicia y el poder. O sea: una especie de condena a vivir en la «inautenticidad».
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Mundo de la noche ética. Esta feliz expresión del Papa Juan Pablo II, lo dice todo. Y alerta acerca de la necesidad de salir de esta noche a la luz de un «nuevo comienzo».
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Uno de los desafíos fundamentales para los actuales agentes de pastoral, consiste en aportar una respuesta cristiana y vital al hombre «desesperado» del mundo contemporáneo. Víctima de la duda y estancado en el vacío de la nada, o sea, apartado de toda verdad y sentido, e incapaz de llegar a la alegría de la «afirmación» del ser, es preso de lo que podríamos llamar, lo intolerable. Experimenta como inhumano el poder vivir así.
La tarea del agente de pastoral consiste en llevar a este tipo humano a una «convicción». La duda es la falta de convicción en la verdad; el nihilismo es la pérdida de un centro y una marcha hacia lo incógnito y la desesperación: como ya lo indica la palabra, es la pérdida de toda esperanza. Adquirir una Convicción implica adquirir un Centro; descubrir una meta que funda un proyecto, saberse ocupar un puesto en este universo, puesto encomendado sólo a él, reconocer una jerarquía de valores y reconocerse como un «enviado», en última instancia, para la «gloria», y no un arrojado a este mundo para la muerte en el seno de un destino fatal.
De todas estas positividades que se siguen del logro de una convicción cristiana, sólo queremos destacar brevemente el hecho de la «adquisición de un centro». Quien logra albergar en su alma un centro firme y permanente, deja de ser «errante» en este mundo. Posee una visión, se enriquece con un criterio y comienza a edificar su propia identidad. El centro es el corazón, el contenido es el amor de «agape» y ese amor es «Cristo». Ha adquirido lo que se llama un «Ethos», o sea, un modo constante de ser y de obrar.
Con la convicción en la verdad cristiana, se recupera el sentido de lo verdaderamente familiar, que es el «habitar en este mundo». El habitar familiar es el experimentarse vinculado con la tierra, el cielo y los otros hombres. Recuérdese la famosa expresión de Saint-Exupéry, en «Citadelle», cuando escribe: «Aprendí el sentido de las cosas, cuando aprendí el sentido de la casa». Se vuelve uno capaz de celebrar: tanto la eucaristía humano-divina, como la eucaristía cósmica, pues el mundo «concelebra con nosotros», desde el momento que el hombre está llamado a dar voz al silencio del universo no humano. Cabe recordar aquí aquel desahogo del alma piadosa de Rilke, que le dice a Dios: «Después de mí, no tienes casa donde te saluden palabras tibias e íntimas».
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Al final de estas breves reflexiones cabe pensar en la fuerza de la esperanza que brota de la raíz misma de la convicción, con relación al futuro de la humanidad. O sea, lo que aporta el futuro de una humanidad que pretende organizarse y «globalizarse» sin Dios, recordando que dentro de esas estructuras no evangélicas debe ingresar la convicción cristiana.
Para el cristiano, el futuro es, a la vez, desafío, promesa y misterio.
Lo que nos desafía, ya lo indicamos: duda escéptica, nihilismo vivido y horror y desesperación. Con ello indicamos el aspecto oscuro de la humanidad, y no todos los aspectos. De lo contrario, no podríamos hablar de la realidad de grupos humanos ya comprometidos en el seno de una viva y operante convicción cristiana. Cuando hablamos de las características y consecuencias de la convicción cristiana, no mencionamos otra característica no menos evidente: todo el que se embarca en una convicción, ipso facto se hace de adversarios. Son aquéllos que no sólo obran, piensan y planifican de modo distinto respecto del cristiano, sino que, además, lo hacen con un espíritu lúcidamente anticristiano. No es éste el momento de desarrollar este tema, pero sí de recordar, que el modo de relacionarse con este mundo hostil, es la caridad y el diálogo, aprendiendo a veces, de él, y pensando que en el fondo íntimo del alma del incrédulo, hay siempre un «cristiano que se ignora».
Pero, a la vez, el futuro es promesa. Acabamos de ver, hace pocos días, la concurrencia de dos millones de jóvenes reunidos en torno al Papa, con motivo del Jubileo. Semejante exteriorización, si bien pertenece a la Iglesia fenoménica, o sea, a la Iglesia en su dimensión de expresión exterior, con todo, ella no se daría históricamente como «acontecimiento», si no hubiera el cultivo de una Iglesia nouménica, o sea, la dimensión interior y santa de la Iglesia. De tanto en tanto, el cultivo interior de la santidad envuelta en misterioso silencio, irrumpe como un rayo resplandeciente, que bifurca su resplandor señalando hacia dentro, la persistencia del fuego ardiente de la piedad, y significando hacia fuera, que es posible evangelizar la convivencia humana y sus estructuras.
Junto con la presencia de un desafío y de las promesas de un futuro esperanzado, se halla la nota de misterio, que marca los límites de la capacidad de anticipación de todo futuro advenir. El hombre no es dueño de la historia. Lo inesperado, lo imprevisto y lo improbable pueden irrrumpir.
La clave profunda del sentido de la historia universal está en las manos de Dios, el inefable «Moderator», que, según Agustín, rige el gran poema que es este universo.