Encíclica «Sacerdotii nostri primordia»

En el centenario de la muerte del Cura de Ars

JUAN XXIII
Roma, 1° de mayo de 1959

A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS,
ARZOBISPOS, OBISPOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE
APOSTÓLICA*

Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica.

INTRODUCCIÓN

Recuerdos personales

1. Las alegrías inefables que acompañaron copiosamente a las primicias de nuestro sacerdocio están ligadas por siempre en nuestra memoria a la profunda y fuerte emoción que Nos experimentamos el día 8 de enero de 1905, en la basílica vaticana, con ocasión de la beatificación gloriosa de aquel humilde sacerdote de Francia que se llamó Juan María Bautista Vianney. Nos también, elevados al sacerdocio hacía apenas algunos meses, nos sentimos impresionados por la admirable figura sacerdotal que nuestro predecesor San Pío X, el antiguo párroco de Salzano, se sentía tan feliz de proponer como modelo a todos los pastores de almas. A tantos años de distancia, no podemos traer a la memoria este recuerdo sin continuar dando gracias a nuestro divino Redentor por este favor especial, por el impulso espiritual impreso de este modo en nuestra vida sacerdotal desde sus comienzos.

Coincidencias en la beatificación

2. Recordamos también que el mismo día de aquella beatificación vinimos en conocimiento de la elevación al episcopado de monseñor Santiago María Radini Tedeschi, el gran obispo que había de llamarnos, después de algunos días, a su servicio, y que fue para Nos maestro y padre carísimo. Además, en su compañía, en los comienzos de aquel mismo año de 1905, nos dirigíamos por primera vez en peregrinación a Ars, la modesta aldea a la que el santo Cura hizo para siempre tan célebre.

Coincidencias en la canonización

3. Por una nueva disposición de la Providencia, en el año en que recibíamos la plenitud del sacerdocio, el papa Pío XI, de gloriosa memoria, procedía el 31 de mayo de 1925 a la solemne canonización del «pobre Cura de Ars». En su homilía se complacía el Pontífice en describir «la frágil figura corpórea de Juan Bautista Vianney, la cabeza resplandeciente con una especie de blanca corona de largos cabellos, el rostro gracioso y demacrado por los ayunos, en el que se transparentaba ciertamente la inocencia y la santidad de un espíritu humildísimo y suavísimo del que, al mirarle por primera vez, las multitudes se sentían invitadas a pensamientos saludables» 1. Poco después, el mismo Pontífice completaba, en el año de su jubileo sacerdotal, el gesto ya realizado por San Pío X hacia los párrocos de Francia y extendía al mundo entero el celestial patrocinio de San Juan María Vianney «para el bien espiritual de los párrocos en todo el mundo» 2.

Ocasión de la encíclica

4. Estos actos de nuestros predecesores, ligados a tan queridos recuerdos personales, queremos recordar, por medio de esta encíclica, venerables hermanos, en este centenario de la muerte del santo Cura de Ars. El 4 de agosto de 1859, él entregó su alma a Dios, consumido por las fatigas de un excepcional ministerio pastoral de más de cuarenta años que le ganaron la fama de santo.

Bendecimos a la divina Providencia, que por dos veces ya quiso alegrar e iluminar las horas solemnes de nuestra vida sacerdotal con el esplendor de la santidad del Cura de Ars, y también porque nos ofrece, desde los primeros tiempos de este supremo pontificado, la ocasión de celebrar la memoria tan gloriosa de este pastor de almas. No os maravilléis, por otra parte, si al dirigiros esta carta nuestro espíritu y nuestro corazón se vuelven de modo especial a los sacerdotes, nuestros hijos amadísimos, para exhortarlos a todos insistentemente -y sobre todo a aquellos que se están empeñados en el ministerio pastoral- a meditar los admirables ejemplos de quien participó en el mismo ministerio y es ahora su celestial patrono.

Documentos pontificios anteriores

5. Son, ciertamente, numerosos los documentos pontificios que recuerdan a los sacerdotes la grandeza de su estado y les guían y ayudan en el ejercicio de su ministerio. Para no recordar sino los más importantes y actuales, recomendamos de nuevo la exhortación Haerent animo, de San Pío X 3, que estimuló el fervor de nuestros primeros años de sacerdocio, la magistral encíclica Ad catholici sacerdotii fastigium, de Pío XI 4, y la exhortación Menti Nostrae, de nuestro inmediato predecesor 5, así como la admirable trilogía en honor del sacerdocio 6 que le fue sugerida por la canonización de San Pío X.

Último llamamiento de Pío XII

6. Tales testimonios, venerables hermanos, os son conocidos. Pero permitidnos recordar algunas palabras del discurso que la muerte impidió a Pío XII pronunciar y que permanece como el último y solemne llamamiento de este gran pontífice a la santidad sacerdotal: «El carácter sacramental del orden -escribió allí- sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura escogida una respuesta a este amor con una vida santa…; el clérigo será un escogido entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino; en una palabra: otro Cristo. Él no vive para sí, como no pertenece a sus familiares, amigos ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal será su respiro. Los mismos pensamientos, voluntad, sentimientos, no son suyos, sino de Cristo, su vida» 7.

Invitación a los sacerdotes de hoy

7. Hacia estas cimas de la santidad sacerdotal nos empuja a todos San Juan María Vianney, y nos sentimos contentos de invitar a ella a los sacerdotes de hoy. Conocemos muy bien las dificultades que encuentran en su vida personal y en las cargas del ministerio. Y, si lamentamos el abandono y el cansancio de algunos, nuestra experiencia nos dice también la fe impertérrita de la gran mayoría y la ilusión de muchos por buscar generosamente lo más perfecto. A los unos como a los otros, el Señor les dirigió en el día de la ordenación esta frase llena de ternura: Iam non dicam vos servos, sed amicos 8. Que esta nuestra carta-encíclica pueda ayudarles a todos a perseverar y crecer en esta amistad divina que constituye la alegría y la fuerza de toda vida sacerdotal.

Algunos trazos de la santidad del Cura de Ars

8. No es nuestra intención, venerables hermanos, afrontar aquí todos los aspectos de la vida sacerdotal contemporánea; más aún, a ejemplo de San Pío X, «no diremos nada que no sepáis ya, ni nada nuevo para alguno, sino lo que a todos conviene recordar» 9. Al delinear, en efecto, los trazos de santidad del Cura de Ars, nos veremos llevados a poner de relieve algunos aspectos de la vida sacerdotal que son esenciales en todos los tiempos; pero que adquieren tanta importancia en nuestros días, que estimamos un deber de nuestro mandato apostólico insistir en ellos de modo especial con ocasión de este centenario.

Modelo de vida sacerdotal

9. La Iglesia, que ha glorificado a este sacerdote «admirable por el celo pastoral y por un deseo ininterrumpido de oración y de penitencia» 10, hoy, a un siglo de su muerte, tiene la alegría de presentarlo a los sacerdotes de todo el mundo como modelo de ascesis sacerdotal, modelo de piedad, especialmente eucarística, y de celo pastoral.

I. MODELO DE ASCESIS SACERDOTAL

Puesto primordial de la ascesis

10. Hablar de San Juan María Vianney es recordar la figura de un sacerdote extraordinariamente mortificado que, por amor de Dios y por la salvación de las almas, se privaba de alimento y de sueño, se imponía duras disciplinas y practicaba, sobre todo, la renuncia de sí mismo con fortaleza heroica. Si es cierto que generalmente no se ha requerido a los fieles seguir esta vida excepcional, sin embargo, la divina Providencia ha dispuesto que en la Iglesia no faltaren nunca pastores de almas que, movidos por el Espíritu Santo, no dudasen en encaminarse por este sendero, puesto que tales hombres son especialmente los que operan milagros de conversión. Para todos, el admirable ejemplo del Cura de Ars, «severo consigo y dulce con los demás» 11, recuerda de modo elocuente y apremiante el puesto primordial de la ascesis en la vida sacerdotal.

A. Consejos evangélicos

La profesión de los consejos evangélicos no es obligatoria al sacerdote

11. Nuestro predecesor Pío XII, deseando aclarar en mayor grado esta doctrina y disipar algunos equívocos, llegó a insistir que es falso afirmar «que el estado eclesiástico -tanto en sí como porque deriva del derecho divino-, por su naturaleza, o por lo menos en virtud de un postulado de la misma naturaleza, exija el que sus miembros profesen los consejos evangélicos» 12. Y concluye este Papa justamente: «Los clérigos no están, por lo tanto, obligados por la ley divina a seguir los consejos evangélicos de la pobreza, la castidad y la obediencia» 13.

Pero no está llamado a perfección menor

12. Pero sería un grave error pensar que el Papa, tan hondamente solícito de la santidad de los sacerdotes y de la constante enseñanza de la Iglesia, creyera, por tanto, que el sacerdote está llamado a una perfección menos que el religioso. Cuando lo contrario es verdad, es decir, que el cumplimiento de las funciones sacerdotales «requiere una santidad interior mayor que la que necesita el estado religioso mismo» 14.

La práctica de los consejos, camino real

13. Y si, para el logro de esta santidad de vida, la práctica (profesión) de los consejos evangélicos no se impone al sacerdote en virtud de su estado clerical, sin embargo, se le presenta como el camino más expedito hacia la perfección cristiana, como a todos los discípulos del Señor.

Asociaciones de perfección

14. Por lo demás, para gran consuelo nuestro, ¡cuántos sacerdotes generosos lo han comprendido hoy, y, al paso que permanecen en las filas del clero diocesano, piden a las piadosas asociaciones aprobadas por la Iglesia que los guíen y sostengan en la vida de perfección!

El Cura de Ars, modelo

15. Persuadidos de que «la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo» 15, los sacerdotes han de prestar mayor atención a aquel llamamiento del divino Maestro: Si alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame 16. El santo Cura de Ars -se cuenta- «meditó con frecuencia en estas palabras de nuestro Señor y se esforzó por practicarlas» 17. Dios le hizo la gracia de permanecer heroicamente fiel a ellas, y su ejemplo todavía nos guía en la senda de la ascesis sacerdotal, donde brilló con gran esplendor por su pobreza, su castidad y su obediencia.

B. La pobreza del Cura de Ars

Completamente desprendido

16. Ante todo observad la pobreza del humilde Cura de Ars, digno émulo de San Francisco de Asís, del cual fue en la Orden Tercera un fiel discípulo 18. Rico para dar a los demás, pero sumamente pobre para sí mismo, vivió completamente desprendido de los bienes caducos de este mundo, y su corazón, verdaderamente libre, acogía con largueza todas las miserias materiales y espirituales que le llegaban en tropel. «Mi secreto es sencillo de entender -decía-: darlo todo y no quedarse con nada» 19.

Pobre con los pobres

17. Su desprendimiento le hacía atento para con los pobres, sobre todo para los de su parroquia, a los cuales demostraba una extrema delicadeza, tratándolos «con verdadera ternura, con mucha consideración y hasta con verdadero respeto 20. Recomendaba a las gentes no faltar jamás a la consideración con los pobres, porque semejante falta redunda en Dios mismo; y cuando los pobres llamaban a su puerta, recibiéndolos con bondad, les decía alegremente: «Soy pobre como vosotros; soy uno de vosotros» 21. Al fin de sus días solía repetir: «Ya puedo marchar contento, no me queda nada. Cuando el buen Dios se digne llamarme, estaré dispuesto y pronto para ir» 22.

Necesidad actual de imitar su ejemplo

18. De esto podréis comprender, venerables hermanos, con qué afecto exhortamos a nuestros queridos hijos del sacerdocio católico a meditar en tal ejemplo de pobreza y caridad. «La experiencia cotidiana enseña -escribió Pío XI, pensando precisamente en el santo Cura de Ars- que los sacerdotes de vida modesta, que de acuerdo con la doctrina evangélica no buscan en manera alguna su propio interés, reportan grandes beneficios al pueblo cristiano» 23. Y el mismo pontífice, considerando la sociedad contemporánea, dirigía esta seria amonestación a los sacerdotes: «En medio de un mundo corrompido, en que todo se vende y todo se compra, [el sacerdote] ha de mantenerse limpio de cualquier género de egoísmo, mirando con santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena, buscando almas, no riquezas; la gloria de Dios, no la propia» 24.

Normas prácticas

19. Estas palabras deben esculpirse en el corazón de todos los sacerdotes. Si hay algunos que poseen legítimamente bienes personales, no se apeguen a ellos. Antes bien, recuerden la obligación prescrita por el Código de Derecho Canónico con respecto a las propiedades eclesiásticas de destinar lo superfluo a los pobres o a las causas piadosas 25.

El reproche y el estímulo del Cura de Ars

20. Y quiera Dios que ninguno llegue a merecer el reproche que hiciera a sus fieles el santo Cura de Ars: «¡Cuántos hay que guardan dineros en sus arcas, al paso que tantos pobres se mueren de hambre!» 26. Sabemos que muchos sacerdotes viven más bien en condiciones de verdadera pobreza; para ellos, la glorificación de uno de los suyos, que voluntariamente vivió entre grandes privaciones y se alegraba de ser el más pobre de la parroquia 27, será un providencial estímulo a negarse a sí mismos en la práctica de la pobreza evangélica. Y si nuestra paternal solicitud puede servirles de algún consuelo, sepan que Nos nos alegramos profundamente de su desinterés en el servicio de Cristo y de la Iglesia.

Ninguna interpretación abusiva

21. Ciertamente, al recomendar esta santa pobreza, no intentamos de hecho, venerables hermanos, aprobar la miseria a la que han sido reducidos los ministros del Señor en algunos casos, tanto en las ciudades como en el campo. En el comentario sobre la exhortación del Señor al desprendimiento de los bienes de este mundo, el venerable Beda nos pone precisamente en guardia contra cualquier interpretación abusiva: «No se puede creer -escribió- que se manda así a los santos no conservar el dinero para su uso propio o de los pobres, porque leemos que el Señor mismo tenía una caja para poder establecer su Iglesia… Pero que ninguno sirva a Dios por dinero ni renuncie a su santidad por temor a la indigencia» 28.

Recursos convenientes

22. Además, los que trabajan tienen derecho a un salario 29, y Nos, haciendo nuestra la solicitud de nuestro inmediato predecesor 30, pedimos encarecidamente a todos los fieles que respondan con generosidad al llamamiento de los Obispos, justamente preocupados por asegurar recursos convenientes a sus colaboradores.

C. Su castidad

Castidad en grado heroico

23. San Juan María Vianney, pobre de bienes, es también un ejemplo de voluntaria mortificación corporal. «No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio -decía-: darse uno enteramente» 31. Y en toda su vida el santo Cura de Ars practicó en grado heroico la virtud de la castidad.

Ejemplo oportuno en los peligros actuales

24. Su ejemplo en este punto parece particularmente oportuno, porque en muchos lugares los sacerdotes se ven obligados a vivir, por razón de su ministerio, en un mundo en el que reina una atmósfera de libertad excesiva y sensualidad. Y para ellos es muy cierta la expresión de Santo Tomás: «Es más difícil vivir bien en la cura de almas a causa de los peligros exteriores» 32.

Incomprensión y aislamiento

25. Y, lo que es peor, muchos sacerdotes, con frecuencia, se sienten moralmente solos, poco comprendidos, recibiendo muy poca ayuda de los fieles a quienes han dedicado su vida. A todos ellos, y en particular a los más aislados y a los más expuestos al peligro, dirigimos un afectuoso llamamiento para que su vida entera sea un claro testimonio de aquella virtud que San Pío X llamaba «ornamento insigne de nuestro Orden»33.

La responsabilidad de los obispos

26. Os recomendamos con encarecida insistencia, venerables hermanos, que procuréis para vuestros sacerdotes, con todo vuestro empeño y a costa de cualquier sacrificio, condiciones de vida y de trabajo ministerial tales que puedan mantener incólume su entrega.

Obstáculos que se han de superar

27. Por lo tanto, debe combatirse a toda costa el peligro de aislamiento, denunciar las imprudencias, quitar las tentaciones del ocio o los riesgos de la actividad exagerada. Recordad también a este propósito las enseñanzas magníficas de nuestro Predecesor en la encíclica Sacra virginitas 34.

El ejemplo del Cura de Ars

28. «La castidad brillaba en su mirada» 35, se ha dicho del Cura de Ars. En verdad, quien siga su vida se asombra no sólo del heroísmo con que este atleta de Cristo dominó su cuerpo encadenándolo 36, sino también por el acento de convicción con que logró atraer, tras su ejemplo, a multitud de sus penitentes. Él conocía muy bien, a través de su larga práctica de confesionario, las tristes ruinas del pecado de la carne. «Si no fuera porque hay todavía algunas almas puras para aplacar a Dios -solía decir-… veríais cómo seríamos castigados». Y hablando por experiencia, añadía a su llamamiento un aliento de hermano: «¡La mortificación tiene un bálsamo y un gusto a los que no se puede renunciar cuando se ha probado!… ¡En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso!» 37.

Castidad y amor

29. Estos medios ascéticos necesarios para la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un egoísmo estéril, tornan su corazón más abierto y más pronto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro –decía muy bien el Cura de Ars-, no puede menos de amar, porque ha encontrado de nuevo la fuente del amor, que es Dios».

Beneficios en la sociedad

30. ¡Cuántos beneficios reporta a la sociedad el tener en su seno hombres que, libres de preocupaciones temporales, se consagran completamente al servicio divino y dedican a los propios hermanos su vida, su pensamiento, sus energías!

Los deseos del Corazón de Jesús

31. ¡Cuánta gracia atraen para la Iglesia los sacerdotes fieles a esta virtud excelsa! Con Pío XI, Nos la consideramos como la gloria más pura del sacerdocio católico, y «por lo que se refiere al alma sacerdotal, nos parece que responde de la manera más digna y conveniente a los designios y deseos del Sacratísimo Corazón de Jesús» 38. Pensaba el Cura de Ars en este designio del amor divino cuando exclamó: «El sacerdocio: he aquí el amor del Corazón de Jesús» 39.

D. Su espíritu de obediencia

Una vida de obediencia

32. Del espíritu de obediencia del santo hay testimonios innumerables, de suerte que puede afirmarse con toda verdad que, para él, la exacta lealtad al «promitto» de la ordenación, suponía una inmolación de la voluntad ininterrumpida durante cuarenta años. Porque, de hecho, durante toda su vida deseó la soledad del santo retiro y las responsabilidades pastorales pesaban sobre él como una gran carga de la que a veces intentaba liberarse. Pero la absoluta obediencia a su obispo era en él todavía más admirable; de ello Nos, venerables hermanos, queremos aducir diversos testimonios en esta encíclica.

Renuncia a los propios deseos

33. «Desde la edad de quince años, ese deseo (de soledad) anidaba en su corazón como un tormento que le privaba de las alegrías que hubiera podido disfrutar en su posición» 40. «Mas Dios no le dejaba realizar su deseo: la divina Providencia quería, sin duda alguna, que, al sacrificar su voluntad en aras de la obediencia, antepusiera a sus deseos las obligaciones de su cargo negándose a sí mismo continuamente.» 41. «Juan María Vianney permanecía siendo el Cura de Ars hasta la muerte precisamente por su obediencia estricta» 42.

Obediencia basada en la fe

34. Conviene precisar que ese sometimiento absoluto a la voluntad de sus superiores se basaba en motivos enteramente sobrenaturales. Reconocer y aceptar íntegramente la autoridad eclesiástica era para él un acto de fe en las palabras de Jesucristo cuando dijo a sus apóstoles: El que a vosotros oye, a mí me oye 43. Para permanecer fiel a sus superiores, se ejercitaba habitualmente en la renuncia de su voluntad, aceptando el duro ministerio del confesionario y todas las otras tareas cotidianas con las que, en unión de sus compañeros, realizó un apostolado grandemente fructífero.

Ejemplo para los sacerdotes de hoy

35. Nos place presentar esta intachable obediencia como ejemplo para los sacerdotes, en la confianza de que comprenderán toda su vitalidad y belleza, y desearán ardientemente adquirirla. Y para que nunca les asalten dudas sobre la importancia de esta virtud capital, tan fácilmente desvalorizada hoy, sepan que a esas dudas replican las claras y decisivas afirmaciones de Pío XII, quien dijo que «la santidad de vida de cada uno y la efectividad del apostolado dependen y descansan, como sobre firme cimiento, en el respeto fiel y constante a la sagrada jerarquía» 44.

Peligros del espíritu de independencia

36. Recordad, venerables hermanos, con cuánto vigor denunciaron nuestros últimos predecesores los graves peligros del espíritu de independencia cada vez más notorio en el seno del clero, tanto por lo que atañe a la enseñanza doctrinal como por lo relativo a los métodos de apostolado y la disciplina eclesiástica.

Obediencia: sentido filial de la Iglesia

37. No queremos, sin embargo, insistir sobre este punto, sino que preferimos exhortar a nuestros hijos sacerdotes a que desarrollen en sí mismos el sentimiento filial de pertenecer estrechamente unidos a la Iglesia, nuestra Madre. Se ha dicho del Cura de Ars que vivió sólo para la Iglesia y en la Iglesia como haz de paja que se consume en el fuego del hogar. Los sacerdotes de Jesucristo estamos abismados en el hogar vivificado por el fuego del Espíritu Santo. Nosotros, con todo lo nuestro, nos debemos a la Iglesia. Actuemos siempre, pues, solamente en su nombre y en virtud de los poderes que nos confiere. Sirvámosla sujetos al vínculo de la unidad y de la forma perfecta en que quiere ser servida 45.

II. MODELO DE ORACIÓN

A. Ejemplos y enseñanzas

Vida de oración

38. Hombre de penitencia, San Juan María Vianney había comprendido también que «el sacerdote, ante todo, debe ser un hombre entregado a continua oración» 46. Todos conocen las largas y dulcísimas noches de adoración que cuando era joven cura de una aldea, entonces poco cristiana, pasaba adorando a Jesús en el sacramento de su amor. El tabernáculo de su iglesia se convirtió pronto en el fuego de su vida personal y de su apostolado, hasta el punto de que no se podría recordar mejor la parroquia de Ars, en tiempos del santo, que con esta expresión de Pío XII sobre la parroquia cristiana: «El centro es la iglesia, en medio de la iglesia el tabernáculo, el confesionario a los lados; allí encuentran de nuevo la vida las almas muertas retornan y las enfermas recobran la salud» 47.

Actualidad y oportunidad

39. A los sacerdotes de este siglo, fácilmente sensibles a la eficacia de la acción y fácilmente tentados también en su ministerio por un activismo peligroso, ¡cuán saludarle es este modelo de oración asidua en una vida enteramente consagrada a las necesidades de las almas! «Lo que nos impide a nosotros los sacerdotes ser santos -decía él- es la falta de reflexión; no penetramos en nosotros mismos; y así no sabemos lo que debemos hacer. Nos es necesaria la oración, la reflexión, la unión con Dios». Él mismo estaba, según el testimonio de sus contemporáneos, en un estado de continua oración, del que no le distraía ni la fatiga agobiadora de las confesiones ni las demás tareas pastorales. «Conservaba una constante unión con Dios en medio de su vida, extraordinariamente ocupada» 48.

Alegrías y beneficios de la oración

40. Escuchémosle aún. Es inagotable cuando habla de las alegrías y de los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios» 49. «¡Cuántas almas podemos nosotros convertir con nuestras oraciones!» 50. Y repetía: «La oración amante, he aquí la felicidad del hombre sobre la tierra» 51. Esta felicidad la gustaba copiosamente él mismo mientras su mirada, iluminada por la fe, contemplaba los misterios divinos y, por la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto supremo de su amor. Y los peregrinos que acudían en masa a la iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les ponía de manifiesto algo secreto de su vida interior con aquella frecuente exclamación que le era tan querida: «Ser amados por Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡oh, qué bella es la vida y qué bella es la muerte!»52.

Necesidad y posibilidad de ser hombres de oración

41. Nos quisiéramos, venerables hermanos, que todos los sacerdotes encomendados a vuestro cuidado se dejasen convencer, por el testimonio del santo Cura de Ars, sobre la necesidad de ser hombres de oración y por la posibilidad de serlo, cualquiera que sea el peso, a veces extremo, de las ocupaciones ministeriales. Pero es necesaria una fe viva, como la que animaba a Juan María Vianney y le hacía realizar maravillas. «¡Qué fe! -exclamaba uno de sus hermanos en el sacerdocio-. ¡Basta para enriquecer a toda una diócesis!» 53.

Oración particular y oficial

42. Esta asidua unión con Dios se consigue y conserva en los diversos ejercicios de piedad sacerdotal, muchos de los cuales, los más importantes, están ya mandados por la Iglesia en normas sapientísimas, como la oración mental cotidiana, la visita al Santísimo Sacramento, el rosario y el examen de conciencia 54. Y es también una estricta obligación contraída ante la Iglesia cuando se trata del rezo diario del oficio divino 55.

Graves consecuencias de su descuido

43. Quizá por haber descuidado algunas de estas prescripciones, algunos miembros del clero se han sentido poco a poco víctimas de la inestabilidad exterior, del empobrecimiento interior y expuestos un día, sin defensa espiritual, a las tentaciones de la vida. Por el contrario, «trabajando incesantemente por el bien de las almas, Juan María Vianney no descuidaba la suya. Se santificaba a sí mismo para estar en condiciones de santificar a los demás» 56.

Entregarse al ejercicio de la oración

44. Con San Pío X, «tenemos por cierto y comprobado que el sacerdote, para que desempeñe dignamente su posición y cargo, necesita darse profundamente a una vida de oración… Debe el sacerdote, con mucho más esmero que los demás, obedecer al mandato de Cristo: Es preciso orar siempre, que tan insistentemente recomendaba San Pablo: Aplicaos a la oración, velad en ella con hacimiento de gracias, orad sin cesar» 57. Y, gustosos, para concluir este punto, hacemos nuestras las palabras y mandato que nuestro predecesor Pío XII daba a los sacerdotes ya desde el comienzo de su pontificado: «Orad, orad cada vez más y con mayor insistencia» 58.

B. Oración eucarística

Nota característica de la oración del Cura de Ars

45. La oración del Cura de Ars, que pasó, por así decirlo, los últimos treinta años de su vida, en la iglesia, donde le ocupaban sus innumerables penitentes, era, sobre todo, una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, era verdaderamente extraordinaria: «Está allí -decía- aquel que nos ama tanto, ¿por qué no le hemos de amar nosotros igual?» 59. Y, ciertamente, él le amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el tabernáculo: «No es necesario hablar mucho para orar bien -explicaba a sus parroquianos-. Se sabe que el buen Dios está allí en el santo tabernáculo; se le abre el corazón; nos alegremos de su presencia. Y ésta es la mejor oración» 60. No había ocasión en que no inculcase a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia eucarística, invitándoles a aproximarse con frecuencia a la mesa eucarística, y él mismo daba ejemplo de esta tan profunda piedad: «Para convencerse de ello -refieren los testigos- bastaba verle celebrar la santa misa o hacer genuflexión cuando pasaba ante el tabernáculo» 61.

La oración eucarística insustituible

46. «El admirable ejemplo del santo Cura de Ars conserva, también hoy, todo su valor», atestigua Pío XII 62. Nada puede sustituir en la vida de un sacerdote a la oración silenciosa y prolongada ante el altar, tan excelsa y eficaz. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas se conjugan para elevar a este sacerdote a un mayor amor hacia el divino Redentor, al cual ha prometido fidelidad, y hacia los hombres, por los que ejerce su ministerio pastoral. Con la práctica de un culto así, iluminado y fervoroso, hacia la Eucaristía, se acrecienta la vida espiritual del sacerdote y le llegan para su ministerio apostólico aquellas fuerzas sobrenaturales, insustituibles en los valientes apóstoles de Cristo.

Beneficio que se deriva a los fieles

47. Es preciso añadir el beneficio que de ello se deriva a los fieles, testigos de la piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren gustosos y con piedad -decía Pío XII al clero de Roma-, precededlos en la iglesia con el ejemplo, haciendo oración delante de ellos. Un sacerdote de rodillas ante el tabernáculo, con digna compostura, en profundo recogimiento, es modelo de edificación, una advertencia y una invitación a la plegaria para el pueblo» 63. Esta fue el arma apostólica por excelencia del joven Cura de Ars; no dudamos de su valor en cualquier circunstancia de tiempo y lugar.

C. El sacrificio de la santa misa

Punto esencial de la vida del sacerdote

45. No podemos olvidar, sin embargo, que la oración eucarística, en el significado pleno de la palabra, tiene lugar en el santo sacrificio de la misa. Conviene insistir, venerables hermanos, especialmente sobre este punto, puesto que toca uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.

Expandir su conocimiento

49. No tenemos la intención de reproducir aquí lo expuesto por la doctrina tradicional de la Iglesia acerca del sacerdocio y el sacrificio eucarístico; nuestros predecesores, de feliz memoria, Pío XI y Pío XII, en documentos magistrales, han recordado con tanta claridad esta enseñanza, que no nos resta sino exhortaros a hacerla ampliamente conocer por los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así se disiparán las incertidumbres y se rectificarán las audacias de pensamiento que aquí y allá se han manifestado a este propósito.

Fuente de actividad apostólica y de santificación

50. Conviene, no obstante, mostrar en esta encíclica en qué sentido profundo el santo Cura de Ars, fiel heroicamente a los deberes de su ministerio, mereció realmente ser propuesto como ejemplo a los pastores de almas y proclamado su celeste Patrono. Si, en efecto, es cierto que el sacerdote ha recibido el sacerdocio para el servicio del altar y ha comenzado su oficio sacerdotal con el sacrificio eucarístico, con ello queda patente que éste no cesará de ser, a todo lo largo de su vida, cono el principio y la fuente de su actividad apostólica y de su santificación personal. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.

La acción esencial del apostolado

51. ¿Cuál es, en efecto, el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial, sino el de actuar, dondequiera que vive la Iglesia, congregando en torno al altar a un pueblo unido en la fe, regenerado por el bautismo y purificado de sus culpas? Precisamente entonces, el sacerdote, por aquellos poderes que él sólo ha recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación cumplida sobre el Calvario para la redención del mundo y glorificación de su Padre. Entonces es cuando los cristianos reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima divina por ministerio del sacerdote y aprenden a inmolarse a sí mismos como «hostias vivas, santas, gratas a Dios» 64. Allí es donde el pueblo de Dios, iluminado por la predicación de la fe, alimentado con el cuerpo de Cristo, encuentra su vida, su crecimiento y, sí es preciso, restaura su unidad. Allí es, en una palabra, donde por generaciones y generaciones, en todas las partes del mundo, se construye en la caridad el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia.

El ministerio converge hacia el altar

52. A este propósito, toda vez que el santo Cura de Ars estuvo cada día y siempre más exclusivamente empeñado en la enseñanza de la fe y en la purificación de las conciencias, precisamente porque todos los actos del ministerio convergen hacia el altar, ésta su vida debe justamente llamarse eminentemente sacerdotal y pastoral. Es cierto que en Ars los pecadores afluían espontáneamente a la iglesia, atraídos por la fama de santidad del pastor, mientras que tantos otros sacerdotes tienen que realizar largos y laboriosos esfuerzos para reunir a su grey, y que, como en país de misiones, apenas pueden sino realizar el primer anuncio de la buena nueva del Salvador. Estos trabajos apostólicos, sin embargo, tan necesarios y a veces tan difíciles, no pueden hacer olvidar a los apóstoles el fin a que deben mirar y al que llegaba el Cura de Ars cuando en su humilde iglesia rural se consagraba a las tareas esenciales de la acción pastoral.

Fuente primaria de santificación personal

53. Más aún: toda la santificación personal del sacerdote debe modelarse sobre el sacrificio que celebra, conforme a la invitación del Pontifical romano: «Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis». Pero cedamos aquí la palabra a nuestro inmediato predecesor en su exhortación Menti Nostrae: «Como, toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con Él, por Él y en Él un aceptable sacrificio… De este modo, no solamente celebrará la santa misa, sino que íntimamente la vivirá; y sólo así podrá alcanzar aquella fuerza sobrenatural que le transformará totalmente y hará partícipe de la vida de sacrificio del Redentor» 65. Y el mismo pontífice concluía: «El sacerdote debe, pues, intentar reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con Él; como Jesús expía los pecados de los hombres, así él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por llegar a la propia y ajena santificación» 66.

Celebrar la misa con profunda piedad

54. La Iglesia tiene presente esta alta doctrina cuando invita a sus ministros a una vida de ascesis y les recomienda celebrar, con un profundo espíritu de religión, el sacrificio eucarístico. ¿No es tal vez por no haber comprendido bastante bien el estrecho vínculo y cuasi-reciprocidad que une el don de sí mismo y el ofertorio de la misa por lo que ciertos sacerdotes han llegado poco a poco a perder la prima caritas de su ordenación? Tal era la experiencia realizada por el Cura de Ars. «La causa -decía él- del relajamiento del sacerdote es que no pone atención a la misa». Y el santo, que tenía precisamente la heroica «costumbre de ofrecerse en sacrificio por los pecadores» 67, derramaba lágrimas abundantes «pensando en la desgracia de los sacerdotes que no corresponden a la santidad de su vocación» 68.

Puntos de examen

55. Con afecto paternal, Nos pedimos a nuestros queridos sacerdotes que se examinen periódicamente sobre la forma en que celebran los santos misterios, sobre las disposiciones espirituales con que suben al altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él. El centenario de este admirable sacerdote, que obtenía del «consuelo y fortuna de celebrar la santa misa» 69 el aliento de su propio sacrificio, os invita a ello; Nos abrigamos firme esperanza de que su intercesión os obtendrá abundantes gracias de luz y de fuerza.

III. MODELO DE CELO PASTORAL

El secreto del celo

56. Esta vida insigne de ascesis y de oración, de que hemos hablado, venerables hermanos, descubre además el secreto del celo pastoral de San Juan María Vianney y de la admirable eficacia sobrenatural de su ministerio. «Recuerde además el sacerdote -escribía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté unido él a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo» 70. En la vida del Cura de Ars se verifica una vez más la gran ley de todo apostolado, fundada sobre la palabra del mismo Jesús: Sin mí nada podéis hacer 71.

El ejemplo del Cura de Ars, valor permanente y universal

57. Sin duda, no se trata aquí de repetir la admirable historia de este humilde cura de pueblo, cuyo confesionario fue durante treinta años asediado por multitudes tan numerosas, que algunos espíritus fuertes de la época osaron acusarlo de «turbar el siglo XIX» 72; ni vamos a tratar de todos los detalles de su actuación, que no son siempre aplicables a nuestro tiempo. Nos basta recordar sobre este punto que el santo Cura de Ars fue en su tiempo modelo de celo pastoral en aquel pueblo de Francia donde la fe y las costumbres se resentían todavía del impacto de la revolución. «No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; fomentadlo vos», se le había dicho al enviarlo 73. Apóstol infatigable, lleno de iniciativas para ganar a la juventud y santificar los hogares, atento a las necesidades humanas de sus ovejas, conviviendo con ellas, cuidadoso del establecimiento de escuelas cristianas y de las misiones parroquiales, fue, en verdad, para su pequeño rebaño, el buen pastor que conoce a sus ovejas. Sin darse cuenta, se retrató a sí mismo con este apóstrofe tomado de uno de sus sermones: «Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Cristo: he aquí el mayor tesoro que el buen Dios puede conceder a una parroquia» 74.

El ejemplo del Cura de Ars conserva, en verdad, un valor permanente y universal sobre tres puntos esenciales, que nos place, venerables hermanos, proponer aquí a vuestra consideración.

A. Pastor de almas

Alto sentido de sus responsabilidades

58. Lo que primeramente llama la atención es el sentido agudo que él tenía de sus responsabilidades pastorales. Su humildad y el conocimiento sobrenatural que tenía del valor de las almas le hicieron llevar con temor su carga de cura. «Amigo mío -confiaba a un compañero-, no sabéis lo que es pasar un cura por el tribunal de Dios» 75. Y se sabe el deseo que le atormentó largo tiempo de huir a algún lugar retirado para llorar allí su pobre vida y cómo la obediencia y el celo de las almas le devolvieron de nuevo a su campo de apostolado.

Ideal elevado

59. Pero si en algunas horas se vio agobiado por su carga, que le parecía excepcionalmente pesada, era debido al ideal elevado que tenía de su deber y de sus responsabilidades de pastor, imposible de alcanzar sin una fortaleza heroica. «Dios mío -oraba en sus primeros años -, concededme la conversión de mi parroquia; yo consentiré en sufrir lo que queráis todo el tiempo de mi vida» 76. Obtuvo del cielo esta conversión, pero él mismo confesaba más tarde: «Cuando llegué a Ars, si hubiese previsto los sufrimientos que allí me esperaban, me habría muerto de aprensión al momento» 77.

El gran medio de la cruz

60. A ejemplo de los apóstoles de todos los tiempos, veía él en la cruz el gran medio sobrenatural de cooperar a la salud de las almas que le habían sido confiadas. Por ellas sufría sin quejarse las calumnias, las incomprensiones, las contradicciones; por ellas aceptó el verdadero martirio físico y moral de una presencia casi ininterrumpida en el confesionario, todos los días, durante treinta años; por ellas luchó como atleta del Señor contra los poderes infernales; por ellas mortificó su cuerpo. Y es conocida la respuesta que dio a un compañero que se quejaba de la poca eficacia conseguida en su ministerio: «Habéis orado, habéis llorado, habéis gemido, habéis suspirado. Pero ¿habéis ayunado, habéis velado, habéis dormido en el suelo, os habéis disciplinado? Mientras no lleguéis ahí, no creáis haberlo hecho todo» 78.

Examen para el cura de almas

61. Nos dirigimos a todos los sacerdotes que tienen cura de almas y les conjuramos a que oigan estas vehementes palabras. Que cada uno, según la prudencia sobrenatural que debe siempre ordenar nuestras acciones, examine su propia conducta para ver si es la que pide el debido celo por el pueblo que se le ha encomendado. Sin dudar nunca de la misericordia divina, que ayuda siempre nuestra debilidad, considere a la luz de los ejemplos de San Juan María Vianney su propia responsabilidad. «La mayor desgracia para nosotros, los curas -deploraba el santo-, es que el alma se nos atrofie». Él entendía por esto un peligroso habituarse del pastor al estado de pecado en el que viven tantas ovejas suyas.

Para mejor imitar al Cura de Ars, que «estaba convencido de que para hacer bien a los hombres era necesario amarles» 79, que cada uno se examine sobre la caridad que le anima respecto de aquellos cuyo cuidado tiene, delante de Dios, y por los que Cristo murió.

Saludable inquietud y estímulo

62. Cierto que la libertad de los hombres y determinados acontecimientos independientes de su voluntad pueden oponerse muchas veces a los esfuerzos de los más grandes santos. Pero el sacerdote no puede menos de considerar el deber basado en que, según los insondables designios de la divina Providencia, la suerte de muchas almas está ligada a su celo pastoral y al ejemplo de su vida. Este pensamiento ¿no basta para suscitar en los tibios una saludable inquietud y para estimular a los más fervorosos?

B. Predicador y catequista

Siempre presto

63. «Siempre presto a responder a las necesidades de las almas» 80, San Juan María Vianney brilló como verdadero pastor, procurándoles en abundancia el alimento primordial de la verdad religiosa. Fue toda su vida predicador y catequista.

Trabajo ímprobo en la preparación

64. Se sabe el trabajo ímprobo y perseverante que se impuso para llenar bien este deber de su cargo, «primum et maximum officium», según el concilio de Trento. Sus estudios, hechos tardíamente, fueron laboriosos, y sus sermones le costaron al principio muchas vigilias. Pero ¡qué ejemplo para los ministros de la palabra de Dios! Algunos se apoyarían de buen grado en su poca instrucción para disculparse de su falta de celo en los estudios. Más valdría imitaran el esfuerzo del santo Cura de Ars por hacerse digno de tan gran ministerio, según los dones que se le habían concedido; por otra parte, éstos no eran tan escasos como se ha querido decir con frecuencia, porque tenía en su inteligencia mucha claridad y distinción 81.

En todo caso, cada sacerdote tiene el deber de adquirir y desarrollar los conocimientos generales y la cultura teológica proporcionados a sus aptitudes y a sus funciones. Quiera Dios que los pastores de almas hagan siempre tanto como hizo el Cura de Ars por desarrollar la capacidad de su inteligencia y de su memoria; y, sobre todo, por extraer las luces del libro más sabio que pueda leerse: la cruz de Cristo. Su obispo decía de él a algunos de sus detractores: «¡Yo no sé si es culto, pero está lleno de luz sobrenatural!» 82.

Convicción clara y profunda

65. Con gran razón, pues, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, no temió dar por modelo a los predicadores de la Ciudad Eterna a este humilde sacerdote rural. «El santo Cura de Ars no tenía, ciertamente, el genio natural de un Segneri o de un Bossuet; pero la convicción viva, clara y profunda que le animaba brillaba en sus ojos, vibraba en su palabra, sugería a su imaginación y a su sensibilidad ideas, imágenes, comparaciones justas, apropiadas, deliciosas, que habrían cautivado a San Francisco de Sales. Tales predicadores conquistan verdaderamente las almas cristianas. El que está lleno de Cristo fácilmente encontrará el medio de ganar a los demás para Cristo» 83.

Testimonio de una vida entregada

66. Estas palabras describen maravillosamente al Cura de Ars como catequista y predicador. Y cuando al fin de su vida su escasa voz no podía llegar a todo el auditorio, todavía su mirada de fuego, sus lágrimas, sus gemidos de amor de Dios o su sola expresión de dolor ante el pensamiento del pecado, convertían a los fieles reunidos junto a su púlpito. ¿Cómo no quedar cautivado por el testimonio de una vida entregada de tal modo al amor de Cristo?

Fidelísimo hasta la muerte

67. Hasta su piadosísima muerte, San Juan María Vianney fue fidelísimo en instruir a su pueblo y a los peregrinos que llenaban su iglesia, en denunciar «opportune et importune» 84, el mal bajo todas sus formas, y, sobre todo, en elevar las almas a Dios, porque «prefería mostrar el lado atrayente de la virtud a la fealdad del vicio» 85. Este humilde sacerdote había comprendido en alto grado la dignidad y grandeza del ministerio de la palabra de Dios: «Nuestro Señor, que es la misma Verdad, concede a su palabra una importancia parecida a la de su cuerpo».

Máxima importancia de la predicación

68. Se comprende, pues, la alegría de nuestros antecesores al ofrecer a los sacerdotes como modelo a este pastor de almas; porque es de máxima importancia que, en todas partes y en todo tiempo, el clero sea fiel a su deber de enseñar. «Importa -decía a este propósito San Pío X- poner de relieve y con insistencia este punto esencial: el sacerdote, quienquiera que sea, no tiene tarea más importante ni obligación más estricta» 86. Esta obligación, constantemente recordada por nuestros predecesores, y de la que el Código de Derecho Canónico se hace eco 87, Nos la repetimos, venerables hermanos, en este año centenario del santo catequista y predicador de Ars.

Estudios y mejora de métodos

69. Nos estimulamos los estudios, hechos con prudencia y bajo vuestro control, en diversos países, para mejorar los métodos de enseñanza religiosa de los jóvenes y de los adultos en sus diferentes formas y teniendo en cuenta los distintos ambientes.

Sobre todo, testimonio de Cristo crucificado

70. Pero, por útiles que sean tales trabajos, Dios nos recuerda, en este centenario del santo Cura de Ars, el irresistible poder apostólico de un sacerdote que, con su vida y palabra, da testimonio de Cristo crucificado, «non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et virtutis» 88.

C. Apóstol del confesionario

Martirio prolongado

71. Nos queda finalmente evocar, en la vida de San Juan María Vianney esta forma de ministerio que fue para él aquí abajo como un largo martirio y quedará por siempre ligado a su gloria: la administración del sacramento de la penitencia, en el que produjo los frutos más abundantes y saludables. «Pasaba unas quince horas diarias en el confesionario. Este trabajo comenzaba a la una de la madrugada y no terminaba hasta muy entrada la noche» 89. Y cuando cayó por agotamiento, cinco días antes de la muerte, los últimos penitentes se estrecharon junto a la almohada del moribundo. Se calcula que hacia el final de su vida el número anual de los peregrinos alcanzaba la cifra de 800.000 90.

Sentido del pecado

72. Es fácil imaginar las fatigas, las incomodidades, los sufrimientos físicos de estas interminables sesiones en el confesionario para un hombre ya exhausto por los ayunos, maceraciones, enfermedades, falta de reposo y de sueño. Pero, sobre todo, estuvo moralmente oprimido por el dolor. Escuchad este lamento suyo: «Se ofende tanto al buen Dios, que uno está tentado de invocar el fin del mundo. Es necesario venir a Ars para apreciar la gravedad y multitud de pecados. No se sabe qué hacer; no se puede hacer otra cosa que llorar y orar». El santo se olvidaba de añadir que él tomaba también sobre sí una parte de la expiación: «En cuanto a mí -confiaba a quien le pedía consejo- les asigno una pequeña penitencia, y el resto lo hago yo en su lugar» 91.

Y, realmente, el Cura de Ars no vivía más que para los «pobres pecadores», como él decía, en la esperanza de verles convertirse y llorar por sus pecados. Su conversión era el objetivo a que convergían todos sus pensamientos y la obra por la que consumía todo su tiempo y todas sus fuerzas 92. Y esto porque conocía, por la experiencia del confesionario, toda la malicia del pecado y sus ruinas espantosas en el mundo de las almas. De ello hablaba en términos terribles: «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, moriríamos de terror» 93.

El amor a Dios ofendido

73. Pero lo acerbo de su pena y la vehemencia de su palabra provienen menos del temor de las penas eternas que amenazan al pecador envilecido que de la profunda pena al pensar en el amor divino desconocido y ofendido. Ante la obstinación del pecador y su ingratitud hacia un Dios tan bueno, las lágrimas brotaban de sus ojos. «¡Oh, amigo mío! -decía-. Yo lloro precisamente porque no lloráis vos» 94. En cambio, ¡con qué delicadeza y con qué fervor hace renacer la esperanza en los corazones arrepentidos! Para ellos se hace incansablemente ministro de la misericordia divina, la cual es -decía- poderosa «como un torrente impetuoso que arrastra los corazones a su paso» 95, y más tierna que la solicitud de una madre, porque Dios está «pronto a perdonar más de lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo» 96.

Consagrarse a este ministerio

74. Los pastores de almas, pues, a ejemplo del santo Cura de Ars, se esforzarán por consagrarse, con competencia y prontitud, a este ministerio tan importante, puesto que en el fondo aquí es donde la misericordia de Dios triunfa sobre la malicia de los hombres y el pecador se reconcilia con su Dios.

Los pecados veniales

75. Téngase también presente que nuestro predecesor Pío XII ha condenado «gravissimis verbis» la opinión errónea según la cual no habría que tener muy en cuenta la confesión frecuente de los pecados veniales: «Para un progreso cada vez más decidido en el camino de la virtud, queremos recomendar vivamente el uso piadoso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia, no sin inspiración del Espíritu Santo» 97.

Los ministros del Señor, también

76. Por último, Nos queremos confiar en que los ministros del Señor serán ellos mismos los primeros, según las prescripciones del Derecho Canónico 98, en la práctica regular y fervorosa del sacramento de la penitencia, tan necesaria para su santificación, y tendrán muy en cuenta la apremiante insistencia con que repetidas veces, y «dolenti animo», Pío XII se vio obligado a expresarse en esta cuestión 99.

EXHORTACIÓN FINAL

El primer deber del sacerdote

77. Al terminar esta carta, venerables hermanos, deseamos deciros toda nuestra suavísima esperanza de que, con la gracia de Dios, este centenario de la muerte del santo Cura de Ars pueda despertar en cada sacerdote el deseo de cumplir más generosamente su ministerio y, sobre todo, su «primer deber de sacerdote, es decir, el deber de alcanzar la propia santificación» 100.

Trascendencia de la santidad sacerdotal

78. Cuando, desde la cúspide del supremo pontificado, donde la divina Providencia nos ha querido colocar, consideramos las ansias y expectación de las almas, los graves problemas de la evangelización en tantos países todavía no evangelizados y las necesidades religiosas de las poblaciones cristianas, siempre y por doquier se presenta a nuestra mirada la figura del sacerdote. Sin él, sin su acción cotidiana, ¿qué sería de las iniciativas, incluso de las más adaptadas a las necesidades de la hora presente? ¿Qué harían también los más generosos apóstoles del laicado? Precisamente a estos sacerdotes tan amados y sobre los que se fundan tantas esperanzas para el progreso de la Iglesia, Nos nos atrevemos a pedirles, en nombre de Cristo Jesús y con paternal afecto, una entera fidelidad a las exigencias espirituales de su dignidad sacerdotal. Avaloren nuestro llamamiento estas palabras de San Pío X, llenas de sabiduría: «Para hacer reinar a Jesucristo en el mundo, ninguna cosa es tan necesaria como la santidad del clero, para que, con el ejemplo, con la palabra y con la ciencia, sea guía de los fieles» 101. Casi lo mismo decía San Juan María Vianney a su obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, debéis hacer santos a todos vuestros párrocos.»

Los obispos amen y cuiden a los sacerdotes

79. A vosotros, venerables hermanos, en quienes recae principalmente la responsabilidad de la santificación de vuestros sacerdotes, os recomendamos de todo corazón a estos amadísimos hijos, que les ayudéis en las dificultades, a veces muy graves, de su vida personal y de su ministerio. ¿Qué no puede hacer un obispo que ama a sus sacerdotes, que ha conquistado su confianza, los conoce, se preocupa por ellos y los guía con autoridad firme y siempre paternal? Pastores de todas las diócesis, sedlo ante todo y de manera particular para aquellos que tan estrechamente colaboran con vosotros y a los cuales os unen vínculos tan sagrados.

La oración de los fieles

80. A todos los fieles pedimos también en este año centenario que rueguen por los sacerdotes y que contribuyan, en la medida en que puedan, a su santificación. Hoy los cristianos fervorosos esperan mucho del sacerdote. Quieren ver en él -en un mundo donde triunfan el poder del dinero, la seducción de los sentidos, el prestigio de la técnica- a un hombre que les hable en nombre de Dios, a un hombre de fe, olvidado de sí mismo y lleno de caridad. Sepan tales cristianos que pueden influir mucho sobre la fidelidad de sus sacerdotes a tan gran ideal si cooperan, con un religioso respeto a su carácter sacerdotal, con una más exacta comprensión de su tarea pastoral y de sus dificultades y con una más activa colaboración en su apostolado.

Esperanza de vocaciones en la juventud.

81. Por último, dirigimos una mirada llena de afecto hacia la juventud cristiana, en la que la Iglesia tiene puesta su esperanza para el futuro. La mies es mucha, pero los operarios, pocos 102. En muchas regiones, los apóstoles, desfallecidos por las fatigas, con vivísimos deseos esperan a quienes les sustituyan. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual más grave aún que el material. ¿Quién les llevará el celeste alimento de la verdad y de la vida? Tenemos la firme esperanza de que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa que la de tiempos pasados en responder al llamamiento del Maestro para esta empresa tan ineludible.

Sin duda, la condición del sacerdote es a menudo difícil. No es de maravillar que él sea el primer expuesto a la persecución de los enemigos de la Iglesia, porque, decía el Cura de Ars, cuando se quiere destruir la religión, se comienza atacando al sacerdote.

Pero, a pesar de estas gravísimas dificultades, nadie dude de la suerte altamente dichosa que es herencia del sacerdote fervoroso, consciente de haber sido llamado por Jesús Salvador a colaborar en la más santa de las empresas: la redención de las almas y el crecimiento del Cuerpo místico. Las familias cristianas valoren, por ello, bien su responsabilidad y entreguen a sus hijos con alegría y gratitud para el servicio de la Iglesia.

Confianza del Papa en la Inmaculada

82. Nos no pretendemos aquí desarrollar este llamamiento, que es también vuestro, venerables hermanos. Pero estamos seguros de que comprenderéis y haréis vuestra la ansiedad de nuestro corazón y toda la fuerza de convicción que quisiéramos poner en nuestras palabras. Nos confiamos a San Juan María Vianney esta causa tan grave y de la que depende el futuro de tantos millares de almas.

Y ahora volvemos nuestra mirada hacia la Virgen Inmaculada. Poco antes de que el Cura de Ars cumpliese su larga carrera llena de méritos, Ella se había aparecido en otra región de Francia a una niña humilde y pura para transmitirle un mensaje de oración y de penitencia, cuya resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida del santo sacerdote cuyo recuerdo celebramos era un anticipo de la viviente ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a aquella inocente niña en la gruta de Lourdes. Él mismo sentía una vivísima devoción por la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen; él, que en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854 103.

Lourdes y Ars

83. También Nos nos complacemos en unir en nuestro pensamiento y en nuestra gratitud hacia Dios estos dos centenarios de Lourdes y de Ars, que se suceden providencialmente y honran grandemente a la Nación, tan querida de nuestro corazón, a la que pertenecen aquellos lugares santísimos. Acordándonos de tantos beneficios recibidos y con la esperanza de nuevos favores, hacemos nuestra la invocación mariana que era tan familiar al santo Cura de Ars: «Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios. Que todas las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga vuestro Corazón Inmaculado» 104.

Esperanza de frutos y bendición

84. Con la viva esperanza de que este centenario de la muerte de San Juan María Vianney haya suscrito en el mundo entero la renovación de fervor entre los sacerdotes y entre los jóvenes llamados al sacerdocio, y consiga también llamar más viva y eficazmente la atención de todos los fieles sobre los problemas que se refieren a la vida y al ministerio de los sacerdotes, a todos, y en primer lugar a vosotros, venerables hermanos, impartimos de corazón, como prenda de las gracias celestiales y testimonio de nuestra benevolencia, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de mayo de 1959; año primero de nuestro pontificado.

JUAN PP. XXIII

Notas

Link 

(*) AAS 51 (1959) 545-579. 

1.- AAS 17 (1925) 224. 

2.- Litt. apost. Anno iubilari: AAS 21 (1929) 313. 

3.- Acta Pii X, p. 237-264. 

4.- AAS 28 (1936) 5-53. 

5.- AAS 42 (1950) 657-702. 

6.- AAS 46 (1954) 313-317 y 666-677. 

7.- Cf. AAS 50 (1958) 966-967. 

8.- Pontificale Rom.; cf. Jn 15, 15. 

9.- Exhort. Haerent animo, en Acta Pii X, IV p. 238. 

10.- Oratio Missae, in festo S.I.M. Vianney. 

11.- Cf. Archiv. Secr. Vat., C. SS. Rituum, Processus, t. 227, p. 196. 

12.- Aloc. Annus sacer: AAS 43 (1951) 29. 

13.- Ibid. 

14.- S. TOMÁS, Sum. Th. 2-2 q. 184 a. 8 in C. 

15.- Cf. PÍO XII, Alloc., 16 abril 1953: AAS 45 (1953) 288. 

16.- Mt 16, 24. 

17.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 42. 

18.- Cf. ibid., t. 227 p. 137. 

19.- Cf. ibid., t. 227 p. 92 

20.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 3897 p. 510. 

21.- Cf. ibid., t. 227 p. 334. 

22.- Cf. ibid., t. 227 p. 305. 

23.- Encícl. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 99. 

24.- Encícl. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936) 28 

25.- CIC, can. 1473 (nuevo can. 282). 

26.- Cf. Sermons du B. Jean B. M. Vianney (1909) I p. 364. 

27.- Cf. Arc. Secret. Vat. t. 227 p. 91. 

28.- In Lucae Evangelium Expositio, IV, in c. 12: MIGNE, PL 92, 494-5. 

29.- Cf. Lc 10,7. 

30.- Cf. Exhort. apost. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 697-699. 

31.- Cf. Archiv. Secret. Vat. t. 227 p. 91. 

32.- Sum. Th. l. c. 

33.- Exhort. Haerent animo, en Acta Pii X, IV p. 260. 

34.- AAS 46 (1954) 161-191. 

35.- Cf. Arch .Secret. Vat. t. 3897 p. 536. 

36.- Cf. 1 Cor 9, 27. 

37.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 3897 p. 304. 

38.- Encícl. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936) 28. 

39.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 29. 

40.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 74. 

41.- Cf. ibid., t. 227 p. 39. 

42.- Cf. ibid., t. 3895 p. 153. 

43.- Lc 10, 16. 

44.- Exhort. In auspicando: AAS 40 (1948) p. 375. 

45.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 136. 

46.- Cf. ibid., t. 227 p. 33. 

47.- Cf. Discorsi e Radiomessaggi di S. S. Pio XII t. 14 p. 452. 

48.- Cf. Archiv. Secret. Vat. t. 227 p. 131. 

49.- Cf. ibid., t. 227 p. 1100. 

50.- Cf. ibid., t. 227 p. 54. 

51.- Cf. ibid., t. 227 p. 45. 

52.- Cf. ibid., t. 227 p. 29 

53.- Cf. ibid., t. 227 p. 976. 

54.- CIC, can. 125 (nuevo can. 276). 

55.- Ibid., can. 135 (nuevo can. 276). 

56.- Cf. Archiv. Secret. Vat. t. 227 p. 36. 

57.- Exhort. Haerent animo: Acta Pii X IV p. 248-249. 

58.- Sermo, d. 24 junio 1939: AAS 31 (1939) 249. 

59.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 1103. 

60.- Cf. ibid., t. 227 p. 45. 

61.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 459. 

62.- Cf. Nuntius scripto datus, 25 junio 1956: AAS 48 (1956) 579. 

63.- Cf. Aloc., 13 marzo 1943: AAS 35 (1943) 114-115. 

64.- Rom 12, 1. 

65.- Exhort. Apost. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 666-667. 

66.- Cf. ibid., 667-668. 

67.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 319. 

68.- Cf. ibid., t. 227 p. 47. 

69.- Cf. ibid., p. 667-668. 

70.- Exhort. apost. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 676. 

71.- Jn 15, 5. 

72.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 629. 

73.- Cf. ibid., t. 227 p. 15. 

74.- Cf. Sermons II p. 86. 

75.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 1210. 

76.- Cf. ibid., t. 227 p. 53 

77.- Cf. ibid., t. 227 p. 991 

78.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 53 

79.- Cf. ibid., t. 227 p. 1002. 

80.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 580. 

81.- Cf. ibid., t. 3897, p. 444. 

82.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 3897 p. 272. 

83.- Cf. Aloc. 16 marzo 1946: AAS 38 (1946) 186. 

84.- 2 Tim 4, 2. 

85.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 185. 

86.- Encícl. Acerbo nimis, en Acta Pii X p. 75. 

87.- CIC, can. 1330-1332 (nuevo can. 528). 

88.- 1 Cor 2, 4. 

89.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 18. 

90.- Cf. ibid. 

91.- Cf. ibid., t. 227 p. 1018. 

92.- Cf. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 290. 

93.- Cf. ibid., t. 227 p. 290. 

94.- Cf. ibid., t. 227 p. 999. 

95.- Cf. ibid., t. 227 p. 978. 

96.- Cf. ibid., t. 3900 p. 1554. 

97.- Encícl. Mystici corporis: AAS 35 (1943) 235. 

98.- CIC, can 125 § 1 (nuevo can. 276). 

99.- Cf. Encícl. Mystici corporis: AAS 35 (1943), 235; encícil. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 585; exhort. apost. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 674. 

100.- Exhort. apost. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 677. 

101.- Cf. Epist. La ristorazione: Acta Pii X, I p. 257. 

102.- Cf. Mt 9, 37. 

103.- f. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 90. 

104.- f. Arch. Secret. Vat. t. 227 p. 1021.