BOLETIN OSAR
Año 6 – N° 12
El desafío de esta hora es formar el corazón
Encuentro Nacional de Formadores
Pbro. Dr. José María Recondo
1.- Esta hora…
Al ponerme a pensar sobre las principales necesidades formativas que nos plantea a los Seminarios argentinos la llegada del Tercer Milenio, me pareció importante comenzar atendiendo a la situación de los sacerdotes jóvenes en estos últimos años y sus crisis; y luego, a la fisonomía espiritual de los muchachos que estamos recibiendo y acompañando actualmente en nuestros Seminarios; por último, quisiera asociar estos indicadores a los desafíos pastorales que recientemente formulara el CELAM frente a la llegada del nuevo milenio, y al marco cultural posmoderno.
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Señala Juan Pablo II que «en estos últimos años y desde varias partes se ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio, afrontándolo desde un punto de vista relativamente nuevo y más adecuado a las presentes circunstancias eclesiales y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en el problema de la identidad del sacerdote [-como ocurriera en décadas pasadas-] cuanto en problemas relacionados con el itinerario formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes» (PDV, 3), vale decir, con la manera concreta de vivir el ministerio.
En la Argentina, además, llegamos al Tercer Milenio, dejando atrás una década en la que hemos sido testigos de numerosas crisis y deserciones sacerdotales. No hay ninguna razón para pensar que el cambio de milenio establezca el final de este fenómeno. Y esto, obviamente, no puede dejarnos indiferentes a los que tenemos la responsabilidad de la formación inicial. Podemos atribuir las deserciones indudablemente a una crisis más amplia, de orden cultural, que afecta todo un conjunto de valores que anteriormente eran tenidos por definitivos y que ahora vemos estimar como provisorios y pasajeros, pero habría que analizar, igualmente, si no hay causas en la misma vida de la Iglesia -y, concretamente, en la formación- que han tenido alguna influencia en lo que está ahora sucediendo. Porque si bien es cierto que, en general, podemos reprochar la falta de un acompañamiento adecuado de los neopresbíteros una vez que salen de la estructura «protectora» del Seminario, creo que hay también cosas que revisar en la misma formación inicial que ellos recibieron. Siempre me ha parecido pecar de ligereza reducir las causas del abandono del ministerio a la sola infidelidad personal (la cual, claro está, tampoco hemos de soslayar a la hora de analizar las causas). Sabemos que el fenómeno es sumamente complejo, por lo que hay que evitar caer en análisis apresurados o simplistas, pero me atrevería a decir que, en todos los casos que recuerdo, la crisis no comenzó por la cabeza sino por el corazón (entendiendo aquí por corazón, lo humano-espiritual). Dicho de otro modo, no conozco a nadie que haya estado en crisis en los años 90 y que haya comenzado diciendo tonterías; sí que quizá haya terminado diciéndolas, pero como fruto y desembocadura de una crisis que había comenzado en otro «lugar». Por eso, frente a quienes afirman que el desafío que nos presentan las crisis sacerdotales de los últimos años es el de formar mejor la cabeza, en la creencia de que doblando la apuesta sobre la formación intelectual esas crisis no se producirán, creo que los hechos mismos desmienten tanto su diagnóstico como el remedio indicado: los curas que dejaron el ministerio no evidenciaron una insuficiente formación intelectual (a la cual, es preciso reconocer, le brindamos muchísimo tiempo y medios en la formación inicial), sino más bien carencias en el plano de su madurez humano-espiritual (y adrede insisto en no separar estas dimensiones): En los ya numerosos casos que conozco, el origen de las crisis ha estado siempre en causas humano-espirituales. Y si no reduzco el campo a la madurez humano-psicológica es porque considero que muchas veces la crisis involucró la vida teologal del sacerdote o tuvo origen directamente en ella, al debilitarse su fe, al quebrantarse su esperanza, al resecarse su caridad pastoral. Pienso volver sobre este tema cuando hable de la necesidad de formar a los futuros sacerdotes para una vida teologal, pero quisiera dejar planteado que no sólo las deserciones de algunos sino también el desencanto de otros, o incluso el agotamiento de muchos, tienen a menudo origen en el debilitamiento de la experiencia teologal como rectora de la propia vida1. Dice Martini: «Tengo la impresión de que muchos abandonos del sacerdocio debidos a crisis de fe nacen [del] desnivel entre lo que había esperado el joven sacerdote en el Seminario (la palabra de Dios llena de eficacia, la Iglesia llena de la fuerza de Cristo) y la realidad de las cosas, hecha de tristeza, cansancio, frustración, estancamiento, mezquindad, avaricia: ¿Cómo es posible esta situación frente a todo lo que nos habían prometido? Y entonces comienza a fallar la misma fe en Dios, tal como se le había conocido»2.
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Sobre «las nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial», dice el Papa que «presentan características bastante distintas respecto a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos aspectos es nuevo y que está en continua y rápida evolución.» (PDV, 3).
Muchos de estos rasgos, al no estar exentos de ambivalencia, nos ofrecen, para la formación, no sólo dificultades sino también oportunidades nuevas. Pero creo que no nos equivocamos si decimos que, en los jóvenes de hoy, sus mayores carencias así como sus más importantes valores y posibilidades los encontramos en el campo de su afectividad… Basta leer el elenco que nos ofrecía no hace mucho el P. Antonio Jiménez Ortiz al plantearnos el perfil del joven de hoy bajo el influjo de la posmodernidad, con las realidades positivas y los puntos conflictivos que presenta para la formación sacerdotal:
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Realidades positivas para la formación: «Nuestros jóvenes son acogedores y espontáneos, generalmente sinceros y honestos, generosos y dispuestos a compartir sus cosas y su tiempo, disponibles a la participación en la pequeña comunidad, sensibles a lo espiritual y simbólico, tienen un marcado sentido de la autonomía, actitud de flexibilidad y capacidad de adaptación, en general tolerantes, con sentido del humor y actitud lúdica, quieren ser felices y eso es muy importante, más comunicativos y directos, más liberados de prejuicios, más capacitados para las relaciones personales que nosotros los adultos»3.
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Puntos conflictivos para el trabajo formativo: «El primer problema para la formación sacerdotal es la falta de una identidad personal. En nuestros jóvenes formandos se puede dar (no digo que en todos) una aguda fragmentación interior: no tienen un núcleo personal sólido que articule su personalidad; se sienten frágiles; predominan ciertos conflictos y necesidades como la falta de afecto, la necesidad de aprobación social del grupo, la inseguridad, la falta de confianza en sí mismos, la baja autoestima; aparecen como muy seguros pero en el fondo las pobres creaturas tienen un concepto muy negativo de sí mismos, aunque explícitamente esto sólo salga en momentos de confianza. El problema acuciante es el afectivo. […] El segundo problema es el narcisismo psicológico y espiritual. Este narcisismo está basado en un individualismo que ha situado en el centro de la opción, aunque sea a nivel inconsciente, el «yo» y sus necesidades. […] El tercer punto conflictivo es el escaso sentido de fidelidad. Los jóvenes tienen serias dificultades para asumir decisiones y compromisos para siempre. […] El cuarto punto: una significativa pérdida del sentido del deber. El subjetivismo que impregna sus vidas va acompañado de un apacible hedonismo. No es una cosa revolucionaria, ni patológica ni pecaminosa; la tendencia es a «pasarla bien». Y esto supone con cierta frecuencia una adhesión verbal a ciertos valores, adhesión verbal pero no interiorización de los mismos. […] El quinto: dificultad emocional y dificultades con los contenidos de la fe. La fe de nuestros jóvenes parece ser poco consistente.[…] Su religiosidad tiene matices muy afectivos y emocionales […] Si los contenidos de la fe y los dogmas no son traducidos inmediatamente a sus problemas cotidianos y existenciales, no son útiles, si no son útiles se convierten en superfluos y, con frecuencia, prescinden de ellos. […] Por último, podemos detectar entre los jóvenes un curioso distanciamiento frente a la Iglesia como institución. Ellos relativizan sus normas y orientaciones; se da sentido de pertenencia mientras se sienta uno a gusto. Pero posiblemente ustedes y yo nos encontremos en nuestros jóvenes con ciertos fenómenos de integrismo eclesiástico y, así lo llamaría yo, de fundamentalismo religioso, como consecuencia de una afanosa búsqueda de seguridad personal, de seguridad psicológica»4.
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Vale agregar aquí que el Informe publicado por el CELAM en 1999, titulado El Tercer Milenio como desafío pastoral (Informe CELAM 2000), al plantear las líneas de «una pastoral de futuro», habla de la necesidad de «interpelar el corazón» (3.2.2.):
«La evangelización se dirige a la persona en su totalidad. Sin embargo, a veces resulta que nos dirigimos a la cabeza e interpelamos la voluntad pero no llegamos al corazón de la persona y de la sociedad» (n. 264).
«El latinoamericano […] mira el mundo con el corazón. Por consiguiente, una evangelización que no llega a su corazón resulta, en palabras de Pablo VI, «decorativa, como un barniz superficial» (EN, 20), porque no penetra en lo más profundo» (n. 265).
«No se trata de una evangelización afectiva que resulta superficial, sino una evangelización que penetre el corazón hasta que lo convierta radicalmente. Es decir, que la adhesión a la Persona de Jesús el Cristo inunde gradualmente el corazón […]; que la fidelidad se traduzca en una entrega sin condiciones hasta que duela» (n. 266).
«Una evangelización que llega al corazón lo interpela profundamente y lo transforma. Es un proceso único de recepción, conversión y expresión a partir de lo más auténtico» (n. 267).
Cabe hacer notar, por último, que es propio de la posmodernidad la prevalencia de la experiencia sobre la razón. Quizá estamos descubriendo con algo de atraso que la cultura posmoderna -presente entre nosotros bastante antes de recibir ese nombre- ha influido sobre la vida de la última generación formada más de lo pensado. No es casual que las crisis nos sorprendan donde habíamos hecho quizá menos camino, donde de hecho menos habíamos formado. Y no quiero decir que haya que someter la formación a los postulados y dictámenes de la cultura posmoderna. Digo que si no formamos el corazón y redoblamos, en cambio, la apuesta sobre lo racional (como reacción frente a lo posmoderno), estaremos dejando a la intemperie a nuestros formandos en el campo en el que están más débiles, en donde se les presentarán las mayores exigencias, y en donde habrán recibido menos formación.
2.- Formar el corazón…
Podemos distinguir en toda formación dos niveles muy distintos (que a veces, ingenuamente, se confunden): una cosa es entender algo como bueno (o necesario) y, otra cosa, empezar a vivirlo. Es un problema cuando alguien cree que ya sabe vivir algo porque ha logrado entenderlo (y como nuestra formación ha sido siempre prevalentemente intelectual, se ha dado pie así muchas veces a este engaño). Sale así el muchacho del Seminario convencido de haber integrado muchas cosas, que el ejercicio del ministerio le acaba desmintiendo… De aquí que muchas actitudes cuestionadas por los seminaristas en los sacerdotes son después vividas por ellos mismos cuando se ordenan… Hay muchos valores que, en este sentido, se incorporan al «discurso» del seminarista pero no a su vida (reflejando en ello también su inconsistencia psicológica y espiritual). Y es que se llega mucho más rápido a conocer la verdad que a realizar el bien…
Si se me permite una referencia futbolística, sería conveniente, por lo dicho, que de cuando en cuando nos planteáramos si estamos formando «plateístas» o «jugadores»: En la platea de un estadio de fútbol suele estar la gente más exigente, los jueces más severos, los que desde sus asientos saben todo lo que se debe hacer en una cancha, y que, sin embargo, cuando ocasionalmente tienen una pelota entre sus pies están lejos de lograr lo que exigen a los demás. Esta disociación es la que a menudo vemos en los seminaristas cuando formamos las cabezas pero no los corazones, cuando preparamos más para pensar la vida que para vivirla.
Hay que evitar, por ello, de nuestra parte, creer que si uno es claro en el mensaje que ofrece (esto es, en la comunicación de las verdades y de los valores que hacen a la formación), automáticamente el otro lo incorpora y lo integra, dando forma con ello a su vida. Vale decir, que basta haber entendido para madurar, para ir adecuándose a lo que está llamado a vivir. Como si el obrar desviado viniera necesariamente de la ignorancia -como muchas veces creen los ideologismos, cualquiera sea su signo…-.
La formación, si no alcanza y compromete lo afectivo, no llega al núcleo de la vida de una persona, en donde se acuñan las convicciones, esto es, al corazón. En las convicciones se unen la verdad y el amor: ellas están hechas de ideas que iluminan afectos, tanto como de afectos que dan raíces vitales y generan un compromiso de toda la persona en pro de determinadas verdades y valores. Las convicciones no se improvisan ni se pueden enseñar en el pizarrón; se van acuñando a medida que se vive. Al acompañar la vida de los seminaristas, habrá que saber mirar cuáles son sus convicciones. Esas que consideramos irrenunciables, que, Dios mediante -como cicatrices en el alma-, nada las podrá borrar. ¿Qué va haciendo el Seminario, en este sentido, en cada uno de los muchachos, para que adquieran convicciones y no meras nociones? Con el andar del tiempo los seminaristas saben muchas más cosas, pero ¿cuántas de esas verdades son amadas y vividas hasta dejar huella en el alma?
Si los afectos no van siendo involucrados en el camino de la formación, permanecen sin forma (lo que significa que no es formado el corazón…). Uno termina adhiriendo con todo su entendimiento a ciertas verdades, pero sin que la vida se vea afectada y definida por ellas. En nuestro caso, en concreto, se trata de que el evangelio y el llamado al sacerdocio vayan dando forma progresivamente a nuestra vida. A eso llamo adquirir forma… Porque uno puede tener claros los valores, pero vivir a partir de sus necesidades… Y esto pasa, lamentablemente, con demasiada frecuencia en la vida de la Iglesia…
Formar el corazón supone, por ello, afrontar el reto de conducir desde la convención a la convicción… No hay verdadera formación si uno no lo logra. Habrá una apariencia, pero se carecerá de raíces. Sin convicción, no hay integridad. Ni plena entrega. No habrá tampoco disponibilidad para un compromiso definitivo que viene de la decisión de no guardarse nada, de poner todo en juego, de apostar todo lo que uno tiene sin retener nada para sí. Hay que estar convencido para dar la vida por algo. Y la caridad pastoral -no olvidemos- supone «la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey»» (PDV, 23)5.
Por todo lo dicho, la formación requiere que uno no sólo emita un mensaje claro, sino que atienda y acompañe el crecimiento del formando. A cada uno. Y desde cada uno discierna y acompañe el proceso de maduración que cada cual necesite. Desde lo que cada uno es, y discerniendo lo que está llamado a llegar a ser.
No basta, por ello, con echar buena semilla. Hay que poder arar la tierra, saber dónde, cuándo y cómo poner la semilla, y acompañar su cultivo, sin omitir, cuando corresponda, la poda. Esto significa que a los muchachos hay que aprender a «trabajarlos» -si se me permite la expresión-, a través de una pedagogía de internalización y personalización de los valores propuestos, y desde la realidad única e irrepetible de cada uno. Supondrá saber contenerlos y saber soltarlos. Acompañarlos sin generar dependencia y darles libertad sin crear sentimientos de orfandad. No siempre acertamos -por exceso o por defecto-, como le ocurre a menudo a los padres de familia, en este delicado equilibrio. Por eso precisaremos tener la lucidez y la humildad necesarias para poder reconocer cuando uno no ha acertado en el camino elegido y es preciso replantearse el rumbo. ¿Hace falta decir que, en esto, todos seguimos siendo aprendices hasta nuestro último día?
En una entrevista concedida por el psiquiatra chileno Hernán Montenegro en la que se refería al papel de la familia en la educación del corazón, afirmaba que «el término «educación» se confunde mucho con lo que es la educación formal, sistemática, el sistema de aprendizaje que se entrega en los colegios. La familia suele sobrevalorizar este sistema […] por sobre el de la educación emotiva, o de los afectos. La educación, como un todo, es un conjunto de experiencias que se comparten con los hijos tanto en el plano afectivo, como el intelectual y el social»6. Me pregunto si no podemos hacer un planteamiento análogo en relación a la formación de los futuros sacerdotes: Si no hemos a menudo delegado en la formación intelectual (y hasta identificado con ella) la formación sacerdotal («estudiar para cura», se decía antiguamente). Me lo pregunto también en relación a la formación profesional en general, de la que salen hombres y mujeres que saben muchas cosas, pero con frecuencia tremendamente inmaduros en lo personal, lo cual no deja de afectar el modo en que ejercerán el servicio de su profesión. Creo que el posmodernismo de nuestros jóvenes ha llegado también para interpelar una visión de la educación demasiado influida todavía por la Ilustración.
Supongo que no es superfluo recordar aquí que hay distintos modos de asimilar valores y de cambiar actitudes -según sea la naturaleza de la motivación-, que pueden convivir o sucederse en el proceso de maduración de una misma persona: a) por sumisión o complacencia: se actúa en función de premio o castigo. Se asume un comportamiento determinado no porque se crea en la bondad de los valores implicados sino por las ventajas que ese comportamiento proporciona. No se obra desde la convicción producida por ciertos valores sino a partir de los propios intereses y necesidades. La asimilación, por ello, es temporal. Dejado el Seminario, desaparece la necesidad de conservar los valores así asimilados (es fácil imaginar ejemplos relativos a la obediencia, al celibato, a la pobreza, al ejercicio de la autoridad, al tipo de trato con los laicos, etc). Este proceder es muy común en las personas débiles o inconsistentes, en las carenciadas afectivamente, pues casi siempre se mueven -aun sin proponérselo ni ser del todo conscientes de ello- por necesidades utilitarias o defensivas del yo. La persona es auténticamente atraída por valores que proclama, pero se mueve en realidad por necesidades, aunque no llegue a confesarlo verbal o conscientemente. Hay, de hecho, una cierta disociación entre lo que pregona y lo que vive, o entre lo que efectivamente vive y lo que cree vivir. La pedagogía cultural-popular suele acentuar como mecanismo prioritario del cambio o aprendizaje el de la «complacencia forzada», basada en el temor. Con ello la educación tiende a producir en el sujeto comportamientos diferenciados, según esté o no presente el «agente» del cambio: esto promueve la tendencia a ocultar y a actuar solapadamente, y se expresarán mucho menos los verdaderos conflictos, especialmente los que se tengan con la misma autoridad. Los ambientes formativos autoritarios y poco participativos favorecen esto, así como la tendencia a la irresponsabilidad si no hay alguien encima que les exija y les recuerde a los formandos sus compromisos. b) por identificación: Se busca identificarse con un modelo ideal, que puede llegar a ser el mismo formador (llámese, en nuestro caso, párroco, director espiritual, superior, etc) o una figura que ha sido tomada como ideal (Jesús, un santo). Es normal al comienzo, se trata de un paso necesario, y responde a la necesidad que experimenta el joven de autodefinición personal. De hecho, no se puede interiorizar valores sin modelos de referencia (en este sentido, el valor no es como el concepto y la idea: necesita ser ejemplarizado para ser asimilado). Pero la identificación debiera ser sólo una etapa y una ayuda en el proceso de maduración personal, pues los valores no llegan a ser propiamente de uno, y no perduran. Además, la identificación puede estar motivada por una necesidad defensiva del yo para mantener la estima de sí, de otro modo insostenible. Se busca de este modo evitar angustias y responsabilidades. Esto es característico de personas inseguras e indecisas. c) por internalización: cuando la persona madura actitudes por la bondad y la riqueza intrínseca del valor que las fundamenta. El comportamiento responde a valores que la persona aprecia por encima de intereses y necesidades personales. El valor se ha internalizado y convertido así en convicción. Ya no se depende de los incentivos externos para sostener un determinado comportamiento. (Ej.: el seminarista reza, limpia, sirve, aunque nadie lo vea…). El motivo del cambio, en este caso, es interno al sujeto. d) por personalización: cuando la persona se hace sujeto de su propia historia, aprendiendo a tomar su vida en sus manos, y viviendo desde la propia responsabilidad la voluntad de Dios. Tiene así lugar una verdadera maduración vocacional, que no acontece simplemente cuando se interiorizan determinados valores sino cuando se han experimentado las contradicciones de la condición humana y la fuerza salvadora de la Gracia en las situaciones personales de crisis. En la confrontación entre el deseo ideal y la realidad concreta y existencial, la persona tiene que elegir desde el yo real y optar por los auténticos valores que dan consistencia y sentido a su vida (La internalización no es más que una condición psicológica para ello). Y esto supondrá una permanente disposición a discernir7.
En otro pasaje de la citada entrevista al Dr. Montenegro, se habla sobre el lugar que ocupa la disciplina en toda educación. Recordándonos que la educación es fruto de las experiencias compartidas en el plano intelectual, social y afectivo, incluye la disciplina en la dimensión social de la formación, considerándola como una parte irrenunciable de la educación. Y afirma que «lo importante es que la disciplina no se dé en el aire, fría. Debe estar acompañada del telón de fondo afectivo. Éste es el que hace la diferencia. Ser estricto pero cálido es muy distinto a ser estricto y, además, dar a sentir un rechazo afectivo. Si hacemos un cuadro en el que combinamos la calidez y el rechazo con un sistema estricto y otro más tolerante [promotor de un ejercicio responsable de la libertad], nos da cuatro posibles situaciones: Donde se da el rechazo junto con un esquema estricto de disciplina se crean las condiciones perfectas para producir personalidades neuróticas. Si combinamos el rechazo con un sistema tolerante, tenemos el ambiente propicio para crear un delincuente. Si combinamos la calidez afectiva con un ambiente estricto, tendremos niños sumisos, corteses, pero tímidos, sin creatividad ni iniciativa. En cambio, si combinamos la calidez con un esquema de tolerancia en la disciplina, tendremos a niños muy creativos, activos y seguros de sí mismos»8. Creo que aplicando la necesaria analogía podemos imaginarnos en mayor o menor medida, como formadores, potencialmente, en cualquiera de estas situaciones.
Supongo que no es necesario aclarar que todo esto no lo expongo desde la posición de alguien que sabe hacerlo bien, sino desde la posición de quien busca hacerlo, trata de aprender a hacerlo así. No olvidemos que también nosotros debemos trabajar sobre nuestras propias inmadureces humanas y espirituales, las cuales no dejan de afectar el modo como formamos. Por eso es un error abordar la formación dando a entender al formando que sólo él tiene que crecer y que nosotros ya estamos «hechos», sin reconocer nuestros yerros ni pedir nunca perdón por temor a perder autoridad o desacreditarnos; cuando, en realidad, el situarnos más humildemente no nos desacredita sino que nos acredita, y transmite además al formando que el sacerdocio no nos hace autosuficientes y definitivamente maduros sino que estaremos siempre necesitados de formación permanente.
3.- El corazón: Integración entre lo humano y lo espiritual
Al referirme a la necesidad de formar el «corazón», incluyo toda la realidad afectivo-psicológica y espiritual de la persona. Al definirse, concretamente, nuestra vida en la caridad pastoral, el corazón ocupa el centro, y nuestra afectividad está llamada no sólo a madurar en términos humanos, sino también a ser informada y transfigurada por la vida teologal.
Sabemos que lo psicológico y lo espiritual, conservando su autonomía, se influyen mutuamente, por lo que no han de separarse pero tampoco confundirse.
La vida espiritual trasciende el orden psicológico pero interviene en él, ayuda a su maduración, y puede incluso aliviar y a veces sanar heridas de ese ámbito (excluyendo, sin embargo, habitualmente, lo patológico): El crecimiento en la caridad ayuda a madurar la afectividad, la confianza en Dios elimina muchas ansiedades y angustias, la humildad libera de muchas frustraciones, la esperanza nos quita muchos miedos, la oración contribuye a dar unidad a nuestra vida y a integrar a la persona.
A su vez, las características de la espiritualidad de una persona tienen mucho que ver con sus características psicológicas: la gracia no sólo supone la naturaleza sino que también la respeta y se adapta a ella. El modo, las expresiones, las formas de servicio a los demás que reviste en cada uno la caridad fraterna, tiene que ver con el propio temperamento9. Ciertas disposiciones psicológicas favorecen el desarrollo de determinados valores espirituales: un temperamento introvertido predispone a una actitud receptiva y contemplativa, así como un temperamento expansivo favorece una acción servicial diligente. A su vez, las inmadureces psicológicas obstaculizan el desarrollo de ciertos valores espirituales: las carencias afectivas suelen dificultar la libertad interior en el campo de los afectos, así como algunos traumas en la propia historia familiar pueden hacer más difícil la fe y el desenvolvimiento de una sana relación con Dios.
Tanto el orden humano como el sobrenatural tienen leyes propias que es preciso conocer para un diagnóstico y discernimiento adecuados en la vida de cada persona. Hay problemáticas que pertenecen específicamente a un ámbito y no al otro. Pero son dimensiones que se entrelazan y se influyen mutuamente, por lo que habrá que saber, a la vez, relacionarlas y distinguirlas. Pues tan equivocado como considerarlas «en paralelo» sería incurrir en reduccionismos en los que un orden pretendiera ser explicado adecuadamente desde el otro. Podríamos decir que, teniendo nuestra búsqueda de maduración humana un fundamento en última instancia cristológico -por el que estamos llamados a reflejar en nosotros mismos, «en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre» (PDV, 43)-, hemos de aprender a integrar lo humano y lo sobrenatural «sin confusión», puesto que la gracia (contra los sobrenaturalismos) supone la naturaleza, a la vez que (contra los falsos humanismos) la perfecciona. De aquí que el itinerario de maduración humana que recorre el seminarista a lo largo de su tiempo de formación no sea sólo de orden psicológico y no pueda ser separado de su crecimiento espiritual, lo que constituye ese camino en un verdadero proceso de gracia que atraviesa toda su persona10.
En la delicada tarea de relacionar lo humano con lo espiritual, y para escapar tanto del riesgo de la división como del de la confusión, es preciso evitar cuatro situaciones:
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espiritualizar lo psicológico (a)
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psicologizar lo espiritual (b)
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sobrenaturalizar lo espiritual (c)
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secularizar lo psicológico (d)
Las dos primeras son fruto de no distinguir [= confusión; no respetar la autonomía de cada ámbito; no diferenciar ambos campos: se reemplaza lo uno con lo otro o se reduce lo uno a lo otro, fagocitándolo]. Las dos últimas son fruto de no relacionar [= divorcio autosuficiente; cada campo se repliega y se resume sobre sí].
Ejemplos:
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Espiritualizar lo psicológico: Cuando se atribuye a la falta de madurez espiritual lo que en realidad es inmadurez o, a veces, enfermedad psicológica, y se dan consejos espirituales en lugar de ofrecerse una necesaria ayuda psicoterapéutica. O cuando, de modo voluntarista, se quiere solucionar todo haciendo rezar… Este espiritualismo no llega a integrar, de hecho -aunque lo acepte teóricamente-, que la acción de la gracia «supone la naturaleza».
Otra manera de reducir lo psicológico a lo espiritual la encontramos cuando se lee como un valor espiritual lo que en realidad es un defecto humano encubierto (haciéndose, del defecto, virtud): los «pseudos»: el pseudo-bueno o pseudo-servicial (que, en realidad, obran «comprando» afecto); el pseudomanso (que, en realidad, tiene una agresividad reprimida o no se atreve a decir lo que piensa, y por ello nunca entra en conflicto); el pseudo-obediente (que, en rigor, carece de libertad o se somete para complacer); el pseudo-humilde (que tiene muy baja autoestima y menosprecio de sí); el pseudo-espiritual o el pseudo-contemplativo (que más bien padece de ensimismamiento o tiene una tendencia a la misantropía); el pseudo-comunitario (el incapaz de soledad, que huye de ella compulsivamente y necesita estar siempre con otro), etc. De este modo, se toma por «virtud» lo que en realidad se hace por «necesidad» (¡y hasta podemos acabar nosotros alentándolo…!). Tampoco hay que confundir la entrega a los demás (signo indiscutible de madurez humana y cristiana) con la dispersión en el activismo (que expresa no ya un ponerme al servicio de la necesidad del otro, sino que el otro es puesto al servicio de mi necesidad). Otro ejemplo, en este mismo sentido, lo encontramos cuando se presenta la excitación como «alegría»: cuando no se sabe distinguir entre la alegría, entendida como valor espiritual (que se irradia y se comunica serenamente -aunque no sin participación, cuando es necesario, del humor-) y la jarana (que cuando se instala sin mayor sentido de la medida o de la ocasión, es más bien expresión de ansiedad psicológica). Mientras que la alegría es una expresión de plenitud, la ruidosa y compulsiva excitación de la jarana es en realidad, normalmente, manifestación de una carencia, de un agujero, de una necesidad. Emparentado con esto, es preciso distinguir entre lo que se presenta a menudo como libertad de espíritu y es en realidad espontaneidad de la carne…
Hay que cuidarse en todo esto de no confundir asimismo virtud o defecto con temperamento: No sólo cuando se toma por humilde al timorato o al pusilánime sino también cuando se cuestiona por falta de obediencia o docilidad al que dice lo que piensa, es emprendedor o es capaz de iniciativas.
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Psicologizar lo espiritual: Cuando se reduce a una lectura psicológica todo fenómeno espiritual, y no aparecen ni el pecado ni la gracia a la hora de analizar las experiencias espirituales.
Se atribuye, por ejemplo, la tendencia a autojustificarse, exclusivamente a un problema de inseguridad y a un mecanismo de racionalización, cuando quizá también hay falta de humildad… Lo cual, trabajado espiritualmente, ayudaría a madurar lo humano también (por ejemplo, promoviendo la aceptación de la propia verdad o una mayor disponibilidad ante una eventual humillación). Otro ejemplo lo tenemos cuando, sin integrar adecuadamente una mirada de fe, se interpreta como masoquista cualquier actitud ascética o penitencial, o como histérica toda experiencia mística.
¿Qué pasa que, más de una vez, ya siendo cura se deja la dirección espiritual y se la cambia por una terapia? Se pasa de una vida espiritual que no integraba adecuadamente lo humano, a una atención a lo psicológico que prescinde de lo espiritual… De un espiritualismo, a un humanismo, de hecho, secularizado. Se caminó rengo antes y se sigue caminando rengo ahora, sólo que sosteniéndose sobre el otro pie… Cuando en realidad la formación -y maduración- del corazón supone un entramado que integre tanto lo psicológico como lo espiritual, tanto la naturaleza como la gracia.
Creo que en los últimos tiempos se han confundido, con frecuencia, dos cuestiones cuyas fronteras no siempre aparecen claras, y que son, el reclamo de un mayor humanismo sacerdotal, por cierto saludable y, a mi entender, signo de estos tiempos, por una parte, y la secularización de las motivaciones de la vida sacerdotal, por otra. Ambas cosas podemos atribuirlas a la repercusión del marco cultural sobre la vida sacerdotal, en un caso positivamente, en el otro caso no. Hablo de secularización de las motivaciones porque cuando la cultura de la que participamos -¿o de la que somos consumidores…?- no tiene un horizonte trascendente y todo lo refiere a este mundo como al único real, es lógico que la idea rectora de la propia vida sea la búsqueda de satisfacción de las propias necesidades para sentirse bien aquí y ahora, haciendo de las renuncias, sacrificios o sufrimientos asumidos por el Reino una idea más romántica que posible. Cuando todo se resume en que «lo importante es ser feliz» -entendiéndose por esto, aquí y ahora-, se está asumiendo, no siempre conscientemente, un presupuesto fundamental del secularismo (si no hay Cielo, lo único importante es ser feliz ahora), que despoja la vida del creyente de una actitud oblativa, solidaria y comprometida, para llevarlo a opciones básicamente provisorias, individualistas y consumistas.
El riesgo de reemplazar con la psicología la espiritualidad lo vemos representado también en distintas expresiones de la New Age, y en toda la corriente de autoayuda que toma con frecuencia lo uno por lo otro.
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Sobrenaturalizar lo espiritual: No hay causas segundas… Todo lo bueno y lo malo se explica adjudicándoselo a una intervención directa de Dios o del demonio. Esto se ve muy claro en algunas manifestaciones (y formulaciones) de ciertos grupos carismáticos, en las «espiritualidades» necesitadas siempre de apariciones, mensajes y hechos extraordinarios, y mucho más entre los evangelistas y pentecostales (con quienes algunos católicos casi se confunden). Se suele prescindir, de modo voluntarista, de las limitaciones o de las necesidades psicológicas o corporales en la vida espiritual (frecuente entre los integristas…: «Qui fait l’ange, fait la bête…») así como de la dimensión sociopolítica de la vida humana y de sus consecuencias sobre la vida espiritual de la persona y de la comunidad.
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Secularizar lo psicológico: Leyéndolo sin conexión alguna con lo espiritual. Se puede creer que una terapia hará madurar integralmente a la persona, y se delega la formación al psicólogo… Lo humano no madura sólo a partir de una psicoterapia. Porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS, 22), y estamos invitados a alcanzar el «estado de hombre perfecto, y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo» (Ef 4,13), sería un serio error pedagógico pensar la maduración humana de los seminaristas como algo disociado de su desarrollo espiritual (esto es, cristiano y vocacional). Ver, por ello, cómo integrar desde lo espiritual una eventual terapia, para ser desde allí elaborado el proceso formativo.
Se seculariza lo psicológico siempre que el eje del proceso formativo está en la psicoterapia (y todo pasa por ella), en lugar de ser integrada ella a la maduración del corazón que va definiéndose en la vida espiritual. ¿Acaso podemos delegar en la formación humana de la afectividad la responsabilidad de preparar hombres maduros para el pastoreo? ¿O es en la vida espiritual donde se ha de definir la personalidad sacerdotal?
Por otra parte, es preciso tener también en cuenta que «el cristiano vive en la Iglesia, que es esencialmente fraternidad y caridad, «una comunión de vida, de caridad y de verdad» (LG, 9)», pudiendo encontrar en ella «las mayores aperturas del amor en unión con Dios y con los hermanos»11. Por eso, muchas de las carencias y de las heridas que uno tiene como fruto de su propia historia personal no habrán quizá de sanar sin una auténtica experiencia de fraternidad y, sobre todo, sin hacer la experiencia del amor de Dios12. Sólo Él puede penetrar hasta los últimos rincones y pliegues de nuestra alma. Allí donde nadie puede llegar. Ni nosotros mismos. Sólo su amor puede darle al corazón, si le ha faltado por alguna razón, aquello que debimos recibir de otros y de lo que hemos carecido13.
De aquí que la maduración afectiva no pueda resolverse adecuadamente con la sola ayuda de la psicología. Será en el marco de su maduración espiritual -entendida como maduración en el amor- donde habrá de integrar, el cristiano, el proceso de su desarrollo propiamente psicológico14.
Intercambio con el P. Recondo
Diálogo posterior a su exposiciónRecondo [En respuesta a una pregunta que no se escucha bien en la grabación magnetofónica]: Dentro de esos mecanismos de aprendizaje, de asimilación de valores que yo señalaba, no hay que asustarse, es muy común, que cuando un muchacho entra al Seminario, ingrese teniendo ya incorporado el mecanismo de sumisión, de complacencia. Entra en un mundo nuevo que no conoce, y lo que quiere es cumplir satisfactoriamente, hacer las cosas bien. Es muy frecuente que, por ello, en su primer año yo les diga: «no sirve un seminarista diez, sino alguien que quiera crecer, y esto significa que es alguien que tiene inmadureces: que las muestre, no hay problema, para eso está el Seminario, no para «aprobar» en todo momento y en todo. No es lo mismo vivir buscando no equivocarse, que vivir buscando hacer las cosas bien.» Parece lo mismo pero es bien distinto, la motivación que está detrás es otra. Entonces no hay problema si uno se equivoca buscando hacer las cosas bien. Pero hay que ir sacando al muchacho de esquemas que normalmente ya trae incorporados, sea porque es lo que mamó en su realidad familiar o por lo que representa para él su ingreso al Seminario.
Comentario: La pregunta es la relación entre proyecto formativo del Seminario y proceso personal, a esto voy. Está claro que la formación se define en un proceso personalizado pero de pronto la formación inicial tiene tiempos, etapas, procesos institucionales, y yo veo que muchas veces el proyecto, los tiempos de formación influyen, presionan demasiado, y no solamente a los seminaristas, sino también a nosotros los superiores, es decir hay que cumplir en determinadas etapas determinados objetivos. Entonces yo veo que ahí hay puntos de tensión no bien resueltos…
Recondo: Estoy de acuerdo. Si bien, honestamente, veo el beneficio de contar con las etapas que presenta la Ratio, yo concretamente, en la cancha -digamos-, relativizo muchísimo eso. Digo más: cuando la Ratio salió trasladamos la admisión del comienzo de la teología al segundo año de teología, porque consideramos que necesitábamos más tiempo para hacer ese discernimiento. Cuando yo planteé eso entre los formadores, en realidad la idea era otra; era que la admisión fuera posterior a los ministerios, que primero se recibiera el lectorado, después el acolitado y por último se recibiera la admisión, porque además tiene más significado respecto de aquello a lo que la admisión tiende, que es a las Ordenes. Primero, porque a veces uno sentía que no tenía todos los elementos que eran necesarios como para hacer ese discernimiento en ese momento del proceso. Esto en realidad lo tomé de una experiencia que había tenido como formador de los diáconos permanentes de la diócesis. Estuve varios años con ellos, acompañándolos, y en ellos, obviamente, era más coherente con el proceso que hacían: se les daba primero el lectorado, después el acolitado, y por último se les daba la admisión, antes del acceso al Orden. De modo que ese ordenamiento me parecía mejor para los seminaristas. Pero justo en ese momento salió la Ratio y me pareció un gesto de poca comunión armar algo tan distinto en ese momento. Por eso no lo implantamos en el Seminario pero coincido totalmente y si alguna vez se hace otra Ratio y alguno lee esto ojalá que se pueda postergar la admisión. A mí me parece que es mucho más saludable, por la responsabilidad que supone ese paso, postergarlo en orden a una evaluación mucho más madura. Por otra parte, si un seminarista recibe el lectorado y se retira del Seminario siendo lector, no es contradictorio con la vocación que va a desarrollar como laico, pero si se va al año de haber recibido la admisión, eso es bastante contradictorio con nuestra responsabilidad sobre el proceso formativo y el significado de la admisión…
Comentario: A mí me parece que el trabajo que hemos hecho esta mañana toca muy bien el núcleo que nos interesa realmente como tema de fondo de este encuentro. Y en este sentido quisiera aportar una cosa más. Me parece que en este plantearnos cómo formar el corazón, tenemos que ver el rol que juega el equipo de formadores. Porque en esta problemática de conductas, de búsqueda de necesidades, de mecanismos de defensa, también entra mucho el modo como los formadores como equipo nos plantamos en el Seminario y cómo nos ayudamos mutuamente a trabajar estos aspectos, sobre todo cuando el equipo está formado por gente de diversas edades, con diversas experiencias pastorales, algunos con más tiempo en parroquias, otras con menos. Entonces creo que también este elemento tiene que estar presente, y en este sentido se han dado elementos bastantes valiosos como para plantear este trabajo interno del equipo.
Comentario: A veces somos un poco contradictorios en los mensajes. Todo el valor que damos al conocimiento de lo humano, lo espiritual, el tiempo que demanda, que significa tiempo de serenidad, tiempo de pensar y de reflexionar, de mirarse y de dialogar… Y yo miro la proporción de tiempo dedicada a la formación intelectual hoy, y a veces hasta la atomización de la razón, y hay una tensión muy grande. Si uno distribuye en horas y en tiempo de la persona, creo que nos asombraríamos de lo que se dedica en tiempo a la formación intelectual frente a otras dimensiones que van en pérdida, me parece, a la hora de formar el corazón. Lo planteo como tensión no como contradicción.
Recondo: Veo el problema, no veo un camino de fácil solución, tal como están estructurados nuestros Seminarios. Veo que a veces los plazos son más académicos que formativos. Creo que es importante que los muchachos sepan que eso, al menos, uno lo desregula, que los plazos no son los académicos… Yo me acuerdo cuando nosotros planteamos la experiencia en parroquia a los obispos (un año en parroquia después de la teología), ellos me decían: «¡Pero si ya está…!, ¡si ya terminó el Seminario!». ¿Ven? «Ya terminó el Seminario»…, porque terminaron los estudios. Identidad y reducción de lo formativo a lo académico. El Seminario no terminó, terminaron los estudios. Esa instancia no es una yapa, un lujo, sino que la planteamos como una instancia necesaria dentro del proceso formativo y por eso nosotros dejamos de llamarlo «año de pastoral», desvinculándonos de toda una tradición que los Encuentros de la OSLAM han fortalecido. Sin embargo, a mí me gusta «año de experiencia en parroquia», porque a los muchachos yo les planteo esto: la pretensión no es que ustedes hagan mucho en la parroquia, sino que la parroquia haga mucho en ustedes. Y la clave no es necesariamente lo pastoral. A la parroquia hay que ir para madurar humanamente, para madurar espiritualmente, para madurar pastoralmente, y también en la convivencia… Entonces, cuando se va aproximando la experiencia en parroquia, yo tengo un encuentro con cada uno para ir haciendo una evaluación. Y comienzo partiendo de esta pregunta: si vos tuvieras que ser cura hoy, ¿qué pensás que tenés y qué pensás que te falta? ¿Qué fuiste adquiriendo y qué notás todavía como algo a madurar… en todos los ámbitos, en lo humano, en lo espiritual, en lo intelectual, en lo comunitario, en lo vocacional…? Esto, en orden a que él vea en dónde está parado, y qué es lo que todavía le queda por recorrer. No sólo para la experiencia en parroquia. Yo quiero que cuando se ordene, se vaya con autoconciencia de lo que ha caminado y lo que todavía le falta caminar. Porque el muchacho que se ordena aspiramos a que tenga un piso de madurez humana, espiritual, vocacional, pastoral… no un techo. Pues sabemos que éste no se alcanza totalmente ni en el Seminario ni en otro lugar, sino en la otra vida… Uno lo que tiene que buscar es que haya un piso de madurez antes de ordenarse. Pero es importante que el muchacho salga del Semianrio sabiendo que no va a poder decir que «ya está…», «ya dejé atrás mis inmadureces, no necesito planteármelas…» Y considero que esto es posible en la medida en que se va profundizando sobre la evaluación, llevando a que el muchacho sea el protagonista desde una autoevaluación. Comparto aquí mi experiencia concreta al respecto: antes que nada, les pido a los muchachos un borrador, redactado sin ayuda de nadie; después les pido que ese borrador lo charlen con el director espiritual, con el párroco, y si están haciendo una psicoterapia que lo confronten con el terapeuta, y después lo volvemos a ver juntos. Se va enriqueciendo el mapa, y cuando nos volvemos a ver, les hago mi devoluación. Y de eso surgen los objetivos que se llevan para el año en parroquia. Esto lo vuelvo a hacer antes de la ordenación, aunque ya tengan fecha… Me parece importante que el muchacho sepa que en tal cosa sigue flojo humanamente, espiritualmente, pastoralmente…, que hay que seguir creciendo. Y que en tales o cuales aspectos se va del Seminario fortalecido, más maduro, más crecido.
Comentario: Nosotros, dentro de ese mapa de evaluaciones también vamos incorporando, de a poquito, a los mismos compañeros y a la familia. Es decir cómo los ven, qué cambios vieron y en todos los casos que dos compañeros escriban cómo los ven, y que eso lo confronten con cómo se ven ellos también.
Comentario: Como sugerencia se me ocurría pensar que así como la Iglesia ha hecho el esfuerzo de un plan de formación, de explicitar objetivos, metas, medios, para los seminaristas, a veces creo que sería útil tener algo similar para nosotros como formadores, no sé si un plan… pero sí esto que vos decías: nosotros estamos junto con los muchachos en un proceso de formación, porque a fin de cuentas lo que vivimos, convencidos de lo que transmitimos, conlleva también nuestras inseguridades; nuestras dudas, también se las transmitimos, nuestras taras, también se las transmitimos… Yo creo que en nuestros Seminarios, puede ser que nuestras reuniones de formadores sean fundamentalmente organizativas, y no sé si son tan formativas para nosotros y entre nosotros, sería bueno quizá que en alguna oportunidad compartiéramos lo que hacemos porque sin duda en más de un seminario debe haber cosas muy lindas. Como modo de ayudarnos, decir qué estamos haciendo entre nosotros para formarnos mejor, para evaluar lo que hacemos. Porque evidentemente nos ponemos en un rol de evaluar nuestra tarea frente a los muchachos. Pero qué medios estamos utilizando para ayudarnos entre nosotros como equipo de formadores para crecer espiritualmente, para crecer humanamente, para crecer en estas dimensiones que nos preocupan de ellos, cómo nos preocupan y se integran en nuestra tarea diaria. Por eso es que sería bueno aunque sea esbozar en algún momento, no digo un plan sino quizá el itinerario de un formador a nivel equipo. Porque sin duda nos movemos con intuiciones y con cosas que la experiencia nos va enseñando, pero que por allí nos falta explicitarla en algun momento.
Comentario: Me parece interesante esa distinción que pones entre alegría y jarana. Creo que habría que agregar que entre la misma alegría, alegría espiritual, estaría la fundamentación. Es decir, en qué me baso para estar bien, para sentirme feliz, para sentirme alegre: ¿en los éxitos, en las cosas que me van bien o en el amor que los demás me tienen, especialmente en el amor de Dios? Parto de la escena del evangelio en la cual Jesús recoge lo que sus discípulos habían hecho como experiencia en el año pastoral digamos, y vuelven y le cuentan. Alégrense porque sus nombres están escritos en el corazón de Dios, ése es el motivo fundamental. Puede que un día nos echen los perros, vayamos a una misión y las cosas no nos hayan salido bien; sin embargo no tengo el derecho de sentirme mal porque Dios me sigue amando, ni me ama más porque hago las cosas bien, ni me ama menos porque las cosas me salen mal. Yo digo a partir de alguna experiencia que he tenido con los muchachos por dificultades de estudio, tuvimos que retrasar un año el paso del introductorio al primero de filosofía. El poder conversar desde este ángulo, o sea si realmente te sientes llamado, lo fundamental es que te sientas amado por Dios, lo demás podemos nosotros no interpretar bien tus pasos, ni el Obispo, ni los formadores. Sin embargo Dios es el que te acompaña y por lo tanto no pierdas la paz, la seguridad, sobre todo la alegría porque nosotros no hemos acertado, no hemos interpretado bien las cosas. Por lo tanto no sólo distinguir lo que es la alegría, lo que es el placer, lo que es la felicidad, lo que sea, sino también cuáles son las motivaciones y en qué me apoyo. Porque en la vida de sacerdote también nos va a pasar lo mismo. Muchas veces desinteligencias con el Obispo, con el presbiterio, o no me han interpretado bien ciertos planteos pastorales, y tiendo a desanimarme. O sea, no me siento querido, no me siento aceptado, no me siento interpretado, ¿dónde queda Dios?
Recondo: Creo que ese es un criterio de discernimiento muy rico, llegar a que el muchacho se revise en qué es lo que lo pone triste, y qué es lo que le da gozo. En realidad es como ir a San Ignacio, porque son experiencias desde las cuales también se madura mucho el corazón, si uno las sabe discernir.
Comentario: Dos preguntitas, y por ahí un aporte o comentario a lo que vos decías. Lo primero, en cuanto a lo intelectual, pienso que quizá no ayuda mucho nuestra denominación: «filósofos», «teólogos»… Nosotros estamos tratando de trabajar más «primera etapa», «lectores», «acólitos», «diáconos». Me parece que es un poquito más integral la formulación y más dirigida al destino. Los que están en la primera etapa o en la etapa previa a los ministerios. Por ahí son cuestiones de palabras pero no tanto a la hora de la vivencia de los chicos. Decir soy el filósofo, soy el teólogo me parece que es reduccionista. Lo segundo ¿cómo te parece el esquema, aún cuando fuera un Seminario grande, de pequeñas comunidades a la hora de poder formar el corazón?. Me parece que ese ámbito es casi privilegiado, tal vez lo masivo hace muy difícil esto por más empeño que pongan los formadores.
Recondo: Lo primero, nunca se me había ocurrido, pero es verdad, más allá de que sea un lenguaje que sólo entendemos nosotros: cuando uno dice a alguien en la parroquia «soy un filósofo» o «soy teólogo», te miran con cara de asombro… Pero bueno, son esas cosas que están instaladas. Es verdad que son palabras que dicen algo… Y después, sí, comparto que la pequeña comunidad, para mi gusto, es esencial al acompañamiento del muchacho, en la experiencia que él hace en la formación del corazón. Uno acompaña no sólo al muchacho sino a la comunidad, y desde la comunidad debe ver a cada uno también. Además, frente a las inmadureces del corazón que la actual cultura va propiciando, como el individualismo, está también, dentro del fenómeno narcisista, lo que yo llamo autoerotismo espiritual, pastoral o intelectual. Es decir, una manera de entender la vida a partir de lo que a uno le da placer, le hace sentir bien: en lo pastoral, en lo espiritual, en lo intelectual, y a veces en lo comunitario. Así que me parece que en ese camino de autotrascendencia que uno tiene que favorecer para preparar un corazón a vivir de caridad pastoral, es decir un corazón inclinado a la autotrascendencia de la oblatividad, sin duda la convivencia en pequeñas comunidades es un camino precioso…
Comentario: Lo mío no es una pregunta, puede ser un aporte. Con esto del lenguaje del corazón, nos metiste en el lenguaje sapiencial. Te quería preguntar si a la tarde vas a tocar el tema de la autoformación… La autoformación abre la puerta a un protagonismo al que no tendríamos que tenerle miedo. La educación futura tiene que hacerlos participar más en la formación del proyecto del seminario. Esto no lo invento, porque creo que hay una carta, creo en el año 82, por ahí alguno se acuerda, la carta a los jóvenes del Papa, que hablaba del tema de la autoformación. Le hablaba a la juventud sobre todo europea sobre el ambiente que tenía que afrontar un católico ante el racionalismo, etc., les proponía el camino de la autoformación. Y que son las ideas socráticas, es decir, donde él mismo tenga su evaluación, su formación, tome conciencia de sus límites, de lo que está en ciernes por superar, etc.. Yo estoy en el introductorio y siempre me da la idea de que está todo muy cuadriculado, porque todo esto lo hemos escuchado y viene muy bien volver a recogerlo, pero queda también picando el tema de la participación de los muchachos en su propia formación, que me parece que en muchas cosas se podría ensayar mucho más la participación de los muchachos, no dejarlos tan pasivos en esto…
Comentario: En el cambio hermenéutico de la palabra de «director espiritual» por «acompañante espiritual» surge mucho lo de la autoformación: no es el que te dirige, te encuadra, sino el que te acompaña en el proceso de discernimiento.
Comentario: Mirando hacia atrás, en los curas que se formaron, ¿quién formó el corazón sacerdotal, humano y espiritual del Cura Brochero o del Padre Buteler…? Había para ellos también un proyecto desde el punto de vista humano y espiritual, y también estaba integrado. De hecho estas figuras después en su ministerio lo reflejaron. Quizá tenemos que descubrir en nuestro tiempo ese desafío, que está al lado de una vocación de santidad.
Recondo: Lo de la autoformación, yo en realidad lo daba por sentado cuando hablaba de esas cuatro formas posibles de relacionar el sistema estricto o tolerante, con el afecto o el rechazo afectivo… Justamente lo que se sugiere cuando se habla de régimen tolerante es dar espacio para un crecimiento responsable en la libertad. Por ahí no coincide explícitamente con esa palabra pero me parece que obviamente a eso queremos apuntar. Y además, de eso depende el verdadero crecimiento, lo demás creo que es prender con alfileres, mientras no se haya asumido al muchacho como protagonista. Comparto también esto que decís de Brochero, Buteler… De los antiguos Seminarios han salido curas admirables. No podemos decir ahora sí y antes no. Pero situados en la coyuntura, y quizá analizando las crisis de los últimos tiempos, me parece que no ha sido gratis el haber omitido formar mejor en algunos ámbitos. Y me parece que nos falta mucha autocrítica, a la Iglesia, a los Obispos, a los formadores, respecto de los sacerdotes que dejan. Me parece que el caso se cierra al día siguiente, se atribuye toda la responsabilidad a una cuestión de infidelidad personal y pienso que esto no nos hace bien, ni al que se va, ni a nosotros, porque no nos ayuda a crecer…
Comentario: No quisiera alejarme mucho del tema pero lo de la autoformación me recuerda otra palabra también importante dentro de la pedagogía de la formación, que es la coformación o la corresponsabilidad. A veces y por experiencia, uno va viendo que, en la etapa formativa, el proceso parece ser una suerte de pulseada entre el formador y el formando…, o el formador es muy subjetivo, o el formador tiene preferencias, o el formador está influenciado, … y creo que ahí tienen una gran importancia los propios compañeros, es decir generar en ellos el que uno pueda opinar sobre el otro. Y todos nos ayudamos a crecer, «y esto que te dijo el formador yo también lo veo, o esto que él no te dice yo sé que lo tenés». Ir a través del diálogo personal con los chicos y a través también de dinámicas comunitarias. Nosotros más bien somos un grupo reducido pero el feedback, o sea opinar sobre el hermano sin, por así decir, dar derecho a réplica, sin que el otro se justifique: «yo de afuera te veo así, intento ser objetivo…» Y después lo charlamos… A veces los demás conocen y saben cosas que no dicen a los formadores, o no se lo dicen al propio muchacho: el silencio cómplice. A veces los mismos chicos conocen cosas del hermano, y por no quemarlo, por no ser buchón, se lo guardan. Son mecanismos de ese submundo del Seminario, que existe y nosotros a veces estando mucho tiempo con ellos no percibimos, no conocemos, pero generar en ellos esto de la coresponsabilidad y que yo soy responsable y a veces protagonista de la vocación de mi hermano y mañana, bueno, yo cargaré, sufriré, me alegraré con las limitaciones y con las alegrías de él.
Comentario: Tenemos tendencia a tener más en cuenta las deserciones, y a veces nos olvidamos de los éxitos o aciertos de nuestro propio Seminario. Si bien en la memoria histórica generalmente tenemos tendencia a ver más las crisis, por ahí los que llevamos varios años de formación, debemos sentir orgullo por los sacerdotes que han salido de nuestro Seminario. Saber tener en cuenta para un proyecto futuro, para el nuevo presbítero, para la nueva evangelización, no sólo las omisiones del Seminario en las deserciones sino también sentirnos orgullosos y proyectar desde nuestros aciertos, en qué acertó la Iglesia o acertó nuestro Seminario para tener los hermosos sacerdotes que tenemos, porque hay un 10 por ciento de deserción, pero ¿y el otro 90?… Entonces al analizar nuestra historia, y al ver nuestros Seminarios, no sólo ver las omisiones y en qué podemos servir mejor; también reconocer todo lo bueno como don de Dios y como logros nuestros para volverlos a reeditar.
Diálogo posterior a la lectura de un artículo del P. Recondo
Comentario: Uno de los temas que me llegaron como novedad es el planteamiento del ejercicio la autoridad como servicio. Creo que es importante tenerlo en cuenta sobre todo porque muchas veces uno por no ejercer una autoridad, así un poco déspota, se cuida demasiado y no ejerce la autoridad, o sea no presta el servicio de ayudar a crecer al otro con nuestra presencia de hermano mayor y entonces se van diluyendo por un diálogo de tipo democrático de búsqueda, de consenso, pero uno a la hora de la verdad no presta el servicio de decir «esto es así». Pablo VI, en la exhortación a los religiosos, expresa justamente que en la búsqueda de la voluntad de Dios todos somos hermanos, por lo tanto el formador y el súbdito, por poner una palabra, buscando somos iguales, pero sin embargo a la hora de la verdad alguien tiene que representar esa partenidad de Dios para poder decir, bueno, esto es lo que debemos hacer, para sacramentalizar de alguna forma la voluntad de Dios y al mismo tiempo quedarnos todos con la tranquilidad y la seguridad de que, después de una búsqueda, Dios nos ha dicho su palabra. Creo que esto es importante porque si no no prestamos ese servicio, o lo hacemos en forma despótica o dejamos pasar la oportunidad de hacerlo presente a Dios de esa manera. Reflexionar de esa manera puede servir mucho, de una manera particular la dirección espiritual: uno dice muchas veces, bueno, vos buscá, rezá, ve, yo te doy estos elementos…, pero no acabamos de decir la palabra que al otro pueda ofrecer seguridad…
Recondo: Es cierto, yo lo experimentaba claramente en la vida parroquial: cuando uno como pastor no ejerce el servicio de la autoridad, es fácil que los fuertes terminen oprimiendo a los débiles, incluso dentro de una comunidad cristiana; es decir, robando los espacios, invadiendo el campo del otro, impidiendo la participación… Y me parece que, a veces, dentro de la comunidad del Seminario también puede ocurrir esto, también hay fuertes y débiles, también hay gente que se intimida y que está como castrada por el compañero y no se anima a participar porque el otro habla más fuerte… Entonces, si uno no va planteando esto y abriendo, como pastor, los caminos a la participación, conduciendo a unos y otros (a unos para que den más espacio, a otros para que tomen el que les corresponde), es fácil que bajo la apariencia de que estar sirviendo a la libertad (al no intervenir) se esté implícitamente perjudicando a los débiles. Es un servicio hacia los débiles que la autoridad asuma su papel… Yo recuerdo un cura que me contaba, hablando de su obispo, que éste lo llamó y le dijo: «bueno fijate si querés o no salir de la parroquia, y dónde querrías ir». El cura me decía «a mí me gustaría que me enviaran, no que me dejen toda la responsabilidad de la decisión, porque esto ya no es abrirse al diálogo, es que me pasa todo el problema a mí.» La cuestión es que el que tiene la autoridad la ejerza, y de modo evangélico (esta es la otra pata, obviamente…). Es bueno -y necesario- que consulte, que se abra al diálogo pero no que en la decisión pida que uno lo reemplace. Algo análogo nos puede pasar a nosotros en lo nuestro, como bien planteabas.
Comentario: Usted había dicho que en el Seminario no había que formar para una oración monástica, porque después en la vida pastoral los muchachos se encuentran con tiempos difíciles para hacer sus horarios de oración. ¿Cómo sería formar en esta vida de oración para el ministerio?, porque si bien en el Seminario deben mantenerse ciertos horarios y regímenes de tiempo, ¿de qué manera puede formarse a los seminaristas para su oración dentro del ministerio, y que después no traten de llevar la oración que llevaban en el Seminario para querer vivirla en el ministerio, porque ahí ven que se les van los tiempos y se sienten frustrados y no pueden hacer oración? Y capaz que ellos pueden vivir y hacer la oración de otro modo. Pero como se les enseñó a hacerla de determinada manera se ven limitados…
Recondo: Me parece que la pregunta tiene distintos aspectos: por un lado, la fidelidad a la vida de oración y, por otro, el modo ya más propio de rezar, conforme a nuestra vocación específica. En orden a la fidelidad, a una vida de oración consistente, creo que es clave formar en una vida teologal. La vida de oración tiene mucho que ver con la fe, tiene mucho que ver con la esperanza. Hay una frase de Bernanos en «Diálogos de Carmelitas», que no recuerdo si es de la priora o de otro personaje, que se interroga y dice: «¿No es una contradicción muy extraña que los hombres crean en Dios y al mismo tiempo recen tan poco y tan mal?… Yo creo que la fidelidad en la oración tiene mucho que ver con la madurez en la fe. No depende tanto de un problema de la voluntad como de un problema de madurez teologal. Hay un artículo de Segundo Galilea en la Revista Católica de hace como unos diez años titulado «La oración del sacerdote», en el que relaciona explícitamente estos dos temas, mostrando cómo la perseverancia en la oración está asociada a la consistencia de la fe. Muestra hasta qué punto es frágil la oración porque es frágil la fe. Se trata, entonces, de formar en una fe más madura, donde Dios tenga el lugar que debe tener en la propia vida. Y del mismo modo podemos decir que el abandono de la oración a menudo no tiene tanto que ver con la falta de voluntad como con el debilitamiento o la inmadurez de la esperanza teologal, con haber dejado de esperar; de esperar encontrar o de esperar recibir. Entonces, más que la receta de una técnica que creo que como tal -como receta mágica- no existe y es un error buscarla, pienso que hay que ver desde las raíces, desde los cimientos: si hay raíces y cimientos para que esto se sostenga. Y luego, en cuanto a lo más práctico, es bueno que los muchachos descubran que si bien es muy favorable al desarrollo del hábito de la oración la estructura formativa del Seminario, que sepan también que su vida de oración como sacerdotes se va a parecer mucho más a los tiempos en los que están fuera del Seminario que a los que están dentro. Por eso es importante acompañar la evaluación de los tiempos «desregulados» dentro del proceso formativo: ver cómo ha sido la experiencia de oración en el tiempo de vacaciones, en el tiempo de misión, y particularmente creo que es muy bueno el tiempo de vida en parroquia. Una de las cosas valiosas de la «experiencia de vida en parroquia» es anticipar ciertas crisis que inevitablemente se van a dar cuando el muchacho salga del Seminario, y es bueno anticiparlas, porque si no esas crisis se van a dar cuando esté ordenado y bajo la presión del ministerio. Cuando esto lo vive en la parroquia como seminarista, todavía se lo puede acompañar en orden a ir reelaborando, desde lo que él había cultivado dentro del Seminario, cómo acuñar y consolidar su vida de oración por propia opción. Cuando los muchachos empiezan la experiencia en parroquia se desarman en cuanto al orden de vida, y siempre entra en crisis, entre otras cosas, la vida de oración. Y es bueno que allí sea y no después. Porque entonces uno lo retoma, lo ve con más realismo, y recupera su opción por la oración desde una realidad más semejante a la que va a vivir como cura.
Comentario: Es muy lindo lo que dice el Papa, no recuerdo si en «Cruzando el umbral de la esperanza» o en «Don y Misterio», cuando Messori le pregunta cómo reza el Papa. Hay una gran coincidencia con lo que leía aquí; cuando se habla de nuestro ministerio, se habla de ejercerlo no como un hacer, nomás, sino como nuestro ser, y es ocasión para nuestro encuentro con Dios. Yo he visto cómo los seminaristas que iban a visitar a los enfermos al hospital, llegaban a las vísperas por la noche y traían toda la lista de enfermos que habían visitado. Creo que esto ayuda mucho, llevar la vida a la oración y la oración a la vida. Y el Papa lo dice así muy rápidamente insistiendo en que siempre se hace el tiempo para la oración, porque tiene mucho que hacer, precisamente…
Comentario: esa relación entre fe y oración, también se da cuando se nos critica que no estamos disponibles al sacramento de la reconciliación; es una queja que escucho frecuentemente, no siempre con los mismos matices, pero a veces cuesta encontrar sacerdotes para el sacramento de la reconciliación. Yo creo que si hay algo irremplazable es justamente el sacerdote en el sacramento de la reconciliación. ¿Se puede deber también a esa dimensión teologal?
Recondo: Yo creo que es algo más complejo, aunque incluye, sin embargo, la cuestión de la madurez teologal. En la vida pastoral hay cosas que a uno le gusta hacer, y cosas que a uno le gusta haber hecho. No siempre uno «arranca» de la misma manera en todas las cosas. Humanamente, para más de uno, el ponerse a confesar significa un gran esfuerzo. Para otros, quizá, todo lo contrario. Y es real lo que el Papa llama -cuando escribió para el aniversario del Cura de Ars-, la fatiga de la confesión. Me parece que lo que importa ahí es descubrir que es un derecho de la gente, que el Papa también señala, y por eso hay que estar disponibles. Eso a mí me ha ayudado mucho, de manera análoga, con la celebración de la eucaristía. Al principio yo celebraba la eucaristía diariamente por una cuestión de devoción personal -que, gracias a Dios, mantengo-. Después descubrí que ese no podía ser el fundamento último. Vi que la gente tenía derecho sobre mi eucaristía y que el último, el más pecador, el hombre más alejado, el hombre más pobre, el hombre más desesperado tenían derecho sobre mi eucaristía. Y derecho adquirido -como el de la confesión- por Cristo. Eso a mí me ayudó a descubrir una razón más profunda respecto de la disponibilidad que uno ha de tener para ofrecer esos servicios.
Comentario: A mi me llegó mucho en el artículo que en varias oportunidades advertías sobre no plantear la vida espiritual y la vida pastoral a partir de nuestras necesidades. Porque me parece una advertencia muy sana. A veces podemos disfrazar, no por una cuestión moral sino por una cuestión de debilidad, acentuaciones personales que cada uno de nosotros da a los distintos ámbitos de la formación según sus propias necesidades, o porque necesitamos la aprobación de los seminaristas, sentirnos también queridos, protegidos, seguros. Me parece que es muy sana esta advertencia porque también eso es lo que queremos enseñar a los muchachos, que no planteen su vida ministerial a partir de sus necesidades de éxito o, como vos decías, por una especie de autoerotismo en el plano de lo pastoral, espiritual, intelectual… Me parecería bien que cada uno de nosotros haga como una especie de examen de conciencia formativo: si nuestras acentuaciones personales responden a nuestras necesidades o a lo que objetivamente Dios pide de nosotros. Y yo creo que en eso la vida de equipo puede ayudar, porque ahí entonces empezamos a calibrar nuestras propias afirmaciones cuando se contraponen con la visión que el hermano, el compañero de equipo tiene. Por otro lado, respecto a lo que afirmabas recién, yo creo que el seminario brinda a veces un medio demasiado protector. Tengo la impresión que nuestra preocupación muchas veces tiene rasgos muy paternalistas, y quizás deberíamos revalorizar los momentos en los cuales el seminarista está expuesto. A veces el mismo muchacho busca que el tiempo de vacaciones tenga muchas actividades, o nosotros nos preocupamos para que no tenga tanto tiempo libre en las vacaciones, y yo creo que es necesario que tenga mucho tiempo, no sólo de vacaciones sino donde él pueda contrastar si lo que hace es porque hay un agente externo que se lo pide o porque él realmente lo quiere hacer. Más allá de si rezó o no la liturgia de las horas, para mí es secundario, lo importante es si rezó o no, qué y por qué. Y yo creo que les pasa a ellos como nos pasa a nosotros, cuando nadie nos exige nada, ahí nos damos cuenta de lo que hacemos porque estamos convencidos o porque lo necesitamos. Yo creo que hay una tendencia a llenarle el tiempo al seminarista, y creo que el tiempo de vacaciones, de misión, debería ser lo suficientemente prolongado para que él lo pueda ver… Y a veces nos da un poco de miedo que tenga demasiado tiempo… Y yo creo que es necesario que lo tenga.
Comentario: Nuestro grupo fue bastante rico, no llegamos a leer todo. Quisiera decir algunas cosas que hemos conversado entre nosotros. Primero, cuando al comienzo hace referencia al ambiente del Seminario… Al pie de página cita la Ratio, que pone la comunidad del Seminario como mediación no sólo para la formación sino para el discernimiento vocacional. Y lo que nosotros conversábamos era eso, que a veces los chicos ingresaban al Seminario con la vocación ya «definida»; ellos se llamaban, no eran llamados por Dios. Entonces cuando llegaba la mediación necesaria -formadores, Seminario-, a ellos les resultaba un poco difícil de aceptar. Eso por un lado. Por otro lado, hablaba de una espiritualidad, y hablaba de servicio, y por ahí no salió en el texto pero que uno lee en algunos libros… Creo qu es necesario incentivar la espiritualidad del siervo sufriente. Por el fenómeno posmoderno de que todo es superficial, de que todo es inmediato, de que todo es light, y… los chicos vienen de ese mundo, entonces de repente piensan que ser cura es eso también, se pasa bien, se come, se tiene auto… Hoy creo que también hay que hablarles sobre el siervo sufriente que enriquece mucho nuestra espiritualidad…
Comentario: Creo que la expresión de San Marcos cuando Jesús llama para estar con él y para enviarnos, muchas veces en la promoción vocacional hemos supuesto que Jesús llama para enviar. Y Jesús llama para estar con él, desde el estar con él es el envío. Y en nuestro esfuerzo en el Seminario debemos insistir en el estar con él, aprender a estar con él. De tal forma que cuando venga con fuerza la actividad en una Semana Santa, en una misión, que aparentemente puede hacernos caer en un activismo, si me he educado en el estar con él no voy a caer. Si no estoy educado en el estar con él entonces sí el tiempo libre que me den no voy a saber qué hacer. No voy a buscar estar con él y me lleno de actividad y ése es el activismo.
Recondo: Me viene a la memoria ahora «San Manuel Bueno, mártir», aquella novela corta de Unamuno, en su tiempo muy cuestionada, y que es tan interesante porque presenta la narración que hace una mujer sobre la vida del cura de su pueblo -luego de su muerte-, al que todos tenían por santo; y a medida que va avanzando el relato se va desnudando que es un hombre sin fe, propiamente sin fe, obraba con ánimo de hacerle bien a la gente, pero no era creyente. Y aparecen algunos párrafos sobre el activismo de este hombre, realmente muy interesantes a la hora de relacionar activismo y vida teologal. Se describe cómo huía de sí mismo y tenía mucho miedo a la soledad, por lo que buscaba llenarse de actividades. Tiene algunos párrafos muy significativos. Es una obra que vale la pena leer, es un poco perturbadora, es cierto, pero ahonda con rara perspicacia en el problema de la fe.
Recondo: Hace un tiempo me encontré con un artículo del padre Spicq titulado «Las virtudes teologales en el sacerdote» del año 47, y me llamó la atención, después de leerlo, que le dedicaba más de 15 páginas a la fe y a la esperanza, y sólo 3 ó 4 a la caridad. Yo pensé: qué notable, cómo han cambiado los tiempos…, porque hoy la caridad tiene mucho más lugar y relevancia en un artículo sobre el sacerdocio. Y pensé: qué maravilla, cómo se ha enriquecido el tema de la caridad pastoral en la reflexión sobre el sacerdocio. Pero después me puse a pensar sobre el espacio que se le daba entonces a la fe y a la esperanza, y hoy día uno prácticamente no escucha hablar sobre la fe y la esperanza del sacerdote, sólo se habla de la caridad… Y si bien es una verdadera bendición el desarrollo de la teología de la caridad pastoral, llama la atención a su vez la ausencia, el silencio sobre la fe y la esperanza en la vida sacerdotal. Y eso no puede ser gratis. Son de las cosas que se dan demasiado rápidamente por supuestas. Y en el artículo de Segundo Galilea que mencioné hace un rato, él plantea que es para elogiar cuando uno ve un hombre de fe en un sacerdote, en un seminarista o en el Papa; no hay que dar por descontado que eso esté, sobre todo la madurez de la vida teologal. Y me planteaba hasta qué punto uno no da por supuesto que, cuando un chico ingresa al Seminario, «ya está» su vida teologal. Lo cual no es del todo errado; es más, en algún sentido, es cierto; lo errado es pensar que ya está «hecha» su vida teologal, la consistencia y la madurez de su vida teologal. Sobre todo entendiendo que la fe implica una doble dimensión, una dimensión cognoscitiva, dogmática, de adhesión a un contenido, y una dimensión fiducial, existencial, de adhesión a una persona, que es muchas veces donde cruje la fe. Es decir, alguien puede profesar el credo pero vivir como si Dios no existiera. De hecho, vivir como si Dios no existiera… Quizás uno acepta serenamente la relación con algo -que son los contenidos de fe-, pero ¿hasta qué punto hay madurez en la relación con Alguien? Y por eso me parece que es muy rica la expresión hebrea que designa en el A.T. la actitud creyente, que se traduce como «apoyarse en Dios» (heemin). Es muy reveladora: el creyente es el que vive apoyando su vida en Dios. Y creo que es bueno discernir hasta qué punto las de nuestros muchachos, las nuestras, son vidas apoyadas en Dios. No simplemente intelectos adheridos a determinados contenidos, que aceptan como verdad determinados contenidos, sino que, existencialmente, esas verdades afecten nuestra vida. Porque también nosotros podemos terminar viviendo como si Dios no existiera. Es terrible, es lo propio del secularismo, lo que el Vaticano II llama ateísmo práctico. Eso que lleva a decir a Maritain que el antiteísmo o el ateísmo teórico va acabar en el mundo cuando deje de existir el ateísmo práctico… Esto es, cuando los que decimos creer lo reflejemos en nuestra vida, reflejemos que Dios existe. Y me parece que en nuestra vida, en la vida de los muchachos, podemos encontrar que aún adhiriéndonos a determinadas verdades, por ahí terminamos viviendo en función de códigos que son más mundanos que evangélicos. No sólo los consumistas, sino también los «carrieristas»…; hay formas muy mundanas de vivir dentro de la Iglesia. Es todo un tema el de formar en la maduración de la fe, que allí encuentren fundamento la vida de los muchachos y por supuesto la nuestra. Hablábamos con Carlos en estos días sobre la inquietud que quedó después del curso que hicimos con Jiménez Ortiz en Tucumán, de traerlo para que nos hablara sobre la pedagogía de la fe, de cómo formar en la maduración en la fe; es un tema que él trabajó para dárnoslo pero luego no pudo venir a hacerlo. Creo que vale la pena tenerlo en cuenta para el futuro…
Comentario: Otra perspectiva que completa lo tuyo, para tomar la «Pastores dabo vobis» misma: En el Capítulo V, donde habla de la vida espiritual en los seminaristas, no tanto en el horizonte del sacerdote sino en el seminarista, plantea un camino pedagógico interesante que es la búsqueda de Cristo, hacerse amigo, y el camino pedagógico a través de la Palabra, de los sacramentos y del encuentro con el hermano. Me parece que eso cierra, ayuda a cerrar bastante todo este tema de la experiencia fundante o el camino teologal del que hablábamos. Por ahí tenemos una pista para pensarlo, porque me da la sensación que esto podemos plantearlo, pero es el camino de toda la vida, esto del artículo es como el horizonte de todos nosotros, el ideal que buscamos. Esto otro me parece que es como más adecuado en lo pedagógico, me parece a mí.
Recondo: Quisiera decir una palabrita sobre la esperanza. Sobre todo la necesidad de distinguir entre optimismo y esperanza. En esto me iluminó mucho Moeller, en su preciosoa obra «Literatura del siglo XX y Cristianismo»: en el primer tomo, no recuerdo analizando a qué autor, él plantea cómo el optimismo muchas veces encubre desesperación, hasta qué punto es algo bien distinto de la esperanza cristiana. De hecho, el optimismo es una actitud psicológica que mira lo bueno, el aspecto bueno de la realidad o que incluso plantea que el futuro será mejor que el presente. Lo cual, si tiene fundamento en la realidad, bien, pero puede ser un mecanismo negador de la realidad, que la reemplaza por decreto. No siempre lo que viene es mejor, no necesariamente. A veces puede ser una manera no ya de ver lo bueno sino de no ver lo malo, el lado doloroso de la realidad, a lo que esta cultura también inclina. Y la esperanza cristiana es bien distinta en cuanto que se funda no en algo subjetivo, en un decreto de uno, sino en la confianza en quien promete. Por eso él decía que muchas veces el optimismo encubre una oculta desesperación. Y no es casual que la cultura actual sea voluntarísticamente optimista: «está todo bien», se escucha entre nuestros jóvenes como un latiguillo. La New Age se incribe en esta línea… Ver todo «en positivo», no mirar lo que duele, lo que pueda a uno desarmonizarlo. La reencarnación es de algún modo una apuesta optimista, porque no es más que una mera hipótesis, pero justamente de alguien que no espera, y por tanto se ofrece a sí mismo esta hipótesis optimista. Lo mismo lo que Ratzinger, en un librito que recoge unos ejercicios predicados por él, llama los «optimismos ideológicos»: tanto el marxismo como el liberalismo prometen, siempre han prometido que mañana estaremos mejor aunque haya que sacrificar la generación presente. «Estamos mal pero vamos bien», decía el profeta… ¡Un decreto…! Entonces yo creo que es importante formar en la esperanza, es decir que en esto haya corazon es esperanzados, no optimistas, que en general son formas de huída, de no confrontar con la realidad. En eso la Escritura es muy rica, los profetas no fueron hombres optimistas, fueron hombres esperanzados, miraban las cosas de frente, en su crudeza pero confiaban en las promesas de Dios… También uno advierte más de una vez cierto voluntarismo a nivel eclesial, sea por razones ideológicas, sea por posicionamientos personales subjetivos. En el fondo, formar para una vida teologal es transmitir la convicción de que en la vida personal, en la vida eclesial, en la vida del Reino, siempre va a ser más importante lo que Dios haga que lo que nosotros hagamos. Y no está tan claro esto, de hecho, después, en la cancha… Y que las cosas no acaban donde uno ya no puede… Recuerdo cuando hace unos años, sobre todo con la llegada del fenómeno menemista en la Argentina, que puso en crisis muchos proyectos que parecían duraderos y de pronto se vieron en crisis -y no sólo a nivel nacional sino también a nivel mundial-, rodaba mucho el hacer alusión a la impotencia: «nos sentimos impotentes…» Y a mí siempre eso me sonaba al fracaso de una pretensión de omnipotencia. Y me parece que la esperanza está a otro nivel. Y Carlos Galli mencionaba ayer, entre las notas de la esperanza sacerdotal, el que libera de la omnipotencia, en orden a que uno pueda esperar como posible lo que uno ya no puede; que Otro puede lo que uno ya no puede. Y eso, tanto para la vida personal como para la construcción del Reino. Hay que madurar la esperanza en los muchachos, darle más raíces a la esperanza, no darla por supuesta.
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1.- Durante años se redujo el análisis de las deserciones a un problema de infidelidad personal. Luego, al considerarse las crisis atendiendo también a lo humano, muchos cayeron en un cierto reduccionismo psicológico. Cuando el cura entraba en crisis se recurría a un psicólogo como único posible «salvador». Y se omitía atender a la dimensión espiritual de la crisis, que acompañaba o trascendía muchas veces la dimensión afectiva de la misma. regresar
2.- C.M. MARTINI, Abraham, nuestro padre en la fe, Madrid 1984, 132. regresar
3.- A. JIMÉNEZ ORTIZ, El joven de hoy bajo el influjo de la posmodernidad, Boletín «OSAR» 3 (1997) Nº6, 16. regresar
4.- Ibid., 16-18. regresar
5.- Recordemos que la caridad pastoral tiene por contenido esencial «la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen.» (PDV, 23). Y que «esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. […] Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote» (ibid.). regresar
6.- B. BRAIN, Cómo educar el afecto, en La mujer, el varón y los hijos, Santiago de Chile, 1994, 235. regresar
7.- Cf. E. FERRERAS, Acompañamiento personal en la vida consagrada (I. El acompañamiento personal), Santiago de Chile 1997, 50-60; J. CERDA , La juventud actual y la formación afectiva, «Testimonio» n. 114 (1989) 72-75. regresar
8.- B. BRAIN, a.c., 237. regresar
9.- Cf. S. GALILEA, Los días de Emaús, Bogotá 1993, 25. regresar
10.- Es preciso reconocer que la espiritualidad sacerdotal no siempre supo integrar adecuadamente lo humano, en una síntesis que favoreciera el desarrollo armonioso de toda la persona. Durante muchos años, incluso, lo humano no fue objeto por sí mismo de la formación. Solemos referir esto a la etapa previa al Concilio, pero es significativo que en las Normas para la formación sacerdotal para los Seminarios Argentinos publicadas en 1984 y vigentes hasta 1994, se circunscribía la formación a tres dimensiones: la espiritual, la intelectual, y la pastoral. No tenían status propio la formación humana ni la comunitaria -como lo tendrán en el Plan de formación sacerdotal aprobado en 1994-, aunque ésta última aparecía al menos integrada en la formación espiritual (nn. 119-121). Tanto Pastores dabo vobis como el nuevo Plan para los Seminarios argentinos entienden que «sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario» (PDV, 43). ¡Y han pasado sólo diez años! Fue la realidad la que fue abriéndonos los ojos a nuevas necesidades anteriormente no advertidas, al menos en toda su dimensión. regresar
11.- S.C. EDUC. CAT., Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal (11-4-74), n. 26. regresar
12.- Podemos afirmar que no alcanza el hombre plena maduración afectiva, si no ha conocido el amor que Dios le tiene y no ha creído en él (cf. 1 Jn 4,16), si no ha hecho la experiencia de sentirse amado por Dios, aprendiendo a mirarlo como Padre. No acabaremos de sentirnos seguros, contenidos y queridos, mientras no vivamos sabiéndonos bajo la amorosa mirada de Dios. Y esto se explica -si nos remitimos a una antropología cristiana-, por la naturaleza misma de nuestra afectividad: Hemos sido hechos para Dios, y nuestro corazón estará inquieto [inseguro, insuficientemente contenido, insatisfecho], mientras no descanse en Él (Cf. SAN AGUSTÍN, Confesiones, I,1). regresar
13.-«Podemos pensar aquí en lo que debimos recibir por efecto del cariño materno (como el experimentarnos contenidos, el pensarnos queribles, la capacidad para expresar los sentimientos, o para empezar mirándonos a nosotros mismos desde lo positivo y no desde lo negativo, etc.) o de la presencia del padre en la vida familiar (como el experimentar seguridad a la hora de enfrentar las exigencias de la vida, la capacidad de iniciativa, la experiencia de pertenencia, o de protección…). Y no es que, de esta manera -como podrían objetarnos-, proyectamos sobre Dios lo que pertenece solamente al rol de nuestros padres y a la imagen que de ellos tenemos, por haber carecido de ello. Es al revés. El padre y la madre, viviendo plenamente su vocación de tales, son semejanza y reflejo de lo que Dios es para nosotros desde siempre. Están llamados a ser como un sacramento del rostro y del corazón de Dios ante sus hijos. De aquí lo hondas que resultan las heridas que se siguen de una experiencia infeliz en este sentido» (J. M. RECONDO, La formación espiritual de los futuros sacerdotes, A.A.V.V., Formación espiritual para el presbítero del Tercer Milenio, CELAM, Bogotá 1997, 67-68, nota 7). regresar
14.- «Cabe hacer notar, por ello, que cuando un seminarista lleva adelante una psicoterapia, es tarea de los formadores y, en particular, del director espiritual, ayudar a que integre el desarrollo de la misma a su personal proceso de maduración espiritual. Se trata de evitar, de esta manera, un cierto paralelismo entre estos dos órdenes -como si no influyera el uno en el otro- o la subversión que tiene lugar cuando lo espiritual acaba siendo leído -y secularizado- por lo psicológico» (Ibid., 68). regresar