BOLETIN OSAR
Año 6 – N° 12

 

El desafío de esta hora es formar el corazón
Encuentro Nacional de Formadores

Pbro. Dr. José María Recondo

1.- Esta hora…

Al ponerme a pensar sobre las principales necesidades formativas que nos plantea a los Seminarios argentinos la llegada del Tercer Milenio, me pareció importante comenzar atendiendo a la situación de los sacerdotes jóvenes en estos últimos años y sus crisis; y luego, a la fisonomía espiritual de los muchachos que estamos recibiendo y acompañando actualmente en nuestros Seminarios; por último, quisiera asociar estos indicadores a los desafíos pastorales que recientemente formulara el CELAM frente a la llegada del nuevo milenio, y al marco cultural posmoderno.

  1. Señala Juan Pablo II que «en estos últimos años y desde varias partes se ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio, afrontándolo desde un punto de vista relativamente nuevo y más adecuado a las presentes circunstancias eclesiales y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en el problema de la identidad del sacerdote [-como ocurriera en décadas pasadas-] cuanto en problemas relacionados con el itinerario formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes» (PDV, 3), vale decir, con la manera concreta de vivir el ministerio.

    En la Argentina, además, llegamos al Tercer Milenio, dejando atrás una década en la que hemos sido testigos de numerosas crisis y deserciones sacerdotales. No hay ninguna razón para pensar que el cambio de milenio establezca el final de este fenómeno. Y esto, obviamente, no puede dejarnos indiferentes a los que tenemos la responsabilidad de la formación inicial. Podemos atribuir las deserciones indudablemente a una crisis más amplia, de orden cultural, que afecta todo un conjunto de valores que anteriormente eran tenidos por definitivos y que ahora vemos estimar como provisorios y pasajeros, pero habría que analizar, igualmente, si no hay causas en la misma vida de la Iglesia -y, concretamente, en la formación- que han tenido alguna influencia en lo que está ahora sucediendo. Porque si bien es cierto que, en general, podemos reprochar la falta de un acompañamiento adecuado de los neopresbíteros una vez que salen de la estructura «protectora» del Seminario, creo que hay también cosas que revisar en la misma formación inicial que ellos recibieron. Siempre me ha parecido pecar de ligereza reducir las causas del abandono del ministerio a la sola infidelidad personal (la cual, claro está, tampoco hemos de soslayar a la hora de analizar las causas). Sabemos que el fenómeno es sumamente complejo, por lo que hay que evitar caer en análisis apresurados o simplistas, pero me atrevería a decir que, en todos los casos que recuerdo, la crisis no comenzó por la cabeza sino por el corazón (entendiendo aquí por corazón, lo humano-espiritual). Dicho de otro modo, no conozco a nadie que haya estado en crisis en los años 90 y que haya comenzado diciendo tonterías; sí que quizá haya terminado diciéndolas, pero como fruto y desembocadura de una crisis que había comenzado en otro «lugar». Por eso, frente a quienes afirman que el desafío que nos presentan las crisis sacerdotales de los últimos años es el de formar mejor la cabeza, en la creencia de que doblando la apuesta sobre la formación intelectual esas crisis no se producirán, creo que los hechos mismos desmienten tanto su diagnóstico como el remedio indicado: los curas que dejaron el ministerio no evidenciaron una insuficiente formación intelectual (a la cual, es preciso reconocer, le brindamos muchísimo tiempo y medios en la formación inicial), sino más bien carencias en el plano de su madurez humano-espiritual (y adrede insisto en no separar estas dimensiones): En los ya numerosos casos que conozco, el origen de las crisis ha estado siempre en causas humano-espirituales. Y si no reduzco el campo a la madurez humano-psicológica es porque considero que muchas veces la crisis involucró la vida teologal del sacerdote o tuvo origen directamente en ella, al debilitarse su fe, al quebrantarse su esperanza, al resecarse su caridad pastoral. Pienso volver sobre este tema cuando hable de la necesidad de formar a los futuros sacerdotes para una vida teologal, pero quisiera dejar planteado que no sólo las deserciones de algunos sino también el desencanto de otros, o incluso el agotamiento de muchos, tienen a menudo origen en el debilitamiento de la experiencia teologal como rectora de la propia vida1. Dice Martini: «Tengo la impresión de que muchos abandonos del sacerdocio debidos a crisis de fe nacen [del] desnivel entre lo que había esperado el joven sacerdote en el Seminario (la palabra de Dios llena de eficacia, la Iglesia llena de la fuerza de Cristo) y la realidad de las cosas, hecha de tristeza, cansancio, frustración, estancamiento, mezquindad, avaricia: ¿Cómo es posible esta situación frente a todo lo que nos habían prometido? Y entonces comienza a fallar la misma fe en Dios, tal como se le había conocido»2.

  2. Sobre «las nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial», dice el Papa que «presentan características bastante distintas respecto a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos aspectos es nuevo y que está en continua y rápida evolución.» (PDV, 3).

    Muchos de estos rasgos, al no estar exentos de ambivalencia, nos ofrecen, para la formación, no sólo dificultades sino también oportunidades nuevas. Pero creo que no nos equivocamos si decimos que, en los jóvenes de hoy, sus mayores carencias así como sus más importantes valores y posibilidades los encontramos en el campo de su afectividad… Basta leer el elenco que nos ofrecía no hace mucho el P. Antonio Jiménez Ortiz al plantearnos el perfil del joven de hoy bajo el influjo de la posmodernidad, con las realidades positivas y los puntos conflictivos que presenta para la formación sacerdotal:

    1. Realidades positivas para la formación: «Nuestros jóvenes son acogedores y espontáneos, generalmente sinceros y honestos, generosos y dispuestos a compartir sus cosas y su tiempo, disponibles a la participación en la pequeña comunidad, sensibles a lo espiritual y simbólico, tienen un marcado sentido de la autonomía, actitud de flexibilidad y capacidad de adaptación, en general tolerantes, con sentido del humor y actitud lúdica, quieren ser felices y eso es muy importante, más comunicativos y directos, más liberados de prejuicios, más capacitados para las relaciones personales que nosotros los adultos»3.

    2. Puntos conflictivos para el trabajo formativo: «El primer problema para la formación sacerdotal es la falta de una identidad personal. En nuestros jóvenes formandos se puede dar (no digo que en todos) una aguda fragmentación interior: no tienen un núcleo personal sólido que articule su personalidad; se sienten frágiles; predominan ciertos conflictos y necesidades como la falta de afecto, la necesidad de aprobación social del grupo, la inseguridad, la falta de confianza en sí mismos, la baja autoestima; aparecen como muy seguros pero en el fondo las pobres creaturas tienen un concepto muy negativo de sí mismos, aunque explícitamente esto sólo salga en momentos de confianza. El problema acuciante es el afectivo. […] El segundo problema es el narcisismo psicológico y espiritual. Este narcisismo está basado en un individualismo que ha situado en el centro de la opción, aunque sea a nivel inconsciente, el «yo» y sus necesidades. […] El tercer punto conflictivo es el escaso sentido de fidelidad. Los jóvenes tienen serias dificultades para asumir decisiones y compromisos para siempre. […] El cuarto punto: una significativa pérdida del sentido del deber. El subjetivismo que impregna sus vidas va acompañado de un apacible hedonismo. No es una cosa revolucionaria, ni patológica ni pecaminosa; la tendencia es a «pasarla bien». Y esto supone con cierta frecuencia una adhesión verbal a ciertos valores, adhesión verbal pero no interiorización de los mismos. […] El quinto: dificultad emocional y dificultades con los contenidos de la fe. La fe de nuestros jóvenes parece ser poco consistente.[…] Su religiosidad tiene matices muy afectivos y emocionales […] Si los contenidos de la fe y los dogmas no son traducidos inmediatamente a sus problemas cotidianos y existenciales, no son útiles, si no son útiles se convierten en superfluos y, con frecuencia, prescinden de ellos. […] Por último, podemos detectar entre los jóvenes un curioso distanciamiento frente a la Iglesia como institución. Ellos relativizan sus normas y orientaciones; se da sentido de pertenencia mientras se sienta uno a gusto. Pero posiblemente ustedes y yo nos encontremos en nuestros jóvenes con ciertos fenómenos de integrismo eclesiástico y, así lo llamaría yo, de fundamentalismo religioso, como consecuencia de una afanosa búsqueda de seguridad personal, de seguridad psicológica»4.

  3. Vale agregar aquí que el Informe publicado por el CELAM en 1999, titulado El Tercer Milenio como desafío pastoral (Informe CELAM 2000), al plantear las líneas de «una pastoral de futuro», habla de la necesidad de «interpelar el corazón» (3.2.2.):

    «La evangelización se dirige a la persona en su totalidad. Sin embargo, a veces resulta que nos dirigimos a la cabeza e interpelamos la voluntad pero no llegamos al corazón de la persona y de la sociedad» (n. 264).

    «El latinoamericano […] mira el mundo con el corazón. Por consiguiente, una evangelización que no llega a su corazón resulta, en palabras de Pablo VI, «decorativa, como un barniz superficial» (EN, 20), porque no penetra en lo más profundo» (n. 265).

    «No se trata de una evangelización afectiva que resulta superficial, sino una evangelización que penetre el corazón hasta que lo convierta radicalmente. Es decir, que la adhesión a la Persona de Jesús el Cristo inunde gradualmente el corazón […]; que la fidelidad se traduzca en una entrega sin condiciones hasta que duela» (n. 266).

    «Una evangelización que llega al corazón lo interpela profundamente y lo transforma. Es un proceso único de recepción, conversión y expresión a partir de lo más auténtico» (n. 267).

Cabe hacer notar, por último, que es propio de la posmodernidad la prevalencia de la experiencia sobre la razón. Quizá estamos descubriendo con algo de atraso que la cultura posmoderna -presente entre nosotros bastante antes de recibir ese nombre- ha influido sobre la vida de la última generación formada más de lo pensado. No es casual que las crisis nos sorprendan donde habíamos hecho quizá menos camino, donde de hecho menos habíamos formado. Y no quiero decir que haya que someter la formación a los postulados y dictámenes de la cultura posmoderna. Digo que si no formamos el corazón y redoblamos, en cambio, la apuesta sobre lo racional (como reacción frente a lo posmoderno), estaremos dejando a la intemperie a nuestros formandos en el campo en el que están más débiles, en donde se les presentarán las mayores exigencias, y en donde habrán recibido menos formación.

2.- Formar el corazón…

Podemos distinguir en toda formación dos niveles muy distintos (que a veces, ingenuamente, se confunden): una cosa es entender algo como bueno (o necesario) y, otra cosa, empezar a vivirlo. Es un problema cuando alguien cree que ya sabe vivir algo porque ha logrado entenderlo (y como nuestra formación ha sido siempre prevalentemente intelectual, se ha dado pie así muchas veces a este engaño). Sale así el muchacho del Seminario convencido de haber integrado muchas cosas, que el ejercicio del ministerio le acaba desmintiendo… De aquí que muchas actitudes cuestionadas por los seminaristas en los sacerdotes son después vividas por ellos mismos cuando se ordenan… Hay muchos valores que, en este sentido, se incorporan al «discurso» del seminarista pero no a su vida (reflejando en ello también su inconsistencia psicológica y espiritual). Y es que se llega mucho más rápido a conocer la verdad que a realizar el bien…

Si se me permite una referencia futbolística, sería conveniente, por lo dicho, que de cuando en cuando nos planteáramos si estamos formando «plateístas» o «jugadores»: En la platea de un estadio de fútbol suele estar la gente más exigente, los jueces más severos, los que desde sus asientos saben todo lo que se debe hacer en una cancha, y que, sin embargo, cuando ocasionalmente tienen una pelota entre sus pies están lejos de lograr lo que exigen a los demás. Esta disociación es la que a menudo vemos en los seminaristas cuando formamos las cabezas pero no los corazones, cuando preparamos más para pensar la vida que para vivirla.

Hay que evitar, por ello, de nuestra parte, creer que si uno es claro en el mensaje que ofrece (esto es, en la comunicación de las verdades y de los valores que hacen a la formación), automáticamente el otro lo incorpora y lo integra, dando forma con ello a su vida. Vale decir, que basta haber entendido para madurar, para ir adecuándose a lo que está llamado a vivir. Como si el obrar desviado viniera necesariamente de la ignorancia -como muchas veces creen los ideologismos, cualquiera sea su signo…-.

La formación, si no alcanza y compromete lo afectivo, no llega al núcleo de la vida de una persona, en donde se acuñan las convicciones, esto es, al corazón. En las convicciones se unen la verdad y el amor: ellas están hechas de ideas que iluminan afectos, tanto como de afectos que dan raíces vitales y generan un compromiso de toda la persona en pro de determinadas verdades y valores. Las convicciones no se improvisan ni se pueden enseñar en el pizarrón; se van acuñando a medida que se vive. Al acompañar la vida de los seminaristas, habrá que saber mirar cuáles son sus convicciones. Esas que consideramos irrenunciables, que, Dios mediante -como cicatrices en el alma-, nada las podrá borrar. ¿Qué va haciendo el Seminario, en este sentido, en cada uno de los muchachos, para que adquieran convicciones y no meras nociones? Con el andar del tiempo los seminaristas saben muchas más cosas, pero ¿cuántas de esas verdades son amadas y vividas hasta dejar huella en el alma?

Si los afectos no van siendo involucrados en el camino de la formación, permanecen sin forma (lo que significa que no es formado el corazón…). Uno termina adhiriendo con todo su entendimiento a ciertas verdades, pero sin que la vida se vea afectada y definida por ellas. En nuestro caso, en concreto, se trata de que el evangelio y el llamado al sacerdocio vayan dando forma progresivamente a nuestra vida. A eso llamo adquirir forma… Porque uno puede tener claros los valores, pero vivir a partir de sus necesidades… Y esto pasa, lamentablemente, con demasiada frecuencia en la vida de la Iglesia…

Formar el corazón supone, por ello, afrontar el reto de conducir desde la convención a la convicción… No hay verdadera formación si uno no lo logra. Habrá una apariencia, pero se carecerá de raíces. Sin convicción, no hay integridad. Ni plena entrega. No habrá tampoco disponibilidad para un compromiso definitivo que viene de la decisión de no guardarse nada, de poner todo en juego, de apostar todo lo que uno tiene sin retener nada para sí. Hay que estar convencido para dar la vida por algo. Y la caridad pastoral -no olvidemos- supone «la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey»» (PDV, 23)5.

Por todo lo dicho, la formación requiere que uno no sólo emita un mensaje claro, sino que atienda y acompañe el crecimiento del formando. A cada uno. Y desde cada uno discierna y acompañe el proceso de maduración que cada cual necesite. Desde lo que cada uno es, y discerniendo lo que está llamado a llegar a ser.

No basta, por ello, con echar buena semilla. Hay que poder arar la tierra, saber dónde, cuándo y cómo poner la semilla, y acompañar su cultivo, sin omitir, cuando corresponda, la poda. Esto significa que a los muchachos hay que aprender a «trabajarlos» -si se me permite la expresión-, a través de una pedagogía de internalización y personalización de los valores propuestos, y desde la realidad única e irrepetible de cada uno. Supondrá saber contenerlos y saber soltarlos. Acompañarlos sin generar dependencia y darles libertad sin crear sentimientos de orfandad. No siempre acertamos -por exceso o por defecto-, como le ocurre a menudo a los padres de familia, en este delicado equilibrio. Por eso precisaremos tener la lucidez y la humildad necesarias para poder reconocer cuando uno no ha acertado en el camino elegido y es preciso replantearse el rumbo. ¿Hace falta decir que, en esto, todos seguimos siendo aprendices hasta nuestro último día?

En una entrevista concedida por el psiquiatra chileno Hernán Montenegro en la que se refería al papel de la familia en la educación del corazón, afirmaba que «el término «educación» se confunde mucho con lo que es la educación formal, sistemática, el sistema de aprendizaje que se entrega en los colegios. La familia suele sobrevalorizar este sistema […] por sobre el de la educación emotiva, o de los afectos. La educación, como un todo, es un conjunto de experiencias que se comparten con los hijos tanto en el plano afectivo, como el intelectual y el social»6. Me pregunto si no podemos hacer un planteamiento análogo en relación a la formación de los futuros sacerdotes: Si no hemos a menudo delegado en la formación intelectual (y hasta identificado con ella) la formación sacerdotal («estudiar para cura», se decía antiguamente). Me lo pregunto también en relación a la formación profesional en general, de la que salen hombres y mujeres que saben muchas cosas, pero con frecuencia tremendamente inmaduros en lo personal, lo cual no deja de afectar el modo en que ejercerán el servicio de su profesión. Creo que el posmodernismo de nuestros jóvenes ha llegado también para interpelar una visión de la educación demasiado influida todavía por la Ilustración.

Supongo que no es superfluo recordar aquí que hay distintos modos de asimilar valores y de cambiar actitudes -según sea la naturaleza de la motivación-, que pueden convivir o sucederse en el proceso de maduración de una misma persona: a) por sumisión o complacencia: se actúa en función de premio o castigo. Se asume un comportamiento determinado no porque se crea en la bondad de los valores implicados sino por las ventajas que ese comportamiento proporciona. No se obra desde la convicción producida por ciertos valores sino a partir de los propios intereses y necesidades. La asimilación, por ello, es temporal. Dejado el Seminario, desaparece la necesidad de conservar los valores así asimilados (es fácil imaginar ejemplos relativos a la obediencia, al celibato, a la pobreza, al ejercicio de la autoridad, al tipo de trato con los laicos, etc). Este proceder es muy común en las personas débiles o inconsistentes, en las carenciadas afectivamente, pues casi siempre se mueven -aun sin proponérselo ni ser del todo conscientes de ello- por necesidades utilitarias o defensivas del yo. La persona es auténticamente atraída por valores que proclama, pero se mueve en realidad por necesidades, aunque no llegue a confesarlo verbal o conscientemente. Hay, de hecho, una cierta disociación entre lo que pregona y lo que vive, o entre lo que efectivamente vive y lo que cree vivir. La pedagogía cultural-popular suele acentuar como mecanismo prioritario del cambio o aprendizaje el de la «complacencia forzada», basada en el temor. Con ello la educación tiende a producir en el sujeto comportamientos diferenciados, según esté o no presente el «agente» del cambio: esto promueve la tendencia a ocultar y a actuar solapadamente, y se expresarán mucho menos los verdaderos conflictos, especialmente los que se tengan con la misma autoridad. Los ambientes formativos autoritarios y poco participativos favorecen esto, así como la tendencia a la irresponsabilidad si no hay alguien encima que les exija y les recuerde a los formandos sus compromisos. b) por identificación: Se busca identificarse con un modelo ideal, que puede llegar a ser el mismo formador (llámese, en nuestro caso, párroco, director espiritual, superior, etc) o una figura que ha sido tomada como ideal (Jesús, un santo). Es normal al comienzo, se trata de un paso necesario, y responde a la necesidad que experimenta el joven de autodefinición personal. De hecho, no se puede interiorizar valores sin modelos de referencia (en este sentido, el valor no es como el concepto y la idea: necesita ser ejemplarizado para ser asimilado). Pero la identificación debiera ser sólo una etapa y una ayuda en el proceso de maduración personal, pues los valores no llegan a ser propiamente de uno, y no perduran. Además, la identificación puede estar motivada por una necesidad defensiva del yo para mantener la estima de sí, de otro modo insostenible. Se busca de este modo evitar angustias y responsabilidades. Esto es característico de personas inseguras e indecisas. c) por internalización: cuando la persona madura actitudes por la bondad y la riqueza intrínseca del valor que las fundamenta. El comportamiento responde a valores que la persona aprecia por encima de intereses y necesidades personales. El valor se ha internalizado y convertido así en convicción. Ya no se depende de los incentivos externos para sostener un determinado comportamiento. (Ej.: el seminarista reza, limpia, sirve, aunque nadie lo vea…). El motivo del cambio, en este caso, es interno al sujeto. d) por personalización: cuando la persona se hace sujeto de su propia historia, aprendiendo a tomar su vida en sus manos, y viviendo desde la propia responsabilidad la voluntad de Dios. Tiene así lugar una verdadera maduración vocacional, que no acontece simplemente cuando se interiorizan determinados valores sino cuando se han experimentado las contradicciones de la condición humana y la fuerza salvadora de la Gracia en las situaciones personales de crisis. En la confrontación entre el deseo ideal y la realidad concreta y existencial, la persona tiene que elegir desde el yo real y optar por los auténticos valores que dan consistencia y sentido a su vida (La internalización no es más que una condición psicológica para ello). Y esto supondrá una permanente disposición a discernir7.

En otro pasaje de la citada entrevista al Dr. Montenegro, se habla sobre el lugar que ocupa la disciplina en toda educación. Recordándonos que la educación es fruto de las experiencias compartidas en el plano intelectual, social y afectivo, incluye la disciplina en la dimensión social de la formación, considerándola como una parte irrenunciable de la educación. Y afirma que «lo importante es que la disciplina no se dé en el aire, fría. Debe estar acompañada del telón de fondo afectivo. Éste es el que hace la diferencia. Ser estricto pero cálido es muy distinto a ser estricto y, además, dar a sentir un rechazo afectivo. Si hacemos un cuadro en el que combinamos la calidez y el rechazo con un sistema estricto y otro más tolerante [promotor de un ejercicio responsable de la libertad], nos da cuatro posibles situaciones: Donde se da el rechazo junto con un esquema estricto de disciplina se crean las condiciones perfectas para producir personalidades neuróticas. Si combinamos el rechazo con un sistema tolerante, tenemos el ambiente propicio para crear un delincuente. Si combinamos la calidez afectiva con un ambiente estricto, tendremos niños sumisos, corteses, pero tímidos, sin creatividad ni iniciativa. En cambio, si combinamos la calidez con un esquema de tolerancia en la disciplina, tendremos a niños muy creativos, activos y seguros de sí mismos»8. Creo que aplicando la necesaria analogía podemos imaginarnos en mayor o menor medida, como formadores, potencialmente, en cualquiera de estas situaciones.

Supongo que no es necesario aclarar que todo esto no lo expongo desde la posición de alguien que sabe hacerlo bien, sino desde la posición de quien busca hacerlo, trata de aprender a hacerlo así. No olvidemos que también nosotros debemos trabajar sobre nuestras propias inmadureces humanas y espirituales, las cuales no dejan de afectar el modo como formamos. Por eso es un error abordar la formación dando a entender al formando que sólo él tiene que crecer y que nosotros ya estamos «hechos», sin reconocer nuestros yerros ni pedir nunca perdón por temor a perder autoridad o desacreditarnos; cuando, en realidad, el situarnos más humildemente no nos desacredita sino que nos acredita, y transmite además al formando que el sacerdocio no nos hace autosuficientes y definitivamente maduros sino que estaremos siempre necesitados de formación permanente.

3.- El corazón: Integración entre lo humano y lo espiritual

Al referirme a la necesidad de formar el «corazón», incluyo toda la realidad afectivo-psicológica y espiritual de la persona. Al definirse, concretamente, nuestra vida en la caridad pastoral, el corazón ocupa el centro, y nuestra afectividad está llamada no sólo a madurar en términos humanos, sino también a ser informada y transfigurada por la vida teologal.

Sabemos que lo psicológico y lo espiritual, conservando su autonomía, se influyen mutuamente, por lo que no han de separarse pero tampoco confundirse.

La vida espiritual trasciende el orden psicológico pero interviene en él, ayuda a su maduración, y puede incluso aliviar y a veces sanar heridas de ese ámbito (excluyendo, sin embargo, habitualmente, lo patológico): El crecimiento en la caridad ayuda a madurar la afectividad, la confianza en Dios elimina muchas ansiedades y angustias, la humildad libera de muchas frustraciones, la esperanza nos quita muchos miedos, la oración contribuye a dar unidad a nuestra vida y a integrar a la persona.

A su vez, las características de la espiritualidad de una persona tienen mucho que ver con sus características psicológicas: la gracia no sólo supone la naturaleza sino que también la respeta y se adapta a ella. El modo, las expresiones, las formas de servicio a los demás que reviste en cada uno la caridad fraterna, tiene que ver con el propio temperamento9. Ciertas disposiciones psicológicas favorecen el desarrollo de determinados valores espirituales: un temperamento introvertido predispone a una actitud receptiva y contemplativa, así como un temperamento expansivo favorece una acción servicial diligente. A su vez, las inmadureces psicológicas obstaculizan el desarrollo de ciertos valores espirituales: las carencias afectivas suelen dificultar la libertad interior en el campo de los afectos, así como algunos traumas en la propia historia familiar pueden hacer más difícil la fe y el desenvolvimiento de una sana relación con Dios.

Tanto el orden humano como el sobrenatural tienen leyes propias que es preciso conocer para un diagnóstico y discernimiento adecuados en la vida de cada persona. Hay problemáticas que pertenecen específicamente a un ámbito y no al otro. Pero son dimensiones que se entrelazan y se influyen mutuamente, por lo que habrá que saber, a la vez, relacionarlas y distinguirlas. Pues tan equivocado como considerarlas «en paralelo» sería incurrir en reduccionismos en los que un orden pretendiera ser explicado adecuadamente desde el otro. Podríamos decir que, teniendo nuestra búsqueda de maduración humana un fundamento en última instancia cristológico -por el que estamos llamados a reflejar en nosotros mismos, «en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre» (PDV, 43)-, hemos de aprender a integrar lo humano y lo sobrenatural «sin confusión», puesto que la gracia (contra los sobrenaturalismos) supone la naturaleza, a la vez que (contra los falsos humanismos) la perfecciona. De aquí que el itinerario de maduración humana que recorre el seminarista a lo largo de su tiempo de formación no sea sólo de orden psicológico y no pueda ser separado de su crecimiento espiritual, lo que constituye ese camino en un verdadero proceso de gracia que atraviesa toda su persona10.

En la delicada tarea de relacionar lo humano con lo espiritual, y para escapar tanto del riesgo de la división como del de la confusión, es preciso evitar cuatro situaciones:

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Notas de la exposición:

1.- Durante años se redujo el análisis de las deserciones a un problema de infidelidad personal. Luego, al considerarse las crisis atendiendo también a lo humano, muchos cayeron en un cierto reduccionismo psicológico. Cuando el cura entraba en crisis se recurría a un psicólogo como único posible «salvador». Y se omitía atender a la dimensión espiritual de la crisis, que acompañaba o trascendía muchas veces la dimensión afectiva de la misma. regresar

2.- C.M. MARTINI, Abraham, nuestro padre en la fe, Madrid 1984, 132. regresar

3.- A. JIMÉNEZ ORTIZ, El joven de hoy bajo el influjo de la posmodernidad, Boletín «OSAR» 3 (1997) Nº6, 16. regresar

4.- Ibid., 16-18. regresar

5.- Recordemos que la caridad pastoral tiene por contenido esencial «la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen.» (PDV, 23). Y que «esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. […] Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote» (ibid.). regresar

6.- B. BRAIN, Cómo educar el afecto, en La mujer, el varón y los hijos, Santiago de Chile, 1994, 235. regresar

7.- Cf. E. FERRERAS, Acompañamiento personal en la vida consagrada (I. El acompañamiento personal), Santiago de Chile 1997, 50-60; J. CERDA , La juventud actual y la formación afectiva, «Testimonio» n. 114 (1989) 72-75. regresar

8.- B. BRAIN, a.c., 237. regresar

9.- Cf. S. GALILEA, Los días de Emaús, Bogotá 1993, 25. regresar

10.- Es preciso reconocer que la espiritualidad sacerdotal no siempre supo integrar adecuadamente lo humano, en una síntesis que favoreciera el desarrollo armonioso de toda la persona. Durante muchos años, incluso, lo humano no fue objeto por sí mismo de la formación. Solemos referir esto a la etapa previa al Concilio, pero es significativo que en las Normas para la formación sacerdotal para los Seminarios Argentinos publicadas en 1984 y vigentes hasta 1994, se circunscribía la formación a tres dimensiones: la espiritual, la intelectual, y la pastoral. No tenían status propio la formación humana ni la comunitaria -como lo tendrán en el Plan de formación sacerdotal aprobado en 1994-, aunque ésta última aparecía al menos integrada en la formación espiritual (nn. 119-121). Tanto Pastores dabo vobis como el nuevo Plan para los Seminarios argentinos entienden que «sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario» (PDV, 43). ¡Y han pasado sólo diez años! Fue la realidad la que fue abriéndonos los ojos a nuevas necesidades anteriormente no advertidas, al menos en toda su dimensión. regresar

11.- S.C. EDUC. CAT., Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal (11-4-74), n. 26. regresar

12.- Podemos afirmar que no alcanza el hombre plena maduración afectiva, si no ha conocido el amor que Dios le tiene y no ha creído en él (cf. 1 Jn 4,16), si no ha hecho la experiencia de sentirse amado por Dios, aprendiendo a mirarlo como Padre. No acabaremos de sentirnos seguros, contenidos y queridos, mientras no vivamos sabiéndonos bajo la amorosa mirada de Dios. Y esto se explica -si nos remitimos a una antropología cristiana-, por la naturaleza misma de nuestra afectividad: Hemos sido hechos para Dios, y nuestro corazón estará inquieto [inseguro, insuficientemente contenido, insatisfecho], mientras no descanse en Él (Cf. SAN AGUSTÍN, Confesiones, I,1). regresar

13.-«Podemos pensar aquí en lo que debimos recibir por efecto del cariño materno (como el experimentarnos contenidos, el pensarnos queribles, la capacidad para expresar los sentimientos, o para empezar mirándonos a nosotros mismos desde lo positivo y no desde lo negativo, etc.) o de la presencia del padre en la vida familiar (como el experimentar seguridad a la hora de enfrentar las exigencias de la vida, la capacidad de iniciativa, la experiencia de pertenencia, o de protección…). Y no es que, de esta manera -como podrían objetarnos-, proyectamos sobre Dios lo que pertenece solamente al rol de nuestros padres y a la imagen que de ellos tenemos, por haber carecido de ello. Es al revés. El padre y la madre, viviendo plenamente su vocación de tales, son semejanza y reflejo de lo que Dios es para nosotros desde siempre. Están llamados a ser como un sacramento del rostro y del corazón de Dios ante sus hijos. De aquí lo hondas que resultan las heridas que se siguen de una experiencia infeliz en este sentido» (J. M. RECONDO, La formación espiritual de los futuros sacerdotes, A.A.V.V., Formación espiritual para el presbítero del Tercer Milenio, CELAM, Bogotá 1997, 67-68, nota 7). regresar

14.- «Cabe hacer notar, por ello, que cuando un seminarista lleva adelante una psicoterapia, es tarea de los formadores y, en particular, del director espiritual, ayudar a que integre el desarrollo de la misma a su personal proceso de maduración espiritual. Se trata de evitar, de esta manera, un cierto paralelismo entre estos dos órdenes -como si no influyera el uno en el otro- o la subversión que tiene lugar cuando lo espiritual acaba siendo leído -y secularizado- por lo psicológico» (Ibid., 68). regresar