Concilio Vaticano II – DECRETO “PRESBYTERORUM ORDINIS”

DECRETO “PRESBYTERORUM ORDINIS”

Sobre el ministerio y la vida de los presbíteros

Proemio

1. Este Sagrado Concilio nos ha recordado ya repetidas veces la excelencia del Orden de los presbíteros en la Iglesia. Y como a este orden le corresponde en la renovación de la Iglesia una tarea de suma trascendencia y más difícil cada día, ha parecido muy útil tratar más amplia y profundamente de los presbíteros, en especial a los que se dedican a la cura de almas, haciendo las salvedades debidas con relación a los presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación sagrada y por la unión que reciben de los Obispos, son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo, Pueblo de Dios de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Por lo cual, para que el ministerio de los presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, cambiadas radicalmente, y se atienda mejor a su vida, este Sagrado Concilio declara y ordena lo que sigue:

CAPITULO I
EL PRESBITERADO EN LA MISION DE LA IGLESIA

Naturaleza del presbiterado

2. El Señor Jesús “a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn., 10,36), hizo partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu con que El está ungido: pues en El todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de El con espíritu de profecía.

Mas el mismo Señor constituyó a algunos ministros, que ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rom., 12,4).

Así, pues, enviados los Apóstoles, como El había sido enviado por el Padre, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos Apóstoles, a los sucesores de éstos, los Obispos, cuya función ministerial se ha confiado a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió.

El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con la que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por el sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdotes, de tal forma que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza.

Por participar en su grado del ministerio de los Apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo. Pues, por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de forma que santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos “como hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rom., 12,1).

Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que comienza con el mensaje del Evangelio, saca su fuerza y poder del sacrificio de Cristo y busca que “todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos, ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión para que fuéramos el cuerpo de tal sublime cabeza”.

Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es procurar la gloria de DIos Padre en cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en cristo y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y al crecimiento de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a dios Padre.

Condición de los presbíteros en el mundo

3. Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, viven con los demás hombres como hermanos. Así también el Señor, Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado. Ya lo imitaron los santos Apóstoles, y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes, “elegido para predicar el Evangelio de Dios” (Rom., 1,1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos. Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama.

No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida más que de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor.

Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el Apóstol Pablo cuando escribe “Pensad en cuánto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza” (Fil., 4,8).

CAPITULO II
MINISTERIO DE LOS PRESBITEROS

I. FUNCIONES DE LOS PRESBITEROS

Ministros de la palabra de Dios

4. El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los Obispos, tienen como obligación principal al anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc., 16,15). Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: “La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo” (Rom., 10,17).

Los presbíteros, pues, se deben a todos en cuanto que a todos deben comunicar la verdad del Evangelio, que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar; ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles abiertamente; ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia; ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad. Pero la predicación sacerdotal, difícil con frecuencia, en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.

Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos, según las diversas necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o núcleos no cristianos, los hombres son atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje evangélico; pero en la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y de ella se nutre. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la Misa en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor, y la respuesta del pueblo que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo, confirmó en su sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles con el deseo o con la recepción del sacramento.

Los presbíteros, ministros de los sacramentos y de la Eucaristía

5. Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto consagra Dios a los presbíteros, por ministerio de los Obispos, para que participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia.

Por el Bautismo introducen a los hombres en el Pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la Unción de los enfermos alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la Misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir, ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el Obispo, y así lo hacen presente, en cierto modo, en cada una de las asambleas de los fieles.

Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascual y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El.

Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización, al introducirse, poco a poco, los catecúmenos en la participación de la Eucaristía, y los fieles, marcados ya por el sagrado Bautismo y la Confirmación, se injertan cumplidamente en el Cuerpo de Cristo por la recepción de la Eucaristía.

Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Los presbíteros enseñan a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la Misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; los instruyen según el ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a las llaves de la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de manera que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras: “Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos” (Mt., 4,17).

Les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada Liturgia de modo que exciten también en ellos una oración sincera; los llevan como de la mano al espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento del propio estado e introducen a los más fervorosos hacia los consejos evangélicos, que cada uno ha de practicar de una forma adecuada. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dado siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.

Las alabanzas y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio divino, con que, en nombre de la Iglesia piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo.

La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y consuelo de los fieles la presencia del hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el altar del sacrificio, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas.

En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida divina en los miembros de su Cuerpo. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Los presbíteros, rectores del Pueblo de Dios

6. Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del Obispo, a la familia de Dios, con una fraternidad alentada unánimemente, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Mas para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se le confiere la potestad espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación.

En la edificación de la Iglesia, los presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse no según el beneplácito de los hombres, sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos, según las palabras del Apóstol: “Insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina” (2 Tim., 4,2).

Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuando educadores en la fe, procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó.

De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan la madurez cristiana. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos, grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, pongan cada uno al servicio del otro el don que recibió y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana.

Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor prefiere, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y a los cónyuges y padres de familia.

Es de desear que éstos se reúnan en grupos amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud su vida cristiana, dificultosa en muchas ocasiones. No olviden los presbíteros que todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin, con toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor.

Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende también a la formación de la auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender debidamente al espíritu de comunidad, debe abarcar no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, sino que, imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo. Siente, con todo, una obligación especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que formar gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.

No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano.

Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que, todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual.

En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no favorecen a ninguna ideología ni partido humano, sino que, como heraldos del Evangelio y pastores de la Iglesia, empeñan toda su labor en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo.

II. RELACIONES DE LOS PRESBITEROS CON OTRAS PERSONAS

Relación entre los Obispos y los presbíteros

7. Todos los presbíteros, juntamente con los Obispos, participan de tal modo del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una comunión jerárquica con el Orden de los Obispos, unión que manifiestan perfectamente a veces en la concelebración litúrgica, y unidos a los cuales profesan que celebran la comunión eucarística. Por tanto, los Obispos, por el don del Espíritu Santo, que se ha dado a los presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios.

Cosa que proclaman cuidadosamente los documentos litúrgicos ya desde los antiguos tiempos de la Iglesia, al pedir solemnemente a Dios sobre el presbítero que se ordena la infusión “del espíritu de gracia y de consejo para que ayude y gobierne al pueblo con corazón puro”, como se propagó en el desierto el espíritu de Moisés sobre las almas de los setenta varones prudentes, “con cuya colaboración en el pueblo gobernó fácilmente multitudes innumerables”.

Por esta comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio tengan los Obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos, y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes; tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su presbiterio. Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis.

Y para que esto sea una realidad, constitúyase de manera apropiada a las circunstancias y necesidades actuales, con estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o senado de sacerdotes, representantes del presbiterio, que puedan ayudar con sus consejos, eficazmente, al Obispo en el régimen de la diócesis.

Los presbíteros, por su parte, considerando la plenitud del Sacramento del Orden de que están investidos los Obispos, acaten de ellos la autoridad de Cristo, supremo Pastor. Estén, pues, unidos a su Obispo con sincera caridad y obediencia. Esta obediencia sacerdotal, ungida de espíritu de cooperación, se funda especialmente en la participación misma del ministerio episcopal que se confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión canónica.

La unión de los presbíteros con los Obispos es mucho más necesaria en estos tiempos porque en ellos, por diversas causas, las empresas apostólicas no solamente revisten variedad de formas, sino que, además, es necesario que excedan los límites de una parroquia o de una diócesis. Ningún presbítero, por tanto, puede cumplir cabalmente su misión aislada o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la Iglesia.

Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros

8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el Obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres.

Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado.Todos tienen, ciertamente, a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exigen múltiples trabajos y nuevas adaptaciones.

Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesano o religiosos, se ayuden mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad. Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad; esto lo expresa ya la Liturgia desde los tiempos antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el Obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía con corazón unánime. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre.

Por lo cual los de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de la propia y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores; pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos.

Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad, practiquen la beneficencia y la asistencia mutua, preocupándose, sobre todo, de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria y de los que se ven perseguidos. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, recordando aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los Apóstoles cansados: “Venid a un lugar desierto, y descansad un poco” (Mc., 6,31).

Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común; donde sea posible, mesa común o, a lo menos, frecuentes y periódicas reuniones. Hay que tener también en mucha estima y favorecer diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, por una ordenación apta y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna, pretenden servir a todo el orden de los presbíteros.

Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente si es necesario. Manifiesten siempre caridad fraterna y magnanimidad para con lo que erraron en algo, pidan por ellos insistentemente a Dios y muéstrense en realidad como hermanos y amigos.

Trato de los presbíteros con los laicos

9. Los sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del Sacramento del Orden ejercen el ministerio de padre y de maestro, importantísimo y necesario en el pueblo y para el Pueblo de Dios, sin embargo, son juntamente con todos los fieles cristianos, discípulos del Señor, hechos partícipes de su reino por la gracia de Dios. Con todos los regenerados en la fuente del bautismo, los presbíteros son hermanos entre los hermanos, puesto que son miembros de un mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación se exige a todos.

Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando no sus intereses, sino los de Jesucristo, trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos como a imitación del Maestro, que entre los hombres “no vino a ser servido”, sino a servir y dar su vida en redención de muchos” (Mt., 20,28).

Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre. Escuchen con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y aceptando su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos.

Examinando los espíritus para ver si son de Dios, descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes como los más elevados; reconociéndolos con gozo y fomentándolos con diligencia. Entre los otros dones de Dios, que se hallan abundantemente en los seglares, merecen especial cuidado aquellos por los que no pocos son atraídos a una vida espiritual más elevada. Encomienden también confiadamente a los laicos trabajos en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándoles incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa.

Piensen, por fin, los presbíteros que están puestos en medio de los seglares para conducirlos a todos a la unidad de la caridad: “Amándose unos a otros con amor fraternal, honrándose mutuamente ” (Rom., 12,10). Deben, por consiguiente, los presbíteros asociar las diversas inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles. Son defensores del bien común, del que han de cuidar en nombre del Obispo, y al propio tiempo defensores valientes de la verdad, para que los fieles no se vean arrastrados por todo viento de doctrina. A su especial cuidado se encomiendan los que no reciben los Sacramentos, e incluso quizá desfallecieron en la fe; no dejen de llegarse a ellos, como buenos pastores.

Atendiendo a las normas del ecumenismo, no se olvidarán de los hermanos que no disfrutan de una plena comunión eclesiástica con nosotros.

Tendrán, por fin, como encomendados a sus cuidados, a todos los que no conocen a Cristo como su Salvador.

Los fieles cristianos, por su parte, han de sentirse obligados para con sus presbíteros, y por ello han de profesarles un amor filial, como a sus padres y pastores; y al mismo tiempo, siendo partícipes de sus desvelos, ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su trabajo para que éstos logren superar convenientemente sus dificultades y cumplir con más provecho sus funciones.

III. DISTRIBUCION DE LOS PRESBITEROS Y VOCACIONES SACERDOTALES.

Adecuada distribución de los presbíteros

10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone sólo para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación “hasta los extremos de la tierra” (Act., 1,8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. Porque el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad, como ya se significa de manera misteriosa en la figura de Melquisedec.

Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo cual los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero.

Revísense, además, las normas sobre la incardinación y excardinación de manera que, permaneciendo firme esa antigua disposición, respondan mejor a las necesidades pastorales del tiempo. Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra.

Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar.

Sin embargo, en cuanto sea posible, los presbíteros no se envíen aislados a una región nueva, sobre todo si aún no conocen bien la lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en tres, a la manera de los discípulos de Cristo, para que se ayuden mutuamente. Es necesario también prestar un cuidado exquisito a su vida espiritual, y a su salud física y psíquica, y en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de trabajo conforme a la idiosincrasia personal de cada uno. Es también muy conveniente que todos los que se dirigen a una nueva nación procuren conocer cabalmente no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que quieren servir humildemente, comunicando con él cuanto mejor puedan, de forma que imiten el ejemplo del Apóstol Pablo, que pudo decir de sí mismo: “Pues siendo del todo libre, me dice siervo de todos, para ganarles a todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos” (1 Cor., 9,19-20).

Atención de los presbíteros a las vocaciones sacerdotales

11. El Pastor y Obispo de nuestras almas constituyó su Iglesia de forma que el Pueblo que eligió y adquirió con su sangre debía tener sus sacerdotes siempre, y hasta el fin del mundo, para que los cristianos no estuvieran nunca como ovejas sin pastor. Conociendo los Apóstoles este deseo de Cristo, por inspiración del Espíritu Santo, pensaron que era obligación suya elegir ministros “capaces de enseñar a otros” (2 Tim., 2,2).

Oficio que ciertamente pertenece a la misión sacerdotal misma, por lo que el presbítero participa en verdad de la solicitud de toda la Iglesia para que no falten nunca operarios al Pueblo de Dios aquí en la tierra. Pero ya que hay una causa común entre el piloto de la nave y el navío…, enséñese a todo el pueblo cristiano que tiene obligación de cooperar de diversas maneras, por la oración perseverante y por otros medios que estén a su alcance, para que la Iglesia tenga siempre los sacerdotes necesarios en el cumplimiento de su misión divina.

Ante todo, preocúpense los presbíteros de exponer a los fieles, por el ministerio de la palabra y con el propio testimonio de la vida, que manifieste abiertamente el espíritu de servicio y el verdadero gozo pascual, la excelencia y necesidad del sacerdocio, y a los que prudentemente juzgaren idóneos para tan gran ministerio, sean jóvenes o adultos, de ayudarlos, sin escatimar preocupaciones ni molestias, para que se preparen convenientemente y, por tanto, puedan ser llamados algún día por el Obispo, salvo la libertad interna y externa de los candidatos.

Para conseguir esto es muy importante la diligente y prudente dirección espiritual. Los padres y maestros, y todos a quienes atañe de cualquier manera la formación de los niños y de os jóvenes, edúquenlos de forma que, conociendo la solicitud del Señor por su rebaño y considerando las necesidades de la Iglesia, estén preparados a responder generosamente con el profeta al Señor, si los llama: “Heme aquí, envíame” (Is., 6,8).

No hay, sin embargo, que esperar que esta voz del Señor que llama llegue a los oídos del futuro presbítero de un modo extraordinario. Más bien hay que captarla y juzgarla por los signos ordinarios con que a diario conocen la voluntad de Dios los cristianos prudentes; signos que los presbíteros deben considerar con mucha atención.

A ellos se recomienda encarecidamente las obras de las vocaciones, sean diocesanas o nacionales. Es necesario que en las predicaciones, en la catequesis, en los periódicos, se declaren elocuentemente las necesidades de la Iglesia, tanto local como universal; se expongan a la luz del día el sentido y la dignidad del ministerio sacerdotal, puesto que en él se armonizan tantos trabajos como tantas satisfacciones, y en el cual, sobre todo, como enseñan los Padres, puede darse a Cristo el máximo testimonio del amor.

CAPITULO III
LA VIDA DE LOS PRESBITEROS

I. VOCACION DE LOS PRESBITEROS A LA PERFECCION

Santidad sacerdotal

12. Por el Sacramento del Orden, los presbíteros se configuran a Cristo Sacerdote como miembro con su Cabeza para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan grande vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, a pesar de la debilidad humana, a seguir la perfección, según la palabra del Señor: Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro padre celestial” (Mt., 5,48).

Los sacerdotes están obligados a adquirir aquella perfección por un título especial, puesto que, consagrados de forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen e instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder conseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró con divina eficacia, todo el género humano.

Siendo, pues, que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también la gracia singular de -al mismo tiempo que sirve a la grey encomendada y a todo el pueblo de Dios- poder conseguir más aptamente la perfección de Aquél, cuya función representa, y que sane la debilidad de la carne humana, la santidad de quien se hizo por nosotros Pontífice “santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores” (Heb., 7,26).

Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas” (Tit., 2,14), y así, por su pasión, entró en su gloria; de igual modo, los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pueden caminar hacia el varón perfecto, en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo.

Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia, se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que desarrollan en unión con el Obispo y con los presbíteros.

Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio -porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos-, sin embargo, por ley ordinaria, Dios prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del .Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal., 2,20).

Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios.

El ejercicio de la triple función sacerdotal exige y favorece la santidad

13. los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo.

Como ministros de la palabra de Dios leen y escuchan diariamente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del Apóstol Pablo a Timoteo: “Esta se a tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre tí, atiende a la enseñanza; insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a tí mismo y a los que te escucha” (1 Tim., 4,15-16).

Pues pensado cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado, saborearán más a fondo “las insondables riquezas de Cristo” (Ef., 3,8) y la multiforme sabiduría de Dios. Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones y que su eficacia no proviene de ellos mismos, sino del poder de Dios, en el mismo momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos, ha sido revelado en Cristo.

Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres, y, por ende, son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias. En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención y, por tanto, se recomienda encarecidamente su celebración diaria, la cual, aun cuando no puedan estar presentes los fieles, es acción de Cristo y de la Iglesia.

Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del Cuerpo de Cristo participan cordialmente de la caridad de quien se da a los fieles como manjar. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos, cosa que realizan especialmente cuando en la administración del Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que, los fieles lo piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo que “vive siempre para interceder por nosotros” (Heb., 7,25).

Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdotes que, incluso en nuestros días, no rehusaron entregar su vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos “firme confianza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo” (Heb., 10,19), se acercan a Dios “con sincero corazón en la plenitud de la fe” (Heb., 10,22), y demuestran su firme esperanza ante sus fieles para consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia de pastor de almas, renunciando a sus intereses, no buscando sus conveniencias, sino la de muchos, para que se salven, progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere.

Unidad y armonía de la vida de los presbíteros

14. Siendo en el mundo moderno tantas las tareas que deben afrontar los hombres y tanta la diversidad de los problemas que los angustian y que muchas veces tienen que resolver precipitadamente, no es raro que se vean en peligro de dispersión. Y los presbíteros, sobrecargados y agitados por las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior.

Esta unidad de vida no la pueden conseguir ni el orden meramente externo de la obra del ministerio ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, aunque la ayudan mucho. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que lo envió a completar su obra.

En realidad Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros, conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado.

De este modo, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye, sobre todo, del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el misterio de Cristo.

Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos, a la luz de la voluntad de Dios. Viendo si tales proyectos se conforman con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en unión con los Obispos y con los hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y rebosar de gozo.

II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES CARACTERISTICAS EN LA VIDA DE LOS PRESBITEROS

Unidad y obediencia

15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió. Porque la obra divina, para cuya realización separó el Espíritu Santo, trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues “Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes” (1 Cor., 1,27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios, y como encadenado por el Espíritu es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en las circunstancias diarias, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida.

Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio Obispo y de los otros superiores; gastándose y desgastándose en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde que sea.

De esta forma, guardan y reafirman la necesaria unidad con los hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo que crece “por todos los ligamentos que lo nutren”. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan insistentemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.

Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que “se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo… hecho obediente hasta la muerte” (Fil., 2,7-9). Y con esta obediencia, venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el Apóstol : “Por la desobediencia de un hombre, muchos fueron pecadores; así también por la obediencia de uno, muchos serán hechos justos” (Rom., 5,19).

Hay de abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia

16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, aceptada con gusto y observada laudablemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en grande aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo signo y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo. No es exigida, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde además de aquellos que con todos los OBispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo COncilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige, legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente a la grey que se les ha confiado.

Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión sacerdotal se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen “no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de Dios” (Jn., 1,13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de DIos y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y, así, se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo.

De esta forma, pues, proclaman delante de los hombres que quieren dedicarse enteramente al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo esposo y de presentarlos a Cristo como una virgen casta, y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Se constituyen, además en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres.

Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio comprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, es otorgado generosamente por el Padre, con tal que lo pidan con humildad y constancia los que por el Sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo; más aún, toda la Iglesia.

Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios han aceptado libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor, y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuanto más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanta mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance.

No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que aprueba la experiencia de la Iglesia, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.

Posición respecto al mundo y los bienes terrenos y pobreza voluntaria

17. Por el trato amigable y fraterna convivencia entre sí y con los demás hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque viven en el mundo, sepan sin embargo, que ellos no son del mundo, según la palabra del Señor, nuestro Maestro. Disfrutando, pues, del mundo con si disfrutasen, llegarán a la libertad de aquellos que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual en que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos. postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pues todo lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que disciernan a la luz de la fe todo, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y rechazar cuanto obstaculiza su misión.

Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su “porción y herencia” (núms. 18, 20), deben usar los bienes temporales tal sólo para aquellos fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.

Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de seglares expertos, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el desarrollo del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la caridad, sobre todo con los necesitados.

En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular, los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento ya la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan por consiguiente, el beneficio como una actividad lucrativa, ni empleen sus ganancia para engrosar su propio caudal. Por ello, los sacerdotes, teniendo el corazón desapegado de las riquezas, han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.

Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más a cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros para que fuéramos ricos con su pobreza. Y los Apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo gratuitamente, sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad.

Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia primitiva, prepara muy bien el terreno par ala caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.

Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres, los presbíteros, y lo mismo los Obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de manera que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla.

III. RECURSOS PARA LA VIDA DE LOS PRESBITEROS

Medios para el desarrollo de la vida espiritual

18. Para que los presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo en todas las circunstancias de la vida, además del ejercicio consciente de su ministerio, cuentan con los medios comunes y particulares, nuevos y antiguos, que nunca deja de suscitar en el Pueblo de Dios el Espíritu Santo, y que la Iglesia recomienda, e incluso manda alguna vez, para la santificación de sus miembros. Entre todas las ayudas espirituales destacan aquellos actos con que se nutren los cristianos de la palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía; a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación asidua para la santificación propia de los presbíteros.

Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo con la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que, preparado con el examen diario de conciencia, favorece sobremanera la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias. A la luz de la fe, nutrida con la Sagrada Escritura, pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad divina y los impulsos de la gracia en los varios acontecimientos de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles cada día para su misión recibida del Espíritu Santo. En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad; ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio.

Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente el coloquio divino con Cristo Señor en la visita y en el culto personal de la Sagrada Eucaristía; practiquen gustosos el retiro espiritual y aprecien en mucho la dirección espiritual. De muchas formas, especialmente por la recomendada oración mental y variadas fórmulas de oraciones, que eligen libremente, los presbíteros buscan y piden insistentemente a Dios aquel verdadero espíritu de oración con que ellos mismos, juntamente con el pueblo que se les ha confiado, se unen íntimamente con Cristo Mediador del Nuevo Testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción: “Abba, Padre” (Rom., 8,15).

Estudio y ciencia pastoral

19. En el sagrado rito de la Ordenación, el Obispo recomienda a los presbíteros que “estén maduros en la ciencia” y que su doctrina sea “medicina espiritual para el Pueblo de Dios”. Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, y se nutre, también fructuosamente, con el estudio de los Santos Padres y Doctores, y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder convenientemente a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos, conviene que los presbíteros conozcan los documentos del Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y de los Romanos Pontífices y consulten a los mejores y probados escritores de Teología.

Pero como en nuestros tiempos, la cultura humana, y también las ciencias sagradas, avanzan con un ritmo nuevo, los presbíteros se ven impulsados a completar, convenientemente y sin intermisión, su ciencia divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para entablar más ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo.

Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente a los estudios y capten con más eficacia los métodos de evangelización y de apostolado, procúreseles cuidadosamente los medios necesarios, como son la organización de cursos y de congresos, según las condiciones de cada país, la erección de centros destinados a los estudios pastorales, la fundación de bibliotecas y una conveniente dirección de los estudios para personas competentes.

Consideren, además, los Obispos, o en particular, o reunidos entre sí, el modo más conveniente de conseguir que todos los presbíteros, en tiempo determinado, sobre todo en los primeros años después de su ordenación, puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión de conseguir un conocimiento más completo de los métodos pastorales y de la ciencia teológica, y , sobre todo, de fortalecer su vida espiritual y de comunicarse mutuamente con los hermanos las experiencias apostólicas. Ayúdese especialmente con estas y otras atenciones oportunas también a los neopárrocos y a los que se destinan para una nueva empresa pastoral, o a los que se envían a otras diócesis o nación.

Procuren, por fin, los Obispos que se especialicen algunos más profundamente en la ciencia sagrada, a fin de que nunca falten maestros idóneos para formar a los clérigos, para ayudar a los otros sacerdotes y a los fieles a conseguir la doctrina que necesitan, y para fomentar el sano progreso en las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario en la Iglesia.

Hay que proveer a la justa remuneración de los presbíteros

20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque “el obrero es digno de su salario” (LC., 10,7), y “el Señor ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio” (1 Cor., 9,14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma a la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles. Los Obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a los fieles sobre esta obligación, y deben procurar, o bien cada uno para su diócesis o mejor en unión para el territorio común, que se establezcan normas con que se provea la digna sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función para el servicio del Pueblo de Dios.

Pero la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias, sea digna a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas dedicadas al servicio de los presbíteros, sino, también, ayudar personalmente de algún modo, a los necesitados, porque el ministerio para con los pobres los apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones cada año, cosa que deben procurar los Obispos.

Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho a los réditos totales anejos al beneficio, se considera como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en los sucesivo cualquier cargo conferido establemente para ejercer un fin espiritual.

Fondos comunes de bienes y previsión social en favor de los presbíteros

21. Téngase siempre presente el ejercicio de los cristianos en la primitiva Iglesia jerosolimitana, en la que “todo lo tenían en común” (Act., 4,32) “y a cada uno se le repartía según su necesidad” (Act., 4,35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que la sustentación del clero depende total o parcialmente de las dádivas de los fieles, recoja los bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana, que administra el Obispos con la ayuda de sacerdotes delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos en economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada diócesis o región se constituya un fondo común de bienes con el que los Obispos puedan satisfacer otras obligaciones para con las personas al servicio de la Iglesia, y satisfacer otras necesidades de la diócesis, y por cuyo medio también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de forma que la abundancia de aquéllas alivie la escasez de éstas. Este fondo ha de constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los fieles, peor también por los bienes que provienen de otras fuentes, que ha de concretar el derecho.

Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente organizada la previsión social en favor del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan o bien instituciones diocesanas, también federadas entre sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para varias diócesis, o bien una asociación establecida para todo el territorio, por las que, bajo la atención jerarquía, se provea suficientemente ya a la asistencia sanitaria, ya a la debida sustentación de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos, tomando parte en sus tribulaciones, considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse plenamente a la salvación de alas almas. Procuren aquellos a quienes compete que estas instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí, para conseguir más consistencia y propagarse más ampliamente.

CONCLUSION Y EXHORTACION

22. Este Sagrado Concilio, teniendo presente las alegrías de la vida sacerdotal, no puede olvidar, por ello, las dificultades en que se ven los presbíteros en las actuales circunstancias de la vida de hoy. Sabe también cuánto se transforman las condiciones económicas y sociales e incluso las costumbres humanas, y cuánto se muda el orden de valores en el aprecio de los hombres; por lo cual los ministros de la Iglesia, e incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este mundo como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las palabras para comunicar con él. Porque los nuevos impedimentos que obstaculizan la fe pueden ponerles en peligro de que decaigan sus ánimos, viendo la esterilidad del trabajo realizado, y la acerba soledad que sienten.

Pero este mundo, tal cual hoy se presenta al amor y al ministerio de los presbíteros de la Iglesia, Dios lo amó de tal forma, que le entregó su Hijo Unigénito. En efecto, este mundo, dominado, es cierto, por muchos pecados, pero dotado también de no pequeñas facultades, ofrece a la Iglesia piedras vivas, que se estructuran para morada de Dios en el Espíritu. El mismo Espíritu Santo, mientras impulsa a la Iglesia a abrir nuevos caminos para llegar al mundo de hoy, sugiere también y alienta las convenientes acomodaciones del ministerio sacerdotal.

Piensen los presbíteros que nunca están solos en su trabajo, sino sostenidos por la virtud todopoderosa de Dios; y creyendo en Cristo, que los llamó a participar de su sacerdocio, entréguense con toda confianza a su ministerio, sabedores de que Dios es poderoso para aumentar en ellos la caridad. Recuerden también que tienen, como cooperadores a sus hermanos en el sacerdocio, más aún, a todos los fieles del mundo. Porque todos los presbíteros cooperan en la consecución del plan salutífero de Dios, es decir, en el misterio de Cristo o sacramento oculto desde los siglos en Dios, que no se lleva a efecto más que poco a poco, esforzándose de consuno todos los ministerios para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que se completa la medida de su tiempo.

Todo esto estando escondido con Cristo en Dios, puede percibirse, sobre todo, por la fe. Y es necesario que los guías del Pueblo de Dios caminen por la fe, siguiendo el ejemplo del fiel Abraham, que por la fe “obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero son saber adónde iba” (Heb., 11,8). En efecto, el dispensador de los misterios de Dios puede compararse al hombre que siembra en un campo, del que dijo el Señor: “Y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo” (Mc., 4,27).

Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: “Confiad, yo he vencido al mundo” (Jn., 16,33), no prometió a su Iglesia, con estas palabras, una victoria completa en este mundo. Pero el Sagrado Concilio se goza porque la tierra, sembrada con la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que suscitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio con gran amor da las gracias a todos los presbíteros del mundo “Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús” (Ef., 3,20-21).

Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto, han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo asís decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.