BOLETIN OSAR
Año 7 – N° 15
¿Cómo guiar hacia una experiencia de Dios que pueda vertebrar la personalidad?
Encuentro Nacional de Formadores
Antonio Jiménez Ortiz
Con actitud de pedagogos |
La formación ha de ser entendida como un proceso en el cual el joven va adquiriendo la «forma» imprescindible para realizar su misión de manera congruente con el evangelio y para el bien integral de sus destinatarios. Esto exige un acompañamiento personal, con la apertura y la colaboración de parte del sujeto, con la conciencia en formadores y jóvenes de encontrarse ante una llamada de Dios, cuyo amor es el agente decisivo de la formación. Así se puede ir logrando que el joven se vaya estructurando interiormente, unificándose, madurando según la voluntad de Dios, adquiriendo los valores, las actitudes, las virtudes, las habilidades y medios para realizar su tarea evangelizadora.
Vivir con gozo y coherencia el evangelio y ser capaz de anunciarlo de forma inteligible y convincente sería el horizonte hacia el que debe orientarse la formación, entendida como proceso de maduración y crecimiento, en el que el formador ha de saber acompañar paciente y perseverantemente. Debe estar abierto también a los estímulos formativos que vienen de los jóvenes en formación, y tener muy claro que es cada uno el principal responsable de ese proceso, siendo dócil a las iniciativas del Espíritu. Esta tarea formativa necesita de criterios pedagógicos.
La pedagogía es la ciencia que guía el proyecto y el método educativo para la génesis y maduración integral de la personalidad. En la formación al presbiterado la pedagogía enseña a presentar los valores, a preparar momentos de encuentro en condiciones adecuadas para fomentar una experiencia transformadora según el evangelio, a trazar caminos hacia el futuro partiendo de la realidad concreta del sujeto en formación y teniendo muy presente su historia personal. Esta pedagogía formativa ha de armonizar los recursos disponibles, los elementos de las ciencias humanas y teológicas, sabiendo unir sabiamente las realidades complejas de la condición del sujeto, de su libertad, y del misterio de la gracia, del Espíritu de Dios, protagonista ineludible del proceso formativo.
Esta pedagogía debe saber manejar con soltura binomios tales como proyectar y evaluar, reflexionar y actuar, fines y medios, acompañar y discernir, carisma y experiencia, psicología y Gracia, persona y comunidad, cercanía afectiva y capacidad de exigencia…. Pero esta pedagogía será eficaz si las condiciones básicas de la formación han sido bien elegidas: equipo de formadores, proceso formativo bien delineado, unificación de criterios esenciales, estructuras y ambientes, medios necesarios…
Descubrir el misterio de la existencia |
Los jóvenes a principios del nuevo siglo están marcados por el realismo, el pragmatismo y el utilitarismo. No creen en las utopías y no se fían de ningún tipo de revolución. Necesitan menos el apoyo de unas creencias y abandonan con facilidad los ámbitos de trascendencia políticos y religiosos. No se entusiasman frecuentemente. Confían en sus amigos, se sienten a gusto en sus familias. En su vida prima la atomización, la simultaneidad, la superficialidad. Se han instalado en la cotidianidad. No tienen grandes convicciones. Son permisivos, tolerantes, relativistas. Les gusta jugar con múltiples opciones y saben reconciliar identidades contradictorias. Se sienten libres, consumistas, generosos, auténticos. No aceptan la injusticia y quieren ser solidarios. Apuestan por fines nobles, pero les falta el ejercicio de la disciplina. Han crecido sin que les hayan hablado del concepto de límite. El límite no es plausible para ellos. La pregunta religiosa no aparece normalmente en su horizonte vital. En una lista de cosas importantes en su vida colocarán a la familia en los primeros lugares y a la religión y a la política en los últimos. Su refugio es la diversión y su paraíso la noche.1
¿Podríamos concluir que parecen haber perdido el sentido del misterio de la existencia? ¿Cómo abrirse, por tanto, desde sus raíces al misterio de la Trascendencia?
Pero antes una cuestión previa: ¿Se puede aplicar ese perfil también a los jóvenes seminaristas? No tenemos encuestas relevantes que analicen directamente lo que viven, sienten, piensan y creen. Sin embargo hay algo que no conviene olvidar: los adolescentes y jóvenes en estructuras formativas se sienten sobre todo adolescentes y jóvenes de hoy, miembros de esta generación juvenil. Sus rasgos psicológicos y religiosos son, en su conjunto, más positivos que los que hemos expuesto, pero la matriz cultural en la que han crecido es la sociedad compleja actual de organización y estructura modernas y de atmósfera posmoderna, que incide directamente en la evolución de la condición juvenil. Y es posible que en los jóvenes formandos encontremos más voluntarismo que virtudes contrastadas, y más politeísmo posmoderno de lo que ellos conscientemente quieren confesar. ¿Cómo ayudarles a crear una base sólida para una auténtica experiencia de Dios?
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Abrirse a la experiencia de la creaturalidad y del límite
¿Cómo abrir los ojos, la mente y el corazón a la realidad que está más allá de mis intereses, de mi yo enquistado en la comodidad, en la superficialidad, en una cotidianidad sin horizonte trascendente? Es la confrontación con la muerte la que hace definitivamente consciente de las fronteras de la vida, de la inquietante experiencia de la finitud. Es ya un tópico, pero creo que un tópico acertado, el decir que la sociedad actual se defiende frente al «espectáculo de la muerte». En otros tiempos y en otras culturas contemporáneas la muerte estaba y está integrada en la vida cotidiana. En nuestro ambiente social han mejorado de forma muy considerable los servicios que rodean esta experiencia extrema del hombre: seguros, unidades especializadas en los hospitales, cementerios, tanatarios, la posibilidad de la incineración… Y sin embargo la muerte sigue siendo una realidad secuestrada prácticamente en el entorno social. Se tiene conciencia de ella cuando acontece en un amigo o en un familiar cercano. Lo demás queda restringido a la presencia obligada en algunos funerales, a las esquelas mortuorias con las que nos tropezamos cuando hojeamos un periódico, a la fría y anónima cifra de fallecidos por accidentes de tráfico en cada fin de semana, a la inesperada contemplación de imágenes en los informativos de la televisión, que, con cierta frecuencia, nos pueden resultar ya tan «virtuales» como las que vemos en las innumerables secuencias cinematográficas de violencia.
Por otro lado los jóvenes suelen vivir la existencia como una evidencia, como algo dado. Y la muerte surge como una sorpresa imprevista que cuestiona la vida cotidiana, su sentido. La muerte obliga al realismo: la bella experiencia de la vida tiene en su seno una frontera que no se puede atravesar. Los discursos y argumentos parecen vanos ante esta radical derrota del ser humano, que no se puede trivializar ni camuflar, y que representa la evidencia irrefutable de la finitud humana.
La pregunta sobre la muerte desata una cascada de cuestiones. ¿Qué ocurre con los imperativos éticos de la dignidad, de la libertad, de la justicia? ¿Cómo exigirlos si la inmensa mayoría de los seres humanos han desaparecido en el remolino de la muerte sin que haya para ellos la posibilidad de justicia, de libertad, de dignidad? ¿Cómo luchar por el futuro si sólo existe el abismo de la muerte? ¿Dónde fundamentar la esperanza? ¿Qué es mi vida: pura casualidad, singularidad irrepetible? Desde la vida se busca una victoria sobre la muerte: ¿será posible ir más allá, ver más allá de ese hecho oscuro, opaco, impenetrable? Y se constata en el ser humano una confianza última en que el Ser no será definitivamente engullido por la nada2.
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Educar en el sentido de responsabilidad
En la sociedad actual el ocio ha comenzado a ser contemplado como un tiempo central y no sólo posterior al tiempo de trabajo, como un espacio nuclear, y no sólo exterior al conjunto de la vida social. El ocio no puede ya ser comprendido como un fenómeno social marginal, sino como un fenómeno social universal, porque ya no es el privilegio reservado a unos pocos. Ha adquirido el carácter de un derecho cívico que lo constituye como el núcleo fundamental de una cultura de la felicidad y del placer.
Para el joven el tiempo cronológico se ha fracturado totalmente: el tiempo de trabajo o estudio, totalmente normativizado, rutinario y dependiente frente al tiempo de la fiesta, que es vivido como un tiempo libre de toda coacción y norma: «El tiempo de trabajo o estudio a la postre no sería sino un tiempo por el que hay que pasar -lo más rápidamente posible- para disfrutar del tiempo de fiesta, que se convierte así en el «tiempo» por antonomasia, el único tiempo que realmente cuenta»3.
El tiempo libre para el joven de hoy se caracteriza por la búsqueda de la satisfacción como fin en sí misma. Es el tiempo de la diversión, que se ha convertido no sólo en una necesidad individual, sino también en una necesidad social que obliga a satisfacerla para no perder prestigio. El no divertirse implica una carencia personal o un motivo de compasión social del que se huye como de la peste. La diversión aparece como la única salvación al alcance de la mano: es la concreción más verosímil de la felicidad. En el espectáculo se busca el contacto con una realidad que divierta y emocione con levedad, sin abrumar. Así se desactiva lo doloroso, la pesadumbre de lo real, la carga de la responsabilidad4.
Si queremos que el joven camine hacia la autenticidad de la experiencia de Dios, ha de reconocer que hay valores por los cuales vale la pena comprometer y recortar la libertad, que la vida ha de vivirse también con seriedad, asumiendo la propia responsabilidad. Esto significa saber «responder» a los demás, aceptando que ni la diversión, ni la competitividad pueden ser los motores de las relaciones personales. Que los demás deben ser acogidos, escuchados. Sus demandas sacuden nuestra conciencia y nos obligan a reconocer sus personas como valores que nos interpelan y que nos llevan al compromiso ético, que abre un camino hacia el reconocimiento de la trascendencia.
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Motivar a la reflexión intelectual y enseñar a tomar decisiones
Los jóvenes candidatos al sacerdocio no muestran generalmente una gran inclinación a los estudios prolongados y profundos. Hay desconfianza frente a lo teórico e intelectual, que es desplazado como lo opuesto a lo práctico, a lo vivencial, a lo experiencial. En un ambiente en que se exalta la espontaneidad, lo intelectual es rechazado como artificial y alejado de la vida real, como algo extraño al presente que se vive intensamente.
Por el influjo de la mentalidad posmoderna los jóvenes en formación tienden a un individualismo de tipo psicologista, en el que son los sentimientos o preferencias personales los que orientan con frecuencia su acción y sus decisiones morales. Se perciben síntomas de un agudo narcisismo espiritualista. Se palpa una actitud antiintelectualista que corre el riesgo de que la alergia que sienten hacia la reflexión sobre la fe, los convierta en cristianos poco críticos y proclives a un posible y camuflado sincretismo religioso. No son las razones lo que ordinariamente sostiene su opción religiosa, sino las emociones despertadas por un testimonio de vida directo. Así su religiosidad adquiere un matiz muy afectivo y emocional. Subrayan con énfasis los aspectos vivenciales e, incluso, sensibles de la oración personal y comunitaria. La desconfianza frente a la reflexión conduce sin remedio a la concepción de la experiencia de Dios como algo de tipo emotivo y sentimental, sin consistencia y también con poco futuro.
La inteligencia, como una realidad más comprehensiva y compleja que la pura razón de la ilustración, tiene un papel insustituible en la experiencia religiosa. La fe en Dios no puede ser asumida sin reflexionar sobre su posibilidad, su sentido, sus razones, su contenido y, por tanto, sobre la revelación y la tradición, sobre la necesidad de la iglesia…
Ya sabemos que una de las grandes tareas de la formación humana en nuestros ambientes es la educación de la voluntad. Y no es sólo cuestión de ejercicio ni de simple fortalecimiento. Debajo del tema de la voluntad hay una serie de actitudes que hacen difícil la toma de decisiones de forma inteligente y crítica, y también resuelta: porque no se ve con claridad la resolución de pasar de la decisión a la acción.
En una sociedad sin criterios absolutos, en la que ordinariamente sólo se consiguen consensos parciales, abiertos permanentemente a eventuales rescisiones, los chicos interiorizan con facilidad la necesidad del «contrato temporal» en todo: no sólo en la economía, sino también en la amistad y en el amor («Hoy te querré toda la vida»), en los compromisos profesionales o vocacionales, políticos o sociales. Así el joven no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas. Sus opciones y opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas. Su pretensión es poder resituarse cuantas veces sea necesario en un escenario social siempre cambiante, en el que predomina lo provisional sobre lo estable. La pauta a seguir es el por aquí y el por ahora, como línea de actuación más realista y eficaz. Hay que procurar no quedarse descolgados de las oportunidades de cualquier tipo que puedan surgir.
Todo esto conduce a la creación de personalidades sin convicciones sólidas, sin certezas asimiladas vitalmente, que no se sienten capaces de opciones definitivas, que comprometan al individuo para siempre5. Y así resulta muy difícil una auténtica experiencia de Dios, que se haga convicción nuclear de la personalidad, capaz de iluminar y de estructurar la interioridad afectiva, el horizonte mental y la tarea de vivir.
¿Cómo lograr el coraje para tomar decisiones que comprometan de verdad? Sabiendo elegir las cosas que cuentan realmente. Por tanto sería cuestión de una confrontación de valores. Pero ¿es posible tal confrontación sabiendo la facilidad con que se cambia de «terreno de juego», con que se convive con jerarquías de valores teóricamente no conciliables entre sí?
Quizás el camino hacia la decisión madura y resuelta en una atmósfera de gran subjetivismo tendría que venir del descubrimiento de su interioridad por parte del joven, acompañándole en el proceso de conocerse y comprenderse, y ayudándole a conseguir la capacidad de proyectarse desde dentro, desde su intimidad, desde la soledad interior en la que es posible asimilar la necesidad de decisiones que unifiquen coherentemente la propia existencia6.
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Guiar hacia el compromiso gratuito
Ya sabemos del narcisismo ambiental en el que crecen los adolescentes y los jóvenes, del individualismo que se propugna por doquier, y del distanciamiento psicológico que sienten ante las instituciones y su huida de los compromisos públicos y, sobre todo, políticos. Se da un centramiento en lo pequeño, en lo local, en lo personal y concreto. No es un buen augurio de cara al futuro la alergia que sienten muchos jóvenes frente a la política. Pero al menos tenemos en este tema un sólido punto de partida: de ordinario, la gente joven es generosa si sabemos plantear el tipo de compromiso. Habría que ayudarles a que se descentraran de su localismo posmoderno y a que se abrieran a un horizonte más amplio. Pero sabemos que son sensibles a cuestiones humanas concretas por las que están dispuestos a comprometerse.
El problemas es la visión pragmática y utilitarista que tiende a mercantilizarlo todo. ¿Qué saco yo de esto? es la pregunta insidiosa en el ambiente juvenil frente a la oferta de un compromiso. Y con frecuencia lo que se busca es gratificación psicológica, reconocimiento, autoestima, protagonismo. Y es ahí donde hay que ayudar a purificar las intenciones para lograr que aflore la gratuidad.
¿Por qué hago esto? ¿Cuál es la razón de mi obrar? El rostro del otro se convierte en símbolo de trascendencia. Me obliga a salir de mí, a descubrir un fundamento que sostenga ese amor gratuito, esa esperanza que se ofrece a través del servicio que se realiza. La gratuidad puede ayudar al joven a distinguir la realidad que se ve y que se maneja, que resulta familiar y fácilmente interpretable de otra realidad que se intuye, que es misteriosa, que se escapa de nuestro control y que nos asoma al misterio, y a la que podemos acceder sólo a través de la experiencia religiosa.
La autenticidad de la propia vida, su profundidad y su misterio se descubren cuando el ser humano se decide a descentrarse. Nuestra existencia empieza a adquirir consistencia y sentido cuando es capaz de estar a la escucha del otro, de sus necesidades y de sus gritos de auxilio. Salir de uno mismo es el camino para encontrarse en la autenticidad. Vivir es emprender un camino de éxodo hacia los demás. Y en ese camino comprobamos la existencia de obstáculos, de límites, tenemos experiencias de contraste que nos obligan a buscar. El otro y su sufrimiento nos impulsan a abrir los ojos y a mirar más allá. El adolescente y el joven en sus experiencias cotidianas de disponibilidad, de altruismo, de servicio gratuito, con su viva sensibilidad ante el dolor y la injusticia… van captando sus impotencias, sus límites, su realidad de criatura contingente: el otro se convierte en símbolo, puente hacia una posible realidad de la que pueda proceder la luz y el sentido que se ansían.
Asumir vitalmente la experiencia cristiana |
Los adultos sabemos de sobra que nos podemos llamar y sentir creyentes durante años y sin embargo descubrir de pronto que la fe como misterio de la presencia de Dios en el corazón humano no ha transformado nuestra interioridad. Expresándolo en imágenes: estamos rodeados de luz y nuestro corazón late en la oscuridad, estamos sumergidos en el agua, como la piedra en el seno de un arroyo y sin embargo totalmente secos por dentro. Mecanismos de defensa, corazas espirituales, incoherencias existenciales, desajustes afectivos, traumas psicológicos… pueden bloquear durante años la acción misteriosa del Espíritu en nuestra alma. Nuestra voluntad no deja que la gracia desarrolle su dinámica de maduración personal.
En la formación hemos de acompañar a los jóvenes para que su experiencia cristiana eche raíces en los estratos afectivos más profundos de su persona, y de esta forma se dejen conformar en lo más íntimo por la fuerza transformante del amor de Dios. Para que esto sea posible debemos ayudarles a responder con autenticidad a la llamada de Dios en sus vidas, viviendo la fe como encuentro personal, haciendo que la oración unifique la persona, brotando de la existencia concreta, y descubriendo la vida como proyecto con sentido.
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Vivir la fe como encuentro personal
La fe es confianza, entrega en las manos de un Misterio que me sale al paso en Jesús el Señor. En un encuentro personal, guiado y sostenido por el Espíritu de Dios, el creyente se abre a una presencia que no se deja controlar ni manipular por los sentidos. Encuentra su fundamento último en Alguien que le ama desde siempre. En él se ancla radical y existencialmente. Lo específico de la fe cristiana no consiste sólo en creer como Jesús, sino creer en Jesús, el Cristo, y fundar la propia existencia en su persona según su palabra y su Espíritu. Esta experiencia nos conduce a la luz, nos hace más auténticos, da densidad a nuestra libertad y profundidad a la realidad.
Quizás en la formación estamos dando por supuesto en los adolescentes y jóvenes ciertos presupuestos antropológicos de la fe cristiana como encuentro personal, que no resultan evidentes o pacíficamente plausibles en el entramado de su vida cotidiana en la atmósfera moderna y posmoderna de la sociedad actual, y que facilitan el camino para hacer de la fe cristiana una experiencia personal realmente asumida. Quisiera fijarme en dos de ellos: la dinámica interna de la fe humana interpersonal y la apertura consciente y refleja a la cuestión del sentido. Veamos estos dos puntos.
Cuando decimos a una persona que creemos en ella lo que hacemos es aceptarla como alguien importante en nuestra vida. Creer en alguien es fiarse totalmente de él, reconocerlo, aceptarlo. A través de esta fe humana participo de su vida, de su saber, de sus convicciones, de su visión del mundo y de los hombres. Por eso sólo es posible concebir la fe como encuentro personal.
La fe no es, por tanto, un saber aproximado o un conocimiento de carácter secundario. Es el único medio que posibilita la relación personal entre los individuos. Y así no puede ser sustituida por nada, ni puede ser superada ni eliminada por la ciencia o por la técnica, que no son realizables sin la fe humana. Sin ésta no puede existir la vida, porque no serían ya posibles ni el encuentro, ni la amistad, ni la reconciliación, ni el amor… nada de lo más importante de nuestra existencia.
Y porque me fío de una persona acepto sus verdades, su palabra. Creer es, ante todo, tener una relación personal con alguien, y además, como consecuencia, aceptar un conjunto de verdades que me propone esa persona. El núcleo de la fe consiste en la afirmación y en el reconocimiento del Tú en cuanto persona, que se nos abre y se nos revela en su intimidad. Con esto se acepta cada una de las palabras y afirmaciones provenientes de esta persona: se acepta lo que ella dice y promete. Las afirmaciones no pueden desligarse de la persona, sino que están esencialmente vinculadas con ella. Se aceptan las palabras porque se acepta y se reconoce a la persona.
La fe es la decisión por alguien, decisión que se toma en libertad y, en último término, por amor. Esta decisión no es ciega, ni caprichosa ni irracional, sino que se funda en el conocimiento personal. Tal decisión es un acto que compromete todo nuestro ser, nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestro corazón.
Querer de verdad a una persona o ser querido entrañablemente por alguien (padres, hermanos, amigos, esposa, marido…) es una experiencia extraordinaria que nos enriquece como seres humanos y nos ilumina la vida. Pero todos somos conscientes de que ese amor no nos evita ciertos problemas, ciertas preguntas decisivas sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre la misma historia, sobre la realidad que nos rodea: ¿Por qué existe el sufrimiento? ¿Por qué tenemos que enfrentarnos a la oscuridad de la muerte? ¿Por qué el amor, la ternura, la belleza no duran para siempre? ¿Por qué existe lo que existe? ¿Para qué?
Todas estas preguntas apuntan hacia lo que llamamos la cuestión del sentido, que surge, de manera especialmente aguda, en las experiencias de dolor, frustración o fracaso. Aquí sentimos la ausencia del sentido al no comprender lo que acontece, al vernos sumergidos en el desconcierto. Una experiencia extrema del absurdo es la experiencia de la muerte, sobre todo de la muerte como truncamiento de una vida llena de esperanza, de la muerte cruel, injusta, violenta.
Y a pesar de estas experiencias negativas, se da en el hombre una nostalgia vital y una voluntad apasionada que se niegan a aceptar que el sinsentido, el mal, el odio o la injusticia tengan la última palabra. Se vive de la esperanza de que la duda torturante tenga una solución, de que a las grandes preguntas del ser humano haya una respuesta definitiva. La realidad es siempre mayor que nosotros mismos: a pesar de nuestros saberes y de nuestros poderes, no dominamos ni la totalidad del mundo, ni la totalidad de la historia, ni siquiera la totalidad de nuestra vida. ¿Dónde encontrar la clave que nos haga, al menos, inteligible lo que nos rodea? ¿Dónde podemos descubrir el sentido último que, supuestamente, lo sostiene todo? Preguntas siempre planteadas por el hombre, de una u otra forma, como leemos en el «Salmo I» de Miguel Unamuno:
«¡Qué hay más allá, Señor, de nuestra vida?
Si Tú, Señor, existes,
¡di por qué y para qué, di tu sentido!
¡Di por qué todo!
¿No pudo bien no haber habido nada,
ni Tú, ni mundo?
Di el porqué del porqué, ¡Dios de silencio!»O como expresivamente lo afirma Vicente Aleixandre, mirando al cielo desde el regazo de la madre tierra, en su poema «No basta»:
«Así, madre querida,
tú puedes saber bien -lo sabes, siento tu beso secreto
de sabiduría-
que el mar no baste, que no basten los bosques,
que una mirada oscura llena de humano misterio,
no baste; que no baste, madre, el amor,
como no baste el mundo.»La cuestión del sentido puede ser rechazada como improcedente en el plano intelectual, pero en la vida concreta es totalmente inevitable. Todo hombre vive, consciente o inconscientemente, de un proyecto de existencia. Y cuando está en juego la orientación fundamental de nuestra vida, todo individuo cree, aunque no acepte la fe religiosa. También la increencia es una decisión ante la realidad total. A este nivel no se trata de saber o de creer, sino sólo de distintas maneras de creer. Y una manera posible de darle sentido a la realidad es la aceptación creyente de Alguien, que lo sostiene todo, y a quien, en la historia de las religiones, se le ha llamado, de una u otra forma, Dios. Con introducir a Dios en la cuestión del sentido no desaparecen, sin embargo, todas las sombras que lo ocultan. Pero se descubre que es posible vivir de una confianza básica en Aquél que, siendo la fuente del ser y de la vida, me permite tener la esperanza de encontrar en lo fragmentario y provisional el sentido último, que todo lo abarca.7
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La oración como punto culminante de la fe
Quizás seamos los formadores los primeros sorprendidos ante el título de este apartado. Es posible que hayamos creído sin más que es la caridad, el compromiso la cumbre de la fe. Realmente no se puede comprender una oración que no parta de la vida y que conduzca de nuevo a esa vida para transformarla concretamente según la voluntad de Dios. La oración ha de transformar el corazón y hacerlo sensible y resuelto frente a las necesidades y al sufrimiento de los demás. Sin embargo no conviene olvidar que la oración es la expresión definitiva de la fe vivida. En la oración se realiza el dinamismo último de la fe. En cualquier circunstancia, en el éxito o en el fracaso, con palabras o sin ellas, en el silencio del dolor o en el silencio de la contemplación del Misterio, tiene lugar en la oración ese encuentro personal con Dios anhelado por el creyente.
Y aquí surge un problema para la formación actual. No es difícil crear un ambiente en el que sea bien acogida la oración comunitaria. Hay predisposición y disponibilidad para celebrar la eucaristía con una participación gustosa en los diversos aspectos de la liturgia. Pero tenemos que reconocer que con frecuencia la oración personal naufraga en un mar plagado de escollos como la mentalidad empirista, la incapacidad para la soledad, la búsqueda de gratificación, la falta de sentido y de veneración frente al Misterio, la poca profundidad del acto de fe y, por tanto, la escasa sensibilidad para descubrir la oración como el lugar privilegiado del encuentro personal con Dios, revelado en Jesucristo, en la fuerza del Espíritu.
Echo mano de la experiencia de Teresa de Jesús para ofrecer unas breves reflexiones sobre la oración como encuentro personal con Dios.
Con su sencillez desconcertante y profunda, Teresa de Jesús describe así la oración: «(…) que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»8. La oración se vincula con el amor. Y así está al alcance de todos: «Mas hase de entender que no todas las imaginaciones son hábiles de su natural para esto, mas todas las almas lo son para amar»9.
Si la oración es una concreción del amor y de la amistad urge continuamente a buscar tiempos de oración y, al mismo tiempo, los relativiza. Los urge porque el amor y la amistad no son posibles sin momentos específicos de encuentro, y al mismo tiempo los relativiza porque la oración entendida de esta forma se abre a la vida, que se convierte entonces en el espacio para la experiencia de esta amistad: lo decisivo de la oración es la relación entre los protagonistas de esta historia que se inserta en las coordenadas del espacio y del tiempo. Pero se trata de una amistad teologal, de una relación con el Misterio de Dios. Esto es evidente pero se olvida con frecuencia que no se le puede exigir necesaria ni principalmente las consecuencias psicológicas de una amistad humana. El encuentro con Dios tiene unas raíces más profundas y desata otras dinámicas y exigencias, que pasan por los mecanismos de la psicología humana, pero que no se identifican con ella10.
Si la oración personal del formando se queda en el qué se trata y no con el quién se trata, se banaliza. Es la relación personal con el Tú el que decide sobre el sentido, el valor, la calidad de la oración personal. Por eso resulta difícil orar si no hay conciencia de la propia interioridad, si no se abre un espacio de intimidad a Dios, si no se sabe aguantar en la soledad frente al Misterio. Y por otro lado hay que advertir que no se debe interpretar el amor que sostiene la oración en un sentido meramente emotivo o sentimental.
Para Teresa de Jesús la oración es encuentro en el amor y en la verdad: es la puerta para conocer a Dios y conocerse a sí mismo. Es camino de verdad: «(…) porque desde niña se había dado tanto a la oración -que es adonde el Señor da luz para entender las verdades- (…)»11.
La búsqueda de la verdad, la amorosa receptividad de esta verdad es la premisa que engloba toda la pedagogía teresiana sobre la oración. No se trata de una verdad que se capta simplemente de forma intelectual. Para Teresa de Jesús es una verdad vital. En la oración hay desvelamiento, se abren los ojos sobre la realidad de Dios y sobre el misterio del propio corazón. Esto garantiza la autenticidad de la oración. Pero lo decisivo es la experiencia del amor de Dios: es el elemento esencial y configurante de la oración cristiana12.
El sentirse amado por Dios es la entraña misma de ese encuentro personal, que tiene lugar en la vida cotidiana con su complejidad y ambivalencia y que la transforma si el joven, en su libertad, se deja guiar por el Espíritu. En la oración se experimenta el amor de Dios como fuerza y como luz que integra e ilumina la interioridad afectiva desde su raíz, y que debe llevar al joven a un amor oblativo en medio de sus condicionamientos y fragilidades. Por eso el criterio decisivo de la calidad de la oración se da en la vida, en la vida hecha servicio, proyecto de futuro según la voluntad de Dios, discernida en la oración.
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Aprender a vivir la existencia como proyecto con sentido
La experiencia cristiana es asumida seriamente cuando la fe y la oración conducen a contemplar y definir la vida como un proyecto. No hablamos simplemente de tareas encomendadas ni de la misión presbiteral aceptada coherentemente. Es algo más y también anterior a eso. Cuando hablamos de proyecto personal, se ha de intentar responder a tres preguntas básicas: ¿Quién soy yo? ¿Qué deseo, qué puedo, qué debo hacer en la vida? ¿Cómo lo realizo? El entramado esencial de todo proyecto personal está sostenido por un conocimiento y aceptación de la propia persona, por una meta que estructura mi interioridad y pone en tensión mi persona y sus posibilidades, por un discernimiento cuidadoso que me guíe en el planteamiento y realización de ese proyecto.
Esto implica una jerarquía de valores con un valor central que vertebra la persona interiormente, que debe estar enraizado en los estratos profundos de la afectividad, de forma que sea capaz de comprometer responsablemente la libertad que a través de ciertas mediaciones históricas va realizando la misión vocacional. El proyecto, en un proceso complejo en el que son posibles los retrocesos y desvíos, pretende centrarnos, unificarnos, definir nuestra identidad y el sentido último de nuestra vida. Cuando logramos contemplar toda la existencia a la luz de una razón, de un valor, como fuente inspiradora de mis opciones y acciones, entonces se unifica la vida, sabemos lo que somos y lo que queremos, hacemos nuestra opción fundamental.
El proyecto ha de ser articulado en función de tres fidelidades básicas: la fidelidad a sí mismo, aceptando posibilidades y limitaciones, la fidelidad al valor que da coherencia, sentido y plenitud a la propia existencia, la fidelidad a la situación histórica concreta, sobre todo a las personas con las que me toca vivir13.
El joven en formación va vertebrando su experiencia cristiana cuando vive la fe como encuentro, cuando va creciendo en una oración que va transformando su horizonte interior y sus criterios, y cuando hace de Jesús y de su Reino el proyecto de su vida. Esto conlleva un proceso complejo de búsqueda, de renuncias, de rupturas, de discernimiento. Pero el proyecto personal no puede ser el resultado de un afán perfeccionista y voluntarista, ni la consecuencia inconsistente de un idealismo narcisista. El proyecto debe ir surgiendo como el fruto maduro de una libertad, que se deja iluminar y guiar por el Espíritu de Dios.
Mostrar la razonabilidad de la fe |
Como formadores sabemos de ciertas tendencias fideístas que se están dando en las vivencias religiosas de jóvenes seminaristas. La desconfianza en la razón, la exaltación de lo emotivo e incluso de lo irracional, la alergia a la reflexión y al análisis condicionan gravemente la solidez de su opción creyente. El acto de fe, don de Dios, es un acto humano del que hay que saber dar razón, mostrando la coherencia de la propia decisión. El mostrar la razonabilidad de la fe y de otras importantes experiencias humanas es una tarea ineludible.
¿Por qué creo en Dios? ¿Por qué quiero a mi amigo? ¿Por qué me he casado con esta mujer? Estas y otras preguntas de nuestra vida no tienen una respuesta simple. Ni el amor, ni la amistad, ni la fe en Dios se pueden demostrar. O dicho de otra forma, ninguna de esas realidades es el final de un silogismo, la conclusión apodíctica de una demostración. En la amistad o en el amor, en la fe, nos decidimos por alguien porque tenemos razones. Pero esas razones no desembocan en una conclusión racional, sino en una decisión razonable.
En esas opciones, tan trascendentales para nuestra existencia, conseguimos una seguridad vital a través de lo que se suele llamar una «convergencia de razones». Posiblemente ninguna de ellas, en sí misma, tendría la fuerza para llevarnos a una decisión definitiva. Observando esas experiencias humanas privilegiadas del amor, de la amistad o de la fe en Dios, reconocemos un proceso interior, no siempre consciente, en el que diversas razones van convergiendo hasta ofrecer una base sólida, como fundamento para una decisión libre. Esta decisión no es, por tanto, algo caprichoso o irracional, ni tampoco es el fruto de una demostración de carácter racional. Es una decisión razonable, en la que ciertamente corremos un riesgo. Pero ese riesgo no invalida la seguridad vital (y el gozo…) que experimentamos cuando afirmamos: «Yo te amo con toda mi alma» o «Yo me fío de ti porque eres mi amigo».
Sin embargo, surge una inquietante cuestión estimulada por una sensibilidad empirista muy extendida hoy: a mi amigo lo veo y lo toco, ¿y a Dios? ¿Es razonable creer en alguien a quien no puedo ni ver ni tocar? En la fe nos hallamos ante un Misterio que se nos escapa de las manos. ¿Y en el amor? También nos encontramos con el misterio del otro… que se nos escapa de las manos. ¿O es que la presencia física o el signo visible (como un beso…) son garantías definitivas de la verdad y profundidad de ese amor? ¿No hay ausencias más vivas que muchas presencias físicas? También en la amistad o en el amor, en las experiencias humanas interpersonales, nos topamos con la necesidad de la fe humana. La última y decisiva razón de un amor es que «me fío de la persona, que no me va a traicionar». Lo tangible consuela los sentidos… sin embargo, «lo esencial es invisible a los ojos», como dice el zorro en El principito de Antoine de Saint-Exupéry. En el fondo, todo lo decisivo en la vida es cuestión de fe.
En el caso de la fe cristiana en Dios, desde la experiencia concreta el creyente comprueba que en un largo proceso interior, condicionado por las diversas fases de la vida y por las circunstancias de su contexto, se ha ido generando una «convergencia de razones» que ha creado la base firme para la solidez de su decisión (libre y razonable) de creer. Las razones que van convergiendo no son las mismas en todo cristiano. Pero sí hay razones que aparecen siempre, de una u otra forma: el entorno, Jesús y el Dios del que da testimonio, el significado de la fe para mi vida. En nuestras biografías se dan realidades históricas, familiares y sociales que facilitan el acceso a la fe. Lo podríamos llamar el «entorno creyente»: la familia, la tradición cultural, social y religiosa en la que voy madurando, las personas que me van abriendo los ojos a la realidad de la vida y de la fe (mis padres, mi abuelo o mi abuela, mi profesor de religión, mi catequista, aquel cura, aquella amiga de la adolescencia…). Este «entorno creyente», con sus más y sus menos, con sus aciertos y desaciertos, es un condicionamiento, en su conjunto, favorable para ir abriéndome a la experiencia de la fe. Nuestra libertad humana no es una libertad absoluta. Es una libertad condicionada por la herencia genética, familiar, social, cultural. No siempre esta herencia es positiva para la opción creyente. Pero es un factor importante a tener en cuenta.
La razón principal para la fe cristiana es Jesús. En él descubrimos la pasión por Dios y la pasión por el hombre. En su existencia, comprometida con los marginados de la sociedad judía, en su relación única y original con Dios, en su libertad, en su compasión, en su mensaje y en sus obras, en su actitud ante el fracaso y ante la muerte, Jesús nos muestra el rostro de Dios, que en su ternura y misericordia acoge y perdona sin condiciones, y ofrece la salvación a todo aquél que la busca sinceramente. El Dios que anuncia Jesús es un Dios que nos acompaña y nos sostiene, que respeta tanto la libertad humana, que nos desconcierta y confunde, cuando mantiene silencio ante el sufrimiento de los inocentes, ante el sufrimiento de Jesús. En su resurrección se nos desvela, por la fe, el sentido último de su vida y de su muerte, de la vida humana y de la historia. Jesús ocupa un lugar exclusivo en ese proceso de «convergencia de razones» hacia la decisión responsable de la fe en Dios.
Y en esa fe descubro las claves para descifrar e interpretar el enigma de la existencia, para darle un sentido a la complejidad que nos rodea. Pero no conviene olvidar que la fe es consuelo, pero no huida de la realidad, que la fe es respuesta, que no agota en nuestra historia todas las preguntas, que la fe es luz, que no disipa todas las oscuridades…. La fe, como el amor, no es la receta mágica para mis problemas de cada día , pero me ofrece la fuerza, el sentido, la perspectiva global desde la cual puedo vivir con esperanza, confiando en que la última palabra que se pronuncie sobre mí y sobre todo ser humano, será una palabra de vida y de salvación.
La «convergencia» de estas razones y de otras más personales y puntuales me brinda una base sólida, que sostiene una decisión libre. La razonabilidad de la fe es la garantía de mi libertad y de mi responsabilidad. Al mismo tiempo, soy consciente de que, en el fondo, siempre he sido misteriosamente guiado, sostenido e iluminado por la gracia, por el amor de Dios. Como decíamos antes, encontramos a Dios, si Él se deja encontrar. O mejor expresado: si, desde mi libertad, me dejo conducir por el Espíritu a ese encuentro. El centro, el fundamento y la meta del acto de fe es Dios, revelado en Jesucristo como misericordia infinita. Es Él el motivo último y definitivo de mi fe. También en la experiencia del amor humano comprobamos que hay razones (simpatía, bondad, belleza, inteligencia…) que nos atraen e impulsan hacia el encuentro personal con alguien. Pero, desde el amor ya hecho realidad, descubrimos con gozo que el único y definitivo motivo de mi entrega es la persona en sí, y no simplemente sus cualidades, que sí pueden mostrar a los demás la razonabilidad de mi opción.14
Concluyendo: intentos de respuesta a preguntas difíciles sobre Dios |
En el acompañamiento nos topamos con preguntas sobre la experiencia de Dios que, a veces, nos desconciertan porque quizás hemos vivido mucho tiempo de respuestas estereotipadas que sinceramente no llegamos a creernos. Presento cuatro de esas preguntas con un intento personal de respuesta, por si sirven a alguno en su trabajo formativo.
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¿Es Dios omnipotente?
Que Dios es todopoderoso parece ser una «evidencia» cuando se cree en Dios. ¿O se podría imaginar una divinidad sin omnipotencia? Resulta frecuente, aunque a veces sea de forma inconsciente, identificar ese poder total de Dios con la imagen de un Dios soberano absoluto, señor de vidas y haciendas, capaz de cualquier capricho. No puede ser así. La omnipotencia de Dios debe ser pensada e interpretada desde la misericordia. Es la omnipotencia de su bondad infinita.
Si Dios es amor entrañable que se entrega totalmente ( y en este punto es omnipotente), entonces no tiene más remedio (porque Él lo ha querido) que respetar la libertad de esa criatura, que es el ser humano, que ha creado inteligente y libre. Ya Dios no puede interrumpir los procesos dinámicos de esa libertad, porque no sería pensable un Dios caprichoso e incoherente con las decisiones de su creación. Y así su amor pone límites a su omnipotencia en la historia, ofreciéndonos la realidad de un amor, aparentemente, impotente. Jesús muere porque los hombres matan. Y Dios guarda silencio (¿impotente?) ante el misterio de una libertad usada para el mal.
En la cruz se encuentran el amor todopoderoso de Dios, que libera a los hombres del pecado, del mal, de la muerte, y la omnipotencia crucificada de Dios, que en esta historia tiene las manos aparentemente atadas ante la libertad humana. ¿Por qué aparentemente si su impotencia es «evidente»? Porque el amor de Dios tendrá siempre la última palabra sobre nuestra vida, sobre nuestra historia, sobre nuestro destino: en el máximo respeto hacia nuestra libertad y responsabilidad, que pueden plantarse en contra de Dios, su amor es capaz de transformar todo corazón humano, que deje una rendija abierta a su infinita paciencia, a su infinito perdón. Así su omnipotencia será, a nuestros ojos, realmente posible cuando su amor haya llenado de sentido toda la creación en su consumación total y definitiva.
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¿Entonces cómo actúa Dios en la historia?
La respuesta a esta pregunta es fácil y, al mismo tiempo, tremendamente difícil: Dios actúa en la historia… como Dios. Y volvemos a empezar: ¿Y cómo actúa Dios? La reflexión anterior sobre la omnipotencia nos puede ayudar: Dios interviene en nuestra historia desde el amor entrañable y desde el respeto a la libertad humana. Pero Dios no es un objeto entre otros objetos, ni una causa más en el entramado de este mundo empírico. Dios es el Misterio trascendente, y, al mismo tiempo, el Misterio cercano que, en el corazón de la realidad creada, lo sostiene todo con su Espíritu de Vida. Lo sostiene todo, respetando sus procesos y dinámicas que Él ha desatado con su palabra creadora.
En el evangelio de Lucas se nos apunta hacia la respuesta, que creemos acertada: «¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra?, o si le pide pescado ¿le dará en vez de pescado una serpiente?, o si pide un huevo ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan» (Lc 11, 11-13). La acción providencial de Dios se ejerce especialmente en lo profundo del ser humano, por la presencia real y misteriosa de su Espíritu, que sin anular la libertad humana, sino más bien potenciándola, transforma su corazón, si no se resiste mediante una elección consciente y libre por el mal, para la búsqueda de la verdad y para la realización del bien en esta historia. Las personas buenas, que dejan que actúe el amor de Dios en su corazón, aunque conscientemente ni siquiera sepan su nombre, son las manos de Dios en este mundo. El llamado silencio de Dios no es un signo de su ausencia, sino un signo de la discreta presencia de su amor incondicional y paciente, que va transformando misteriosamente el corazón del hombre y el corazón de la realidad, como la levadura en la oscuridad de la masa.
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¿No es Dios también juez?
Pero ¿si Dios es benevolencia y ternura, pura misericordia que acoge y perdona sin limitaciones no eliminamos la responsabilidad, el compromiso ético del hombre ante Dios? No. Sólo lo situamos en un contexto distinto y más significativo. El imperativo ético no es el cumplimiento de la exigencia de un juez legislador, sino la respuesta del hijo a un amor primordial, que lo amó siempre primero.
La imagen de Dios como juez, metáfora humana para hablar de la justicia divina, ha de ser utilizada e imaginada desde la misericordia infinita: esa imagen más que decirnos quién es Dios, intenta describirnos la seriedad de nuestra decisión ante la oferta de su ternura. En las parábolas de Jesús de la «oveja perdida»(Lc 15, 4-7), de los «trabajadores de la viña» (Mt 20, 1-16), del «hijo pródigo» (Lc 15, 11-31), descubrimos con sorpresa cómo Dios no obra en contra de su justicia, sino superando con su misericordia su posible justicia. Y las parábolas del «siervo sin entrañas», que no perdona su pequeña deuda (Mt 18, 23-35), o de «los talentos» (Mt 25, 14-30) nos hablan de la frustración de la generosidad de Dios, que no encuentra respuesta en la actuación inmisericorde y raquítica del hombre. Según el mensaje del evangelio en su conjunto, podemos decir que no es Dios quien condena según unas normas estrictas, sino que es el ser humano el que, negándose a la aceptación del amor benevolente y misericordioso de Dios, se condena a sí mismo al cerrar su corazón a la salvación y a la gracia.
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¿Sufre Dios?
En la fe, que contempla cómo Jesús experimenta la noche oscura de la muerte injusta y cruel en la cruz, descubrimos que Dios no es ajeno al sufrimiento. Dios está presente en la historia del dolor humano, haciéndose solidario con el hombre que sufre. El dolor ya no es la prueba de su ausencia, sino el lugar paradójico de su presencia misteriosa. Jesús, el Hijo de Dios, apura hasta las heces amargas la copa del destino humano. Pero ¿sufre Dios en la eternidad? No podemos pensar que esté sometido al dolor, como nosotros nos sentimos sometidos a él. Entonces Dios no sería Dios.
Cuando la Biblia nos habla de forma metafórica de las «entrañas de Dios», nos está diciendo que no es una divinidad estática, inerte, indiferente, sino que es Alguien que se conmueve, que tiene compasión, que siente el sufrimiento de los inocentes, de los pobres, de los fracasados en la historia. «Su amor le hace sufrir»: estas o parecidas palabras expresarían, de forma humana, la ternura entrañable de Dios que siente como suyo el dolor de sus criaturas. Sólo el que ama sin condiciones conoce de verdad la amargura del sufrimiento humano15.
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1.- Cf. F. ANDRÉS ORIZO, Jóvenes: Sociedad e Instituciones, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 99, Fundación Santa María, Madrid 1999, 56-60. 84-85; J. ELZO, Reflexiones finales, en ibid., 431-433.regresar
2.- Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La pascua de la creación. Escatología, BAC, Madrid 1998, 260-265.regresar
3.- J. ELZO, Introducción, en J. ELZO (y otros), Jóvenes españoles 94, Fundación Santa María, Madrid 1994, 16.regresar
4.- Cf. J. A. MARINA, Crónicas de la ultramodernidad, Anagrama, Barcelona 2000, 138-143.regresar
5.- Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, ¿Los jóvenes españoles bajo el influjo de la posmodernidad?, en «Salesianum» 61(1999) 96-97.regresar
6.- Cf. R. TONELLI, Prospettive pastorali per l’educazione all’esperienza religiosa, en M. MIDALI – R. TONELLI (a cura di), L’esperienza religiosa dei giovani.regresar 3. Proposte per la progettazione pastorale, Elle Di Ci, Leumann (Turín) 1997, 45.regresar
7.- Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, Sobre la aventura de la fe, en «Proyección» 46(1999) 115-116.regresar
8.- TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, 8, 5, en Obras completas (Edición, introducción y notas de P. ISIDORO DE SAN JOSÉ), Ed. de Espiritualidad, Madrid 1963, 56.regresar
9.- TERESA DE JESÚS, Libro de las Fundaciones, 5, 2, en ibid., 912-913.regresar
10.- Cf. M. HERRÁIZ GARCÍA, La oración, historia de amistad, Ed. de Espiritualidad, Madrid 1981, 42-45.regresar
11.- TERESA DE JESÚS, Libro de las Fundaciones, 10, 13, en ibid., 954.regresar
12.- Cf. M. HERRÁIZ GARCÍA, o. c., 56-68.regresar
13.- Cf. J. M. ILARDUIA, El Proyecto Personal como voluntad de autenticidad, Ed. ESET, Vitoria 31994, 15-28.regresar
14.- Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, Sobre la aventura de la fe, en «Proyección» 46(1999) 119-121.regresar
15.- Sobre este tema tan difícil, cf. la reflexión ya clásica del japonés K. KITAMORI, Teología del dolor de Dios, Ed. Sígueme, Salamanca 1975.regresar