BOLETIN OSAR
Año 3 – N° 6

 

¿Cómo formar desde la posmodernidad
y para una sociedad bajo su influjo?

Antonio Jiménez Ortiz

 

1. Las cuestiones más urgentes que nos plantea la sensibilidad posmoderna en la formación sacerdotal

Comienzo enunciando muy rápidamente y de modo esquemático cuáles son, a mi modo de ver, esas cuestiones más urgentes:

Es decir, en el fondo hemos hecho como dos montajes paralelos: el perfil posmoderno positivo y el perfil moderno de nosotros los mayores, positivo; y los peligros del perfil posmoderno y del perfil moderno, para intentar reconciliar lo positivo de ambos a fin de lograr una buena formación.

2. Puntos candentes de la formación sacerdotal en tiempos posmodernos

Entremos en la parte central que se refiere a los núcleos decisivos de la formación sacerdotal en los tiempos posmodernos.

2.1 Vertebrar la identidad psicológica

2.1.1. Aceptación de sí mismo y de la propia historia del muchacho

Lo primero que planteo es la situación. ¿Cuál es la situación de nuestros adolescentes y jóvenes? Bastante de ellos, podemos decir muchos, vienen con profundas heridas por situaciones de desintegración familiar, de conflictos familiares, de conflictos de roles; vienen con problemas por una familia que no ha sabido comunicar los valores fundamentales en lo humano y en lo religioso por diversas causas. Esto naturalmente tiene en nuestros jóvenes unos efectos que podríamos describir en esta forma: fragilidad, inseguridad si ha habido problemas de carencia afectiva y, por otra parte, el problema grave de la no aceptación de sí mismo y de su historia.

¿Qué hacer? Nosotros debemos ayudarles primero: a ser capaces de leer su pasado y su proyecto de futuro; segundo: una vez que se ha leído ese pasado y ese proyecto, ayudarles a reconciliare con las heridas de la vida; tercero: después de ese proceso de sanación, ayudarles a expresar su interioridad con libertad evitando posibles bloqueos.

Es necesario hacer esta operación de limpieza ya que los muchachos tienen conflictos que bloquean su mecanismo de crecimiento. Son como granos de arena en los mecanismos de un reloj, se quedan trabados, se para el reloj.

¿Cómo podemos lograr esos tres puntos? En primer lugar, desde el acompañamiento personal debemos orientarles para que tomen conciencia de su persona, conociéndose más profundamente. Para eso, es imprescindible el diálogo personal, la paciencia del formador y su cercanía. Que el formador sea listo, no sólo inteligente, sino listo; que se dé cuenta de las cosas y que lo oriente en el acompañamiento para que reconozca sus carencias y dificultades como etapas a superar en un proceso dinámico de maduración.

Es necesario conocer el problema y reconocer que aunque pueda ser una pequeña o gran equivocación, mantiene el proceso abierto para madurar.

En segundo lugar, nosotros, desde el acompañamiento personal, debemos enseñarles a aceptar y valorar su propia historia como una realidad única y original vista desde la misericordia de Dios. Estamos hablando de gente joven, de los formandos, pero esto puede ser un problema pendiente aun en todos los que estamos aquí. Nosotros, cuando miramos al pasado, encontramos años, meses y días que quisiéramos tachar. Esa actitud, que es muy común en nosotros, va en contra de la fe. La actitud sana debe fundarse en la propia experiencia de misericordia de Dios. Algún mensaje secreto debe tener para mi vida esas actuaciones que están ahí en el pasado y me hacen daño porque me equivoqué.

Saber aceptar el pasado es muy importante para un equilibrio personal, pero eso lo puedo hacer porque la misericordia de Dios me da la capacidad de verlo todo en un misterioso plan de su amor sobre mi vida.

Por eso no hay que borrar nunca nada. Lo que no se asume, lo que se reprime, puede salir en cualquier momento con una fuerza terrible. Hay que enseñar a los jóvenes candidatos a aceptar y a valorar su historia, sea la que sea, como una misteriosa presencia de Dios. En esta tarea de acompañamiento hay que lograr dos elementos imprescindibles para que el muchacho se conozca, se reconozca y cure sus heridas. Primero, esto se debe hacer en un ambiente comunitario en el que se dé reconocimiento positivo de las personas, al valor de los cambios y de los éxitos, que haya aceptación de las dificultades y conflictos propios en el camino hacia la madurez. A veces puede pasar que el Rector, el Padre Espiritual, han aceptado al muchacho incondicionalmente, le han ayudado a curar sus heridas, y de pronto el muchacho sale a la comunidad y allí se han enterado de una historia suya del pasado y empiezan a reírse de él. ¡Se acabó la formación! Si el ambiente comunitario no ayuda a reconocer positivamente a las personas, a valorar sus esfuerzos y a aceptar sus dificultades, no hay trabajo formativo.

Lo segundo es comunicar la experiencia del amor incondicional de Dios. Ese amor incondicional nos acepta tal como somos y ha estado presente en nuestra vida siempre. Cuando eso se descubre desde la fe, hay una luz que ilumina todo el pasado y lo vemos de otra forma. Ya no queremos borrar nada. Dios siempre estuvo ahí. Ese pasado tiene mensajes secretos. Posiblemente, dentro de quince años, descubriré que aquella experiencia tan dura me hizo capaz de ayudar a alguien. Pero para llegar a eso tenemos que tener gente que nos ayude y la experiencia de un amor fuerte, de la ternura infinita de Dios que ilumina toda nuestra vida.

Si trabajamos en esta dirección, ¿qué signos de madurez aparecerían en nuestros jóvenes al ir aceptándose a sí mismos? El chico se siente más valioso como persona, no tiene que ocultar nada, se siente valioso como persona, confía más en sí mismo, en sus propias ideas, iniciativas, aumenta su autoestima, disminuye su inseguridad y se abre a los demás con más confianza, más libertad y con más capacidad para no crear dependencia.

2.1.2. Suficiente madurez afectiva

Tenemos que lograr dos metas: primero, una integración progresiva de la realidad psicosexual y afectiva, y segundo, una normal autonomía afectiva. Integración y autonomía para entregarse en el momento debido, en la forma debida y según la misión del sacerdote.

¿Cuál es la situación en que nos vienen nuestros muchachos en este punto? Los adolescentes y los jóvenes que nos llegan son con frecuencia muy dependientes afectivamente. En Argentina y en España estamos descubriendo en los últimos años dos fenómenos paralelos: uno de ellos es la indefinición psicosexual con que nos viene un porcentaje alto de muchachos (casi un 30 %). El otro problema, que posiblemente esté vinculado con éste, es una vinculación excesiva con la madre; tanto es así, que a veces decimos que «la madre es la que tiene la vocación», y entonces «la madre es la que debería ser la formadora». Se nota el influjo tremendo que la madre tiene sobre el hijo y eso trae como consecuencia que, en la soledad del chico, éste tiene una búsqueda ansiosa de comprensión y afecto.

Por otro lado descubrimos en nuestra gente joven una incapacidad grande para soportar la soledad. Tienen que estar siempre en grupo, acompañados. Actividades que se hacían antes (subir a una montaña solo, irse por ahí, o hacer alguna cosa solo, quedarse en el estudio, en el cuarto solo, estudiando, sin que haya un poquito de música, ir al médico, etc.) resultan cada vez más difíciles.

Cuando no se tiene lograda esta madurez propia de la edad existe una falta de autocontrol emotivo. Esto se muestra de muchas formas: esos saltos de la alegría desbordante a la tristeza que los hunde, de pronto nos sorprenden con una agresividad terrible porque en el fondo había una proyección de sus conflictos maternos y paternos sobre el formador. Esos saltos que pegan en la emotividad indican una falta de madurez afectiva a su nivel, a su edad.

¿Qué hacer ante ese panorama? Primero, ayudarles a tomar conciencia de sus conflictos afectivos. No los saben, no los conocen. Primero que abran los ojos. Segundo, ayudarles a aceptarlos con serenidad; están ahí, tienen mal aspecto pero no se los puede ignorar. Tercero, procurar integrarlos en el contexto de su personalidad y de su proyecto de vida.

No podemos empezar por lo último, que es nuestro peligro y nuestro agobio. El muchacho tiene que ver su problema tiene que aceptarlo, y cuando ya sepa lo que es, procurar integrarlo en un proceso que es más lento.

En la madurez afectiva de los formandos, posiblemente el formador sólo pueda detectar el conflicto. Pero como nosotros no tenemos la formación terapéutica y psicológica suficiente, tendremos que acudir a un experto. Llega un momento en que se dice: «aquí hay un conflicto, el problema es ése…, pero aquí se acaba todo mi saber». Por tanto, buscar un especialista.

En este sentido, otro aspecto muy importante para el formador que quiera ayudar, es el que él mismo no tenga graves conflictos afectivos. Él debe haber conseguido un cierto nivel de maduración afectiva. El muchacho no descubre en una conversación si yo tengo una vida paralela. Pero el muchacho percibe, a veces inconscientemente, que el mensaje que está recibiendo parece que no es muy convincente. Por tanto el proceso formativo se bloquea. Si el formador se encuentra en un momento difícil tiene que buscar una ayuda de confianza para reelaborar este conflicto a nivel afectivo, por coherencia propia, por fidelidad a su acción y también por su tarea educativa de formador.

2.1.3. Capacidad de elaborar adecuadamente las frustraciones

Si han sido muy mimados, arropados, acogidos en su infancia, si han ido creciendo sin aplazar la gratificación por el instinto de satisfacer inmediatamente el deseo, esas creaturas no tienen capacidad psicológica consistente. Esto se descubre con un conjunto de rasgos que se ven: presentan personalidades caprichosas, frágiles, inseguras, con poca consistencia psicológica, alergia al esfuerzo ascético, falta de voluntad y constancia, miedo, no quieren dormir solos, aparición de comportamientos de resentimiento, agresividad, cerrazón, huida, hundimiento psicológico, sensación de impotencia cuando los problemas sobrepasan ciertos límites, etc.

¿Qué hacer con esta situación? El camino de sanación es bastante complejo. Señalo tres puntos básicos. Primero tendríamos que educarlos en el valor de la renuncia. La renuncia existe en todas las edades, en todos los estados y en todas las situaciones. La renuncia es imprescindible para ser humanos, para ser fieles, para amar a mi niño, a mi mujer, a mi abuelo, y también, claro, si uno quiere ser sacerdote, el valor de la renuncia es muy importante.

Segundo, hay que abrir los ojos al chico a lo que significa una escala de valores asumida existencialmente. Pero ya dijimos que los chicos tienen una escala de valores que no está jerarquizada. Claro, cuando yo coloco los valores en un orden que no corresponde con mi gusto instintivo, automáticamente tengo que asumir renuncias, aceptar sacrificios, vivir frustraciones. El problema es motivar la renuncia porque es imprescindible para una jerarquía de valores. Ser presbítero implica tener una estructurada jerarquía de valores; para eso los formamos, y esto implica renuncia. Pero esa jerarquía de valores será fuente de fecundidad para muchos.

Tercer punto de nuestra compleja terapia: hay que educar la voluntad. Y ya hay libritos para eso porque todo el mundo se está cuestionando qué país o qué mundo podemos tener dentro de veinte o treinta años, si tenemos tres generaciones sin sentido de la voluntad. Educar en la voluntad es hoy un grave problema a todos los niveles y por lo tanto también en la cuestión de la formación.

¿Cómo lo podemos hacer? Ayer dijimos un punto que es imprescindible. Si queremos educar en la voluntad lo primero es motivar. No podemos hacer como los padres maestros del desierto que, para educar en la obediencia y en la voluntad, mandaban a los discípulos a regar un palo seco. Hoy eso no podemos hacerlo porque la clave está en motivar. Motivar para que ese muchacho asuma un sacrificio que fortalece su voluntad. Motivar despertando el interés, orientándolo y sosteniéndolo.

En esta educación de la voluntad no caigamos en el voluntarismo que va unido al perfeccionismo. Esto se da en casi todas nuestras comunidades formativas. De modo particular, cuando uno como formador es muy exigente consigo mismo y ha sido educado en la exigencia, uno tiende a crear en sus muchachos mecanismos de perfeccionismo. El perfeccionismo que crea voluntarismo no es bueno. A la larga destroza a las personas y se hace un perfeccionismo árido. El voluntarismo sólo logra un efecto visible inmediato pero no crea cambios profundos en las personas. Este problema lo estamos teniendo nosotros en los noviciados: los jóvenes van allí, diciendo: «hay que ser salesiano…, hay que hacer votos…, tengo un año…, sé lo que tengo que hacer y veo mi panorama». Inmediatamente asumen una actitud voluntarista y hacen todo perfectamente. Es un error porque eso no se mantiene de cara al futuro.

El voluntarismo empuja a la superficialidad, mutila la libertad personal y también inhibe la creatividad. Lo que tenemos que conseguir es la internalización paciente de los valores humanos y religiosos. Eso es lo que da resultado.

Conclusión sobre este primer punto acerca de la identidad psicológica. ¿Qué pretendemos lograr al vertebrar la identidad psicológica del muchacho? Lo que queremos es crear un «yo» sólido que sustituya al «yo» frágil, vulnerable, acomodaticio. Lo que pretendemos es hacer que el joven tenga, sobre todo, confianza en sí mismo, seguridad personal, apertura a los demás, capacidad de decisión, flexibilidad, firmeza. Éstos son los valores que tendrían que estar presentes al menos -y el plazo lo pongo largo- al final de Filosofía. Teóricamente tendría que estar presente antes, pero viendo la situación, al menos estos valores tendrían que estar asumidos en los jóvenes al final de la Filosofía.

2.2 La experiencia de Dios como experiencia fundante

2.2.1. Jóvenes sin núcleo personal

En la formación sacerdotal este punto ha debido ser siempre el decisivo, pero hoy, pienso yo, tiene una importancia mayor. ¿Por qué? (y repito el argumento que estoy diciendo constantemente): porque el gran problema de nuestros jóvenes es la falta de un núcleo personal que sea cimiento sólido. No es posible una identidad personal auténtica sin una experiencia fundante auténtica que la estructure.

¿Cuál podrá ser la experiencia fundante? Puede ser -y de hecho en este mundo para muchas personas es- un amor personal profundo. No el enamoramiento, ¡no!; eso es un mecanismo narcisista del individuo. En el enamoramiento nunca se ama a otra persona. El enamorado ama un fantasma que él proyecta de sí sobre la otra persona; sólo cuando acaba el enamoramiento, comienza el amor. Pues bien, cuando comienza de verdad el amor, cuando uno se acerca a la otra persona con todas las consecuencias, esa experiencia profunda es experiencia fundante.

Pero cuando yo hablo aquí de experiencia fundante voy más allá. La experiencia fundante que nosotros necesitamos tiene que ser global, totalizante, que dé una respuesta a toda la realidad. Por tanto es de carácter religioso. Nuestra experiencia fundante es una experiencia religiosa y la formulación es la experiencia de Dios, como misericordia infinita, como amor incondicional; es la experiencia de Dios como ternura constante en mi vida. Sin esa experiencia no es posible la fidelidad. ¿Puede alguno de nosotros encontrarse frente a las puertas de la muerte y descubrir que no ha sentido esa misericordia infinita de Dios y morir siendo sacerdote? ¡Sí! y eso en cierto sentido es fidelidad y en el fondo con «mucho mérito», pero mérito humano. Pero esa fidelidad, seguramente no ha sido fecunda, porque si nosotros no vivimos la infinita misericordia de Dios en forma vital, no podemos transmitirla. Sin esa misericordia o amor incondicional, no es posible la fidelidad eterna, para siempre.

2.2.2. ¿Qué es una experiencia fundante?

En forma general se puede decir que es una experiencia personal que tiene la capacidad de convertirse en convicción profunda, que posibilita un nuevo modo de vivir, de sentir, de pensar, y que estructura la existencia concreta en la vida cotidiana.

2.2.3 Efectos de la experiencia de Dios como experiencia fundante

¿Cuáles serían los efectos de la experiencia de Dios como experiencia fundante en un joven formando? En primer lugar la experiencia de Dios lleva a releer mi «yo» y mi historia, mi proyecto, la vida, el mundo y al ser humano, descubriendo la presencia de Dios como Amor y Ternura.

En segundo lugar la experiencia de Dios me empuja hacia una auténtica reconciliación conmigo mismo, con mi pasado, con los demás. Fíjense que hoy pueden escuchar cómo sacerdotes dicen: «Es que yo no me he perdonado eso». «Pero si lo has confesado». «Si, pero no se trata de confesarlo, es que yo no me lo he perdonado». Y posiblemente en el fondo está todavía un tremendo complejo de culpabilidad y también un narcisismo herido. Sólo una experiencia del amor de Dios nos ayuda a reconciliarnos con las propias equivocaciones y errores.

En tercer lugar, la experiencia de Dios como experiencia fundante, me hace asumir una actitud de búsqueda continua de su voluntad.

En cuarto lugar la experiencia de Dios como experiencia fundante me estructura el deseo. Yo no puedo negar el deseo, es una de las fuerzas más valiosas que tengo. Pero ese deseo que brota del cimiento psicobiológico ha de ser estructurado para que sea una fuerza positiva en la vivencia de mi opción. ¿Cómo se estructura ese deseo tan polimorfo? La experiencia de Dios articula y orienta los dinamismos afectivos más profundos de la persona. Cuando descubro el amor personal de Dios por mí, yo ya soy ante Dios, descubro la nueva profundidad de la realidad, comprendo que la vida ya no se puede entender como consumo narcisista, y la experiencia de Dios me lleva a estructurar el deseo. Cuando me doy cuenta que mi opción sólo tiene sentido por el seguimiento de Jesús, sólo en el seguimiento real y realista de Jesús adquiero la consistencia definitiva que necesita mi opción vocacional.

Quinto: la experiencia de Dios como experiencia fundante me hace descubrir el sentido último de la oración. Y lo repito: ¿cuál es el sentido último de la oración? La oración es el aire que respiro; sin la oración, en la forma que sea, no puedo vivir. Si Dios es el «Alguien» en mi vida, el «Sujeto» en mi vida, entonces no puedo vivir sin comunicación. Eso es la oración.

Por tanto, la llamada formación espiritual debe tener como preocupación central la estructuración del deseo del joven para seguir a Jesús. Debe hacer al joven sensible al llamado personal de Dios. Debe ayudar a responderle libre y consecuentemente y debe sostenerlo en el proceso de integración en toda su vida en este seguimiento. Esa es la clave de la espiritualidad cristiana. Todo esto sólo es posible si la experiencia de Dios tiene el carácter de una experiencia fundante.

2.3. Una sólida formación intelectual

2.3.1. Situación crítica

En primer lugar intento describir la situación. Los jóvenes candidatos al sacerdocio no muestran generalmente una gran inclinación por los estudios prolongados y profundos. Hay una desconfianza frente a lo teórico e intelectual. Lo académico es desplazado como opuesto a lo práctico, a lo experiencial, a la vida. En un ambiente donde se exalta la espontaneidad, lo intelectual es rechazado como algo artificial y alejado de la vida real y cotidiana, como algo extraño al «hoy», al presente que el joven posmoderno vive tan intensamente.

Esto hace que se perciba en ellos un inmediatismo pastoralista, que descuida y a veces hasta rechaza el esfuerzo intelectual. Pero en el fondo, en ese pastoralismo, lo que se busca son recetas prácticas, lo decisivo son técnicas o dinámicas de grupo; el mensaje queda pendiente porque el muchacho no ha tenido la capacidad de enfrentarse al estudio del mensaje cristiano. Y en esta situación de los jóvenes, descubrimos que hay poca afición por la lectura: faltan hábitos de estudio, los jóvenes viven hoy pendientes de la imagen y de la música.

2.3.2 Razones de peso para una sólida formación intelectual

Quiero ahora ofrecerles razones poderosas para una sólida formación intelectual. Una sólida formación intelectual es necesaria para evitar la fragmentación de nuestros individuos jóvenes. Nuestros jóvenes necesitan un «esqueleto psicológico» pero también un «esqueleto lógico» de convicciones firmemente asumidas y eso es sólo fruto de un estudio serio.

En segundo lugar la formación intelectual es necesaria para dar razón de nuestra fe en un mundo altamente complejo, cargado de confusión y de interrogantes que exigen de nosotros, como pastores, respuestas fundadas y críticas. Los estudios en un seminario o en un centro de estudios no tienen que aparecer como una obligación impuesta, como algo más del reglamento, sino hay que presentarlos como la exigencia de nuestra fe.

Tercero: la formación intelectual sólida ayuda a cimentar la vida espiritual porque el estudio ofrece contenidos, experiencias, símbolos que son imprescindibles. Si la reflexión sobre el evangelio es necesaria en la vida espiritual ¿qué reflexión puede hacer un muchacho que no ha estudiado bien una exégesis fundada? ¿cómo podrá predicar en el futuro? ¿cómo alimenta su vida de fe?

Cuarto: la formación intelectual sólida es necesaria para ser testigos inteligentes y convincentes del evangelio. Hoy es necesario un profundo conocimiento de la fe, pero también un profundo conocimiento de la cultura. Nosotros somos los puentes, nosotros somos los intérpretes que intentan unir esos dos mundos que aparentemente están ahí como diversos. El pastor sólo puede formar a hombres y mujeres si posee una coherencia de vida basada en una adecuada síntesis de fe y cultura, de fe y de promoción de la cultura.

2.3.3 Metas de la formación intelectual

¿Qué metas debemos lograr en la formación intelectual? Primero: asegurar una formación sólida, sistemática, integradora, inculturada. Sólida y sistemática viene ya dada por los profesores. Integradora: ahí tiene que cooperar el muchacho. Inculturada: es esfuerzo de todos; hay que tener conciencia de lo que nos rodea para que se haga presente en el estudio.

Segundo: la formación intelectual debería responder desde la fe a los interrogantes del hombre de hoy. Por tanto, es necesaria una adecuada formación sobre la realidad sociopolítica, económica, cultural que nos rodea.

Tercero: la formación intelectual debe ser un apoyo constante a la formación humana, pastoral y espiritual. Los profesores, en el caso en que no vivieran en el ambiente del seminario ni fueran formadores, no se pueden sentir al margen de la formación de sus alumnos. El profesor en la clase debe ser formador, porque si desvincula lo que él da de la formación humana, espiritual y pastoral, eso sirve poco.

Cuarto: por tanto, hay que estudiar y enseñar teniendo presente a los jóvenes que hay delante, atender a sus dinamismos interiores, estar pendientes de las crisis que pasan, por ejemplo, frente a los dogmas cristológicos; porque se le puede ocurrir a alguno que Arrio le cae más simpático que Cirilo de Alejandría, que aparece como muy bruto. Entonces hay que ser suficientemente pedagógico para decir: «amigo mío, no te quedes en la apariencia porque éste fue muy bruto pero salvó la fe y aquél era muy simpático pero se cargaba la fe, ¿te das cuenta?».

Quinto: En el estudio, sobre todo de la teología, debe darse una confrontación continua con la propia experiencia de fe, con la experiencia religiosa y humana del mundo en que vivimos. Yo les digo a mis alumnos en Teología fundamental y en Cristología: «Amigos, los apuntes deben estar sobre la mesa desde el primer día y estudiándose, porque ya sabéis que si no se hace así, de esta asignatura no hay quien se libre… pero segunda cosa, sobre la mesa debe estar desde el principio vuestro corazón y vuestra vida. El destino de vuestra fe se juega estudiando. Porque las preguntas son las que ustedes se plantean ante Jesús…, ante la fe». Por tanto hay que estudiar y enseñar a hacerlo en confrontación continua con la propia experiencia.

Sexto: La realidad actual del mundo Latinoamericano debe estar siempre presente, con análisis serios y contrastados, en los estudios teológicos, bíblicos y morales.

Séptimo: Hay que formar intelectualmente al joven para que siga formándose; la formación permanente es ya una tarea ineludible y para siempre. Ése es uno de los puntos más claves: la formación no acaba con la ordenación, la formación sigue casi de forma tan intensa como antes desde ese momento. Es lo que llamamos hoy formación permanente.

2.4. La pastoral: un compromiso que no debe ser instrumentalizado

2.4.1. La necesidad de la formación pastoral y sus falsos planteamientos

No se puede entender un seminario menor y mayor, cada uno a su nivel, que no tenga esta formación pastoral. ¡Pero atentos!, formación pastoral no significa que los chicos vayan simplemente a prácticas pastorales; es necesario proponer un itinerario de prácticas pastorales con un acompañamiento personal y con una formación teórica que les vaya preparando para ser buenos pastores, a la imagen del Buen Pastor.

Señalo ahora algunos puntos sobre esta formación pastoral:

 

¿Cual es la situación de nuestros jóvenes en el campo de la pastoral? Se dan falsos planteamientos que a veces son inconscientes. Señalo brevemente algunos:

 

2.4.2. Algunas sugerencias

La formación pastoral deberá tener en cuenta lo siguiente:

 

3. El acompañamiento personal y discernimiento vocacional

3.1. El acompañamiento personal

3.1.1. ¿Qué pretende el acompañamiento personal?

Esta pregunta supone que el acompañamiento personal de los jóvenes por parte de nosotros es posible. La cuestión es si ellos lo aceptan y si nosotros estamos dispuestos. Y eso lo expresaría con estas líneas: ¿Quieren realmente los jóvenes ser acompañados por un adulto creyente? ¿Pueden los adultos creyentes acompañar desde la fe a los adolescentes y jóvenes de hoy? Las respuestas a estas preguntas no resultan fáciles. Sin embargo parece comprobarse en el ambiente juvenil un clima más propicio para el acompañamiento personal que hace unos años.

La confusión ideológica, la soledad, la incertidumbre ante el futuro que genera una sociedad altamente compleja y pluralista, está provocando en los jóvenes una búsqueda constante de apoyos emocionales que den consistencia a sus personalidades fragmentadas. Ellos ansían respuestas, buscan maestros, guías, gente con experiencia que abran caminos y que brinden seguridad.

Esto es así por parte de los jóvenes. ¿Pero cuál sería nuestro problema como formadores? ¿Sabremos acoger al joven de la fragmentación interior, de la vulnerabilidad, de la inconsistencia y de la falta de identidad? Los formadores adultos como nosotros, con ideas claras y principios firmes, con personalidades consistentes y de identidades fuertes, ¿podremos asumir actitudes de acompañantes y un corazón de compañeros?

El acompañamiento personal se ha de ver como un camino. El joven recorre un camino pedagógico según su propio ritmo y con el apoyo incondicional del formador va alcanzando las etapas de su madurez humana, de la personalización de la fe y de su opción vocacional.

El acompañamiento es ante todo un encuentro en la fe entre el formador y el joven. Y a través del encuentro se intenta unificar la persona del joven, mediante la columna vertebral de la experiencia fundante de la fe en Dios. En concreto ¿cuál debe ser la finalidad de este acompañamiento espiritual? Lo planteo en 5 puntos: 1) ayudar al joven en el conocimiento real y en la aceptación serena de sí mismo, de su historia, de sus posibilidades y límites; 2) ayudar al joven en la articulación y profundización de su experiencia cristiana, sobre todo descubriendo quién es y qué significa para él Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo; 3) ayudar al joven en el discernimiento de la voluntad de Dios en su vida y en la realidad que le rodea; 4) ayudar al joven en la realización de un proyecto de vida desde la experiencia de la comunidad eclesial; 5) ayudar al joven en el proceso de una responsable y gozosa opción vocacional.

3.1.2. El acompañante como testigo de la fe e instrumento del Espíritu Santo

No podemos olvidar que el auténtico protagonista de la formación es el Espíritu Santo. Por tanto, el formador ha de sentirse como un instrumento libre y dócil de la acción del Espíritu en el formando. No somos nosotros los protagonistas principales de la formación, ni las claves de la formación; somos instrumentos, a veces inútiles, si no captamos la obra del Espíritu.

El formador debe actuar con sus formandos como testigo de la fe, convencido, coherente, a pesar de sus limitaciones; pero también como un testigo competente en los campos profesionales que necesita para el acompañamiento.

A ese testigo se le exige para acompañar una considerable madurez humana, una adecuada formación, capacidad de entablar una relación personal, tener una profunda oración, una profunda experiencia de Dios. Además, el formador, debe asumir una serie de actitudes para el acompañamiento personal:

 

3.1.3. Aceptación incondicional del joven

El acompañamiento personal sólo es posible si el joven es aceptado. Los jóvenes de hoy son muy sensibles al reconocimiento personal, exigen respeto, consideración, ser escuchados y en especial ser acogidos. Si queremos crear el clima de confianza imprescindible para ese acompañamiento, debemos conocer tan pronto como sea posible su historia, sus inquietudes, sus preocupaciones y expectativas. Es decir, debemos conocer inmediatamente el contexto biográfico y socio-cultural del muchacho porque en el fondo tenemos que hacer un esfuerzo hermenéutico-interpretativo de su persona y solamente es posible hacerlo vinculado a su entorno. Pero el muchacho se dejará conocer si se siente afectado y acogido, si le damos seguridad que le haga superar su fragilidad y su vulnerabilidad.

3.1.4. La relación interpersonal y el modelo de coloquio

El acompañamiento personal sólo se puede entender como un encuentro, como una relación interpersonal en la que el adolescente o el joven, sintiéndose incondicionalmente acogido, se abre con libertad y responsabilidad a la experiencia del amor de Dios en su historia. Naturalmente que este encuentro tiene una dimensión psicológica, pero lo psicológico no es lo más importante. Lo decisivo es la dimensión de fe.

¡Y atentos! que voy a decir una cosa que a algunos les va a sorprender: el acompañamiento no es una relación de amistad. En el acompañamiento se dan actitudes, compromisos y valores compartidos que son propios de una relación de amistad. Pero al acompañamiento le falta algo esencial para que sea amistad: le falta la igualdad, la reciprocidad en la afectividad y en la comunicación. Además el acompañante tiene por naturaleza un punto y final, aunque no siempre se pueda determinar desde el principio. La amistad, en cambio, tiende a estar sostenida por una decisión para siempre. Claro, el director espiritual, debe ser cercano, familiar, cariñoso, pero no se pone al nivel de igualdad del muchacho. La comunicación no es recíproca; ¿se dan cuenta lo que significaría el desgaste psicológico que un rector o un padre espiritual tuviera que contarle su vida con sus intimidades a cualquier muchacho?

En ese encuentro, ¿qué modelo se puede utilizar para dialogar? ¿Un modelo terapéutico no directivo?; es decir, el formador callado y el otro que habla, habla y habla. Hay un psicólogo norteamericano, del cual no hay ningún trabajo traducido al español, que tiene un modelo que me parece muy adecuado para el encuentro personal. Se llama R. R. Carkuff e intenta acoger parte de la teoría de Rogers, parte de otras corrientes norteamericanas de psicología y plantea este coloquio con estos 4 puntos: acoger, responder, personalizar, iniciar.

 

La verdad es que el encuentro personal es imprescindible; la técnica concreta puede ser diversa. Pero lo más importante es saber escuchar y no todo el mundo sabe escuchar. Saber escuchar no es simplemente oír. Saber escuchar implica, una actitud profunda de empatía y de acogida, de forma que yo pueda discernir también el mensaje «no verbal», el mensaje que se nota en el rostro del muchacho que me dice una frase aparentemente neutra y que sin embargo le hace cambiar su rostro. En esos casos debo preguntarme qué hay detrás.

Saber escuchar implica además cercanía, salir de uno mismo, no proyectar sobre el otro, no evaluar moralmente lo que está diciendo. Implica dejar resonar dentro de uno mismo lo que dice el otro para procurar comprenderlo mejor.

3.2. Algunas reflexiones sobre el discernimiento vocacional como tarea del equipo formativo

3.2.1. Naturaleza del discernimiento

Por discernimiento vocacional entendemos el proceso de conocer y valorar los signos con los que el Espíritu Santo indica que una persona está llamada a la vocación sacerdotal. No se trata de un juicio moral sobre la persona, ni de un diagnóstico psicológico, ni de una consideración sólo de las contraindicaciones. Se pretende descubrir en la vida concreta los signos de la voluntad de Dios, interpretarlos de forma prudente; los elementos más significativos de la vida y de la persona del sujeto, sobre todo, haciendo el esfuerzo de descubrir su rectitud de intención.

3.2.2. Perspectivas de fe y condiciones necesarias

El discernimiento debe hacerse desde la fe. Si nosotros buscamos las huellas de Dios y sólo se nos abren los ojos a través del Espíritu, el clima del discernimiento debe ser un clima de oración y desde ahí nosotros discernimos sobre la vida. La oración es una realidad creyente pero es necesario conocer a la persona a través de los signos de su vida diaria. No vayan a las grandes cosas, analicen los pequeños acontecimientos. Allí tenemos la clave. Por tanto, es imprescindible un conocimiento profundo de la persona.

Naturalmente que cada formador tiene un acceso distinto a cada muchacho. Para hacer un discernimiento todos debemos tener un contacto personal con ese joven, aunque sea, a distinto nivel. En el caso nuestro, como formadores, para hacer un discernimiento, que incluso hay que escribir, tendremos que tener presente las normas de la Iglesia, tendremos que saber cuál es la teología del presbiterado, de la vocación y tendremos que tener también las principales claves psicológicas de la condición juvenil.

El discernimiento debe hacerse en un ambiente de libertad, sin imposiciones, ni presiones por parte de nadie, con sensibilidad humana y pedagógica. No es lo mismo hacer un discernimiento sobre un muchacho de Cuyo, que sobre un muchacho de Río Negro o de Bs. As. Por tanto, en el discernimiento tenemos que tener presente la cultura local, el ambiente cultural y el proceso de maduración. Debemos hacer el discernimiento con una gran confianza en el Señor y también, sean cuales sean los resultados, con una gran confianza en nuestros jóvenes. Ellos son nuestro futuro en la Iglesia, aunque no acaben como presbíteros.

4. Algunas consideraciones sobre la comunidad formativa

La comunidad formativa es el «ambiente natural» de la formación inicial para los candidatos al sacerdocio. Y en ella los formadores han de tener una conciencia clara de que forman un equipo formativo al frente del cual está el rector o director.

Esta mejor conciencia de la importancia de la comunidad como ambiente formativo y de la relevancia de formar un equipo nos conduce a estas tres sugerencias:

  1. Comunión de espíritu en la comunidad y en el equipo. Si esta comunión no se da en los aspectos esenciales de la fe, de la teología del presbiterado, de la formación en sus diversos ámbitos, no sería posible formar a los jóvenes. Pero la comunión de espíritu es una tarea continua. En la base debe haber un esfuerzo paciente de renuncia de sí mismo, de apertura generosa y cordial a los demás.

  2. Clima de corresponsabilidad: la formación es misión de todos los miembros de la comunidad en sus distintas funciones y puestos. Esto implica trabajar con claridad para llegar a las metas de la formación, programando y revisando periódicamente la vida de la comunidad en todos sus aspectos.

  3. Comunidad abierta: por lo que significa la vocación sacerdotal se requiere que el grupo de formación esté abierto a las necesidades y realidades de la pastoral y de la vida de la Iglesia, a las relaciones con la sociedad y la cultura. No se puede renunciar a esta apertura al entorno social y eclesial. Pero se ha de realizar con equilibrio de forma que no se rompa la unidad y el clima del ambiente formativo.

Las consecuencias de estas consideraciones son:

  1. La comunidad debe crear un clima propicio para el desarrollo de la libertad, para el desarrollo de la participación responsable.

  2. Debe promover el diálogo, el discernimiento comunitario y la corresponsabilidad.

  3. La comunidad debe clarificar bien sus objetivos y hacer converger en esa dirección los recursos humanos, las decisiones y tareas.

  4. La comunidad debe promover unas relaciones cálidas y maduras entre los miembros, sostenidas por la confianza y la aceptación mutua, por la sensibilidad y la cercanía, por la fe que es el marco de referencias de esa paternidad evangélica.

  5. La comunidad debe promover cuidadosamente los tiempos de oración personal y comunitaria, la vida litúrgica, sobre todo de la eucaristía, los tiempos de estudio y de encuentro para compartir, los tiempos de trabajo y de ocio.

  6. La comunidad debe desarrollar una capacidad de análisis de la realidad social, política, cultural, de la vida eclesial, de los retos que el mundo de hoy plantea a la evangelización.

  7. En la comunidad se ha de vivir un espíritu de familia, con alegría, pero también con sencillez y austeridad.

5. ¿Crustáceos o mamíferos? Una decisión estratégica de cara a la formación

¿Qué significa esto? En primer lugar quiero decir que me parece que nuestra situación es bastante buena y esperanzadora. Pero el contexto en el que vivimos nos crea desconcierto y perplejidad. Estamos un poco perdidos a veces. Entonces nosotros, en nuestra inquietud, podemos equivocarnos a la hora de diseñar nuestra estrategia formativa.

Si estamos angustiados y tenemos prisa posiblemente tenderemos a dar prioridad a la seguridad. Pensamos: «tengo un muchacho frágil, el mundo se lo va a comer, queda poco tiempo, le doy una coraza: voluntarismo-perfeccionismo». Creemos que así estará fuerte y podrá resistir. Éste es como un cangrejo. Imagínense un cangrejo: realmente la costra es dura, resiste golpes, pero no tiene ninguna consistencia. Si se le hace un agujero con una aguja, la entrada de aire mata al cangrejo. No tiene defensas. ¡Se acabó..! Aparentemente está seguro, pero ¿se dan cuenta que el cangrejo no puede acariciar, dar ternura, compasión, no tiene sensibilidad?

Pero si nosotros, aun dentro de las dificultades que tenemos, tomamos una actitud creyente, de serenidad ante la situación contemporánea y de serenidad ante el joven, con paciencia podremos empezar el proceso de crear en él un esqueleto interno y tendremos el modelo de mamífero. Esa creatura es vulnerable. Puede recibir una herida y le dolerá, pero como tiene esqueleto consistente y un sistema inmunológico bueno, la herida cura. El mamífero crece, puede conversar, encontrarse, ser compasivo, ser tierno, tomar conciencia de sus propios límites.

Aparentemente da una impresión mejor alguien con coraza que alguien vulnerable, pero el secreto está en lo hondo: en ese esqueleto, en esa columna vertebral, en ese núcleo sólido de la experiencia fundante de Dios. Teniendo ese núcleo sólido, las heridas que puedan venir se pueden curar con serenidad.

Por tanto pienso que, confiando en Dios y en los jóvenes, nuestra tarea consiste en acompañar pacientemente a nuestros formandos para que estructuren su interior a la luz del seguimiento de Jesús. Seguramente que esos jóvenes podrán seguir madurando y creciendo, tendrán sus dificultades, pero serán auténticos presbíteros.

PARA LA LECTURA PERSONAL:

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