Reflexiones sobre la esperanza sacerdotal – Card. Eduardo Pironio (1998)

Card. Eduardo PIRONIO
Revista «Pastores» n.11 (1998) 8-11

 

 

I

Podemos fracasar en apariencias. Pero fundamentalmente nunca fracasamos. Podemos fracasar como individuos, pero nunca como miembros de la Iglesia y del Cuerpo Sacerdotal de Cristo. Puede fallar una tarea o un método, pero nunca el apostolado mismo o el sacerdocio. Todo lo hace Cristo en nosotros para la edificación de su Cuerpo.

Sin haber llegado a la plenitud del desaliento, podemos haber perdido, los sacerdotes, la riqueza interior y el dinamismo vital de la esperanza. ¡La alegría teologal de la esperanza! El mundo nos ha contagiado un poco su desilusión y su amargura. Vivimos un poco derrotados y trabajamos por compromiso -con Dios o con los hombres- o por inercia. Pasan los años y no hemos realizado nada serio, no hemos encontrado la forma de realizar nuestra vocación concreta, de canalizar nuestras inquietudes o de actualizar nuestros talentos.

Demasiado entregados a la acción -más por temperamento o entusiasmo que por ubicación sobrenatural-, terminamos por agotarnos física y espiritualmente, por cansarnos de la acción y por hastiarnos de nosotros mismos. La revelación progresiva de nuestra miseria y la manifestación providencial de nuestros fracasos pueden salvarnos y ubicarnos. Nuestra existencia, nuestra misión y nuestro ministerio son esencialmente sobrenaturales. La felicidad -que es el término de la esperanza- la tendremos en la medida en que realicemos con generosidad progresiva nuestro sacerdocio, en la medida en que vivamos normalmente lo sobrenatural. Ordinariamente el desaliento se origina de una impaciencia humana no lograda.

Hay un desaliento personal del sacerdote: ver que su palabra resbala o que su acción no transforma. Tiene la impresión de que todo lo que hace es estéril, y quisiera no hacerlo más o hacerlo de otra manera. Así va probando distintas formas de ministerio o distintos métodos de apostolado o distintas clases de predicación. No tiene paciencia de esperar la hora de Dios y no se resigna a las limitaciones normales de su miseria.

Hay también un desaliento colectivo: ver que la eficacia de la Iglesia es mínima en el mundo, que las estructuras temporales continúan impenetrables al Mensaje, que la ciudad de los hombres -de la técnica, del arte, de la cultura- se construye totalmente al margen de la ciudad de Dios, que los hombres acentúan su indiferencia práctica frente al misterio sobrenatural de la Iglesia, del sacerdocio, de los sacramentos. ¡Y sin embargo se multiplican los esfuerzos individuales y las organizaciones apostólicas! Surgen apóstoles laicos formidables y sacerdotes de original inquietud apostólica. Pero el mundo no se convierte.

Existe una gran tentación de desesperar. Sin embargo, estamos en la hora providencial de la esperanza. Quizá porque estamos en la hora de la angustia. El Papa ha dicho recientemente que estamos en una primavera de la historia y de la Iglesia.

II

Esperanza no quiere decir insensibilidad, indiferencia o irrealismo. La presencia del mal en el mundo -en nosotros mismos y en los demás- no puede dejarnos insensibles. Hay angustias humanas en cierta manera legítimas: sufrimientos, enfermedades, separación, muerte, sensación experimental de nuestra miseria. Lo ideal no es suprimir la sensibilidad del dolor, sino ubicarlo dentro del plan de Dios. Sobre todo, no se puede suprimir la sensibilidad frente al dolor ajeno. El sacerdote debe cargar con la angustia de todos los demás. Por más que amemos la Cruz y la deseemos, seguirá siéndonos humanamente pesada: Para el hombre que vive en la esperanza, el dolor de la cruz será precisamente la prenda del fruto.

Tampoco puede confundirse esperanza con indiferencia. La indiferencia es una especie de negación y de vacío; la esperanza es una riqueza interior y una valoración positiva. La negación de los bienes temporales y de los valores humanos -bajo el pretexto de buscar sólo lo eterno y lo divino- es la destrucción de la esperanza. La amistad, la salud, el arte, la profesión- son medios por donde el hombre va necesariamente tendiendo al término de la esperanza. Una total indiferencia frente a los valores humanos -pongamos, frente a la amistad- puede ser una forma de perezosa evasión o de abominable egoísmo.

Finalmente, esperanza no quiere decir irrealismo. Hay gente que se empeña en querer verlo todo bien o en justificar todos los disparates que cometen las causas segundas. Eso es hacer injuria a Dios y desnaturalizar la esperanza. Una cosa es tener esperanza teologal -que espera a Dios y se apoya en Dios-, y otra tener optimismo humano (que depende del temperamento, de los días y de las cosas). No es auténtica esperanza, sino falta de realismo, creer que todas nuestras Instituciones parroquiales marchan, que nuestra gente es santa, que nuestra Iglesia está llena de hombres, que los obreros miran con amor al sacerdote.

III

La esperanza es siempre una tensión hacia el futuro, una liberación interior, una cierta posesión inicial que marcha hacia la consumación.

La esperanza es una tensión serena hacia el futuro. Por ser tensión es movimiento y lucha, actividad, superación y combate. El objeto de la esperanza es un bien futuro, posible y arduo. Es una tendencia de amor producida por la atracción del bien y por la permanente insatisfacción del sujeto. En este sentido es bueno vivir hacia el futuro; pero hacia un futuro que es ya dado inicialmente y que se va realizando en el presente.

Como toda tensión, la esperanza es algo inacabado y algo incierto. Cuando el movimiento cese -por haber entrado el hombre en la gozosa posesión del bien deseado, cesará la esperanza (que es ahora perfección de los imperfectos). Es esencial a la esperanza un cierto grado de incertidumbre. Proviene de que el objeto de la esperanza es un bien posible pero arduo; siempre supone una gran aventura y se corre un gran riesgo. La esperanza es una virtud de conquista; nada se opone tanto a la esperanza como la quietud pasiva o la tonta resignación o la perezosa indiferencia. La esperanza es una virtud activa; supone expectación positiva, utilización de medios, esfuerzo, superación y conquista. ¡Cuán lejos de la esperanza la inercia de ciertos cristianos que escapan al tiempo bajo pretexto que son para la eternidad!

La esperanza es una liberación interior. Es un desprendimiento de los bienes temporales, pero no una negación o indiferencia. Se puede pecar contra la esperanza de dos maneras: instalarnos en el tiempo perdiendo la perspectiva de la eternidad, y evadirnos del tiempo con una resignación pasiva y perezosa. El sacerdote que no se desprendiera de los bienes temporales y de las consideraciones humanas -viviendo adherido a las cosas, a los hombres y a sí mismo- pecaría contra la esperanza: porque la esperanza prohíbe el encadenamiento a los medios. Pero el sacerdote que negara los valores temporales -de la amistad, de la belleza, de la salud- también pecaría contra la esperanza: porque son los medios normales para conseguir el difícil bien de la esperanza. En la medida en que nos vayamos liberando interiormente de las cosas, las poseeremos mejor en su verdadera realidad.

La esperanza es una posesión inicial. El hombre que espera no tiene todavía la plena posesión del bien que desea, pero tiene sus primicias. De otro modo no podría desear ni esperar. No podría haber movimiento ni tensión ni apetencia si el bien no se nos hubiera ya dado en algún modo. La esperanza teologal se refiere -como a su término final- a la plena posesión de Dios por la gloria; pero se basa en la inicial posesión de Dios por la gracia. La gracia es la vida eterna comenzada: «es la semilla del árbol que contiene virtualmente todo el árbol (S. Tomás), Esmeramos a Dios porque ya se nos ha comunicado en cierto modo. «Nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la filiación, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8, 23). Ello completa la expresión de S. Juan: «Carísimos, ya ahora somos hijos de Dios» (1 Jn. 3, 2). Resumiendo esta magnífica conexión entre el don inicial y el término de la esperanza, Jesús había dicho: «El que cree en el Hijo ya tiene la vida eterna» (Jn. 3, 36).

IV

El objeto de la esperanza es la vida eterna, en toda su dimensión y en todas sus etapas. La vida eterna es verlo a Dios como El se ve, amarlo como El se ama, gozarlo como El se goza. Todo ello ocurre con plenitud en el cielo; pero se participa de algún modo en la tierra por la gracia y las virtudes. Entramos desde ya en el juego de Dios. Esperar la vida eterna -en toda su amplitud- no significa sólo esperar el cielo; significa también esperar ahora, en el tiempo la santidad con todas sus etapas y todas sus manifestaciones.

La vida eterna tiene, ante todo, una dimensión divina: la glorificación de la Trinidad. En la plena posesión de Dios -término de nuestra esperanza- lo que importa no es primeramente nuestra bienaventuranza, sino la gloria de la Trinidad. Esperamos ser los glorificadores de la Trinidad; también aquí en el tiempo: cualquier acción nuestra, cualquier oración, cualquier cruz, cualquier fracaso, pueden glorificar a la Trinidad.

Hay, además, una dimensión personal: nuestra felicidad integral. El acto esencial es la visión de la esencia divina. Pero la perfección de nuestro gozo se dará con la glorificación final de nuestro cuerpo. Allí también se dará el gozo accidental de la compañía de los amigos. Todo esto constituye el objeto de nuestra esperanza personal.

Finalmente hay una dimensión cósmica de la esperanza: se refiere a la segunda venida del Señor. Desde la Ascensión la Iglesia vive -en la progresiva manifestación del Espíritu- en la ardiente espera de la Parusía. Esperamos la vuelta del Señor, la resurrección de los muertos, el reencuentro personal con los amigos, los cielos nuevos y la tierra nueva, la glorificación definitiva de Cristo y de su Iglesia. Pero esto lo vamos realizando ya en el tiempo. El advenimiento del Reino de Cristo -cuya consumación coincidirá con su Parusía- es una realidad que vamos poniendo todos los días en la historia. El sacerdote que espera no mira únicamente la etapa última y plena de la esperanza, sino también la etapa temporal y la etapa escatológica.

V

Se suele confundir esperanza con confianza. La confianza es sólo el motivo y el sostén de la esperanza. Tenderemos hacia Dios apoyados en su gracia. Objetivamente las dificultades pueden multiplicarse y nuestra debilidad puede irse manifestando, pero nos sostiene la promesa y fidelidad divinas. Es necesaria la promesa: no podríamos desear a Dios si Dios no se nos hubiera manifestado. Dios es fiel. En el Éxodo se define a Sí mismo: «Dios de ternura y de piedad… rico en gracia y fidelidad» (Ex. 34, 6). Coincidiría con la visión del Verbo Encarnado «lleno de gracia y de fidelidad» (Jn. 1, 14).

Esta promesa es especial para los Apóstoles: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos». No es una simple asistencia exterior. Tampoco es exclusivamente su permanencia por la Eucaristía. Es su prolongación por la acción del Espíritu: «Yo rogaré al Padre y El os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre» (Jn. 14, 16).

Lo que funda nuestra esperanza apostólica de hoy es la nueva efusión del Espíritu de Verdad que forma Profetas y Doctores, del Espíritu de Fortaleza que multiplica los Testigos, del Espíritu de Amor que engendra Santos. No se multiplican los carismas en forma colectiva, como en las primeras comunidades cristianas; pero existe también hoy, quizás con más abundancia que en épocas anteriores, una efusión del Espíritu con sus carismas.

IV

Una de las crisis de desaliento es sentirnos solos y no ver fructificar nuestra obra. Olvidamos la dimensión social de nuestra esperanza: somos un pueblo, una familia, un cuerpo, que espera. Nunca estamos solos, ni peregrinamos solos en la ruta: somos un pueblo en marcha hacia la eternidad.

La dimensión social de la esperanza significa dos cosas: esperar para los demás (su esperanza, su salvación y su santificación) y esperar con los demás (la glorificación final del Cuerpo de Cristo). Lo primero funda y alimenta nuestro apostolado. Lo segundo asegura nuestra victoria.

Esperamos para los demás: su conversión en el tiempo (cuando sea el momento de Dios) y su salvación en la eternidad; su santificación y su máxima glorificación. Todo lo que hacemos con generosidad de entrega es infaliblemente fecundo. Esta esperanza se funda en la caridad: «Presupuesta la unión de amor con otro, entonces se puede desear y esperar un bien para otro como si fuera para sí. En este sentido se puede esperar para otro la bienaventuranza eterna en cuanto se está unido a él por el amor» (S. Tomás, S. Th. 2,2,17,3).

Esperamos con los demás: «Sois conciudadanos de los santos, de la misma familia de Dios» (Ef. 2, 19). Mi felicidad depende de la glorificación del cuerpo entero. Somos un pueblo en marcha hacia la Patria. Formamos parte de un cuerpo redimido. La esperanza tiene una doble conexión histórica: con la expectativa del Antiguo Testamento (todo un pueblo, Israel, en marcha hacia Jesucristo en su primera venida) y con la expectativa del Nuevo Testamento (todo un pueblo, la Iglesia, en marcha hacia Jesucristo en su segunda venida).

Esta dimensión social o integral de la esperanza nos hace muchísimo bien. Puede flaquear a veces nuestra esperanza: pero nos sentimos alentados por todo un pueblo en marcha. Yo espero con la esperanza de todos mis hermanos. Pueden fracasar nuestros proyectos personales y nuestras obras: pero no fracasa nunca el plan de Dios y la construcción progresiva de su Reino.

La esperanza está íntimamente conectada con la alegría. «La alegría procede también de la esperanza» (S. Tomás, S. Th. 2,2,28,1,2). Como su contraria -la desesperación- está íntimamente conectada con la tristeza o desgano o depresión espiritual. «Los que viven en la tristeza fácilmente caen en la desesperación» (S. Tomás, S. Th. 2,2,20,4). Hay una causalidad mutua entre ambas realidades sobrenaturales: la esperanza engendra gozo y el gozo alimenta la esperanza.

Para el mundo de hoy -tan sumido en la tristeza y en el desaliento- los sacerdotes debemos ser los permanentes testigos de la alegría y de la esperanza. Lo seremos en la medida de nuestra liberación interior.