Reflexiones sobre la alegría sacerdotal – Card. Eduardo Pironio (1998)

Card. Eduardo PIRONIO
Revista «Pastores» n.11 (1998) 12-14

 

 

I

En cierto sentido la Iglesia vive en permanente estado de crucifixión. Es la condición normal de la Iglesia presente, prolongación de Cristo crucificado. Y los cristianos, que formamos la Iglesia, vivimos fundamentalmente en la Cruz. En una permanente Cuaresma que prepara la Pascua definitiva. La glorificación futura de los elegidos -de toda la Iglesia- depende de la intensidad de la crucifixión presente.

No puede acobardarnos, por eso, la virulencia de ciertos ataques externos o de determinados escándalos internos. Tenemos la seguridad del triunfo y de la permanencia.

Pero eso no quita que nos dolamos de la miseria de los hombres de la Iglesia y de la perversa voluntad de los que la hieren. «La Iglesia está pasando momentos muy difíciles -dijo ya Pío XII- y tenemos que orar mucho para que pasen ponto».

II

Hay un clima general de desaliento y de tristeza en los sacerdotes. Entre los mejores, la sensación de que la hora de Jesús se retarda demasiado. Pero hay síntomas evidentes de su próxima venida. Y en cierto modo ya estamos viviendo su real presencia.

La crisis de alegría y de esperanza es general: síntoma de la época que vivimos. Para los sacerdotes esta crisis se concreta en lo siguiente:

Sensación de estar desubicados. De no estar donde debiéramos estar y donde nos parece que podríamos rendir más y podrían desarrollarse mejor nuestros talentos. Vivimos añorando otros momentos y otros puestos. Puede ocurrir también la sensación de una desubicación más profunda e irremediable: la de nuestra propia vocación.

Sensación de haber fracasado. Surge al cabo de algunos años de sacerdocio y se manifiesta en dos aspectos: el personal de nuestra santidad y el ministerial de nuestra tarea apostólica. Siempre insatisfechos y descontentos de nosotros mismos: o porque no hemos realizado el ideal de santidad que nos habíamos fácilmente imaginado o los planes apostólicos que habíamos soñado en el Seminario. A veces Dios permite esta sensación como una permanente Cruz de nuestro sacerdocio: que lo hace fecundo e impide que nos mediocricemos. Pero a veces es una sensación demasiado humana que termina por aplastarnos.

Impresión de no ser comprendidos: por nuestros Superiores o por nuestros feligreses. A veces -también en esto- Dios permite la Cruz de la incomprensión. Pero muchas veces es una Impresión sensible que brota de nuestro egoísmo descontento. En todo caso la mejor oración es ésta: «que no busque yo tanto ser comprendido como comprender».

Nos parece, entonces, que vamos quemando nuestra juventud y nuestro sacerdocio. Y nos resignamos -porque ya no podemos volver atrás- a arrastrarlo. Las almas buenas nos miran con lástima y se escandalizan.

Frente a esta situación, la mejor apologética es la alegría y la esperanza sacerdotales.

III

La alegría es fruto del amor. El sacerdote es el hombre que ama. Se desprende de los bienes materiales, de la dicha del hogar y de sí mismo para darse. No niega las cosas ni anatematiza a los hombres: se desprende de ellos para amar con más intensidad y con más universalidad. No es un misántropo ni un resentido ni un evadido. Es el hombre que, por estar más en el corazón de la humanidad, se eleva sobre ella, se libera y se le entrega. Sería fundamentalmente malo un sacerdocio que, bajo el pretexto de amar a Dios, negara las cosas y los hombres.

La alegría es perfecto descanso en el Bien Sumo: perfecta «quies in optimo». El sacerdote es el hombre que ha encontrado el único Bien, lo disfruta en toda su riqueza interior y lo reparte en su palabra y en su acción.

La alegría es fruto del Espíritu Santo (Gál. 5, 22). El sacerdote es el hombre plenamente poseído por el Espíritu Santo, permanentemente conducido por Él y que vive la inquietud de comunicarlo siempre -como Cristo- a través de su humanidad crucificada y glorificada.

Por consiguiente, el sacerdote es el hombre de la alegría. Pero de la alegría austera, majestuosa e inalterable, que supone la Cruz y el recogimiento.

La alegría no es dispersión, disipación o bullicio. Eso indica el vacío interior y lo produce. Las almas dispersas o agitadas pueden ser divertidas (en el sentido de «apartarse» o «quebrarse»), pero no alegres. La verdadera alegría va siempre precedida del silencio y lo desea.

La verdadera alegría es riqueza interior, plenitud de vida, posesión perfecta de sí mismo. Hay una exacta correspondencia entre la plenitud de la gracia y la perfección del gozo: María Santísima es, por eso, «la llena de gracia» y «la causa de nuestra alegría». También hay una exacta correspondencia entre la serenidad interior -plena posesión de sí mismo- y la alegría.

IV

Santo Tomás estudia la alegría como primer acto o efecto interno de la caridad (2, 2, 28). Los efectos internos son: gozo, paz, misericordia. Los efectos externos: beneficencia, limosna, corrección fraterna.

Para entender bien nuestra alegría sacerdotal -como toda alegría cristiana- conviene ubicarla dentro de esta marca teologal. Entonces resulta una alegría virtuosa e inconmovible. Cuando se ama a Dios con toda el alma se está siempre inmutablemente sereno y alegre. Y cuando el amor alcanza su máxima expresión, en la Cruz, entonces la alegría alcanza también su mayor intensidad. El amor madura en la Cruz y se expresa en el silencio; ahora se comprenderá mejor esta progresión: amor, cruz, recogimiento, gozo.

Existe la alegría del Bien inmutable de Dios. Pensamos pocas veces en ella; sin embargo, es la fundamental y caracteriza el puro amor de benevolencia. «La alegría resulta del amor: o bien porque el objeto amado está presente o bien porque La persona posee o conserva su bien» (S. Tomás, S. Th. 2,2,28,1).

Nos sentimos felices porque la persona amada -en este caso Dios- lo es. «Te damos gracias por tu grande alegría». Sentimos la alegría de la Trinidad Santísima y de su vida íntima, la alegría de la Encarnación, de la Redención, de la glorificación de María Santísima, de la Comunión de los santos, etc.

Cuando predicamos sobre la felicidad del cristianismo, casi siempre lo hacemos con respecto a nosotros; pocas veces con respecto a Dios mismo. Cuando hacemos un rato de adoración, queremos buscar la felicidad de ser mirados y oídos por Dios; y nos duele su aparente ausencia. Pocas veces vivimos la alegría, bien honda y austera, de saber que a pesar de nuestra involuntaria insensibilidad Cristo está glorificando al Padre. Hemos perdido de vista la dimensión primera de nuestro cristianismo: movimiento hacia la Trinidad y no hacia los hombres.

Existe también la alegría de su presencia: «Aun en esta vida. Dios está presente en los que le aman, por medio de la gracia que lo hace inhabitar en ellos» (S. Tomás, S. Th. 2,2,28). En el orden sobrenatural, cuando más lo amamos, más presente se nos hace Dios. Y el mismo amor con que lo amamos es un fruto y un signo de su presencia.

Por último, existe la alegría de la esperanza: «La alegría procede también de la esperanza, por la cual esperamos la fruición del bien divino» (S. Tomás, S. Th. 2,2,28,1,2). Para nosotros y para los demás. No es sólo el gozo espiritual de una salvación personal, sino la consumada esperanza de la futura glorificación de los elegidos. Es la alegría de la segunda venida del Señor. La esperanza de la Parusía que llenaba de gozo a la Iglesia primitiva: «El Señor está cerca» (Fil. 4, 5).

Si la alegría es fruto del amor, la tristeza nace del egoísmo: «La tristeza mala proviene del desordenado amor de sí mismos, el cual no es un pecado especial sino la raíz general de todos los pecados» (S. Tomás, S. Th. 2,2,28,4,1).

V

Esta alegría teologal es común a los cristianos. Como lo es la caridad de la cual procede. Pero además hay motivos especiales -que anotaremos muy rápidamente- para nuestra alegría sacerdotal:

Alegría de la perfecta asimilación al Verbo: de realizar plenamente la imagen de Cristo en la tierra, de asimilar su alma filial, sacerdotal y de víctima. De ser plenamente Cristo a los ojos del Padre. Por consiguiente, ser su permanente y substancial glorificación.

Alegría de ser mediador: de realizar la idea fundamental de la mediación sacerdotal de Cristo: hundido en la Trinidad y hundido en los hombres. De ser la síntesis de la humanidad ante el Padre. Experimentar la alegría inagotable y siempre nueva de la Liturgia: de la Misa y del Breviario.

Alegría de ser ministro y dispensador, es decir, instrumento vivo de la Trinidad. No sólo representante. El ministerio sacerdotal no es una simple legación, sino una verdadera instrumentalidad viva. En la misma línea de la instrumentalidad sacramental y de la instrumentalidad física de la Humanidad de Cristo. Aunque en un plano de causas segundas: sólo la Trinidad es causa principal de la gracia; la Humanidad de Cristo es causa instrumental primera; los sacerdotes y los sacramentos son causa instrumental segunda. «La definición del ministro es idéntica a la del instrumento» (S. Tomás, S. Th. 3,64.1).

Alegría de darse siempre: de sentir que las almas lo van devorando en la caridad y que Dios mismo lo va consumiendo en el amor. Alegría de sentir que su vida va siendo fecunda, no en la medida en que aparece y brilla, sino en la medida en que se entierra y se ofrece. Alegría de saber que somos útiles cuando el Señor nos inutiliza.

Alegría del desprendimiento, de la liberación: de no pertenecerse, sino pertenecer a la Iglesia y a las almas. De no ser dueño de sus cosas, de su tiempo, de su salud y de su vida.

Alegría de la virginidad sacerdotal: cuando la castidad es plenitud espiritual y no ausencia o represión. Es plenitud de amor y condición de verdadera paternidad. Es participación de la virginidad fecunda y luminosa del Verbo y de María Santísima.

Alegría de saberse amado particularmente por el Padre: porque el Padre no ama sino a Cristo. Y el sacerdote es la plena realización de Cristo.

Alegría de la Cruz: porque sabemos que entonces es infaliblemente fecundo nuestro ministerio. Y en la medida de la Cruz está la medida de nuestro gozo. San Ignacio Mártir escribe a los Romanos: «Oh, hermanos míos, no queráis poner obstáculos a mi felicidad, no me quitéis esta alegría» (la del martirio).

IV

La gran crisis de vocaciones -que tan justamente nos alarma- se debe en parte a la crisis de alegría sacerdotal. Porque no vivimos la plenitud de nuestra gracia, de nuestro ministerio y de nuestra cruz. El mundo nos ve un poco tristes y como arrepentidos de nuestro sacerdocio.

Es necesaria una reacción. La Sagrada Escritura nos incita a la alegría: «estad siempre alegres» (1 Tes. 5, 16). Este versículo, el más breve de todos, está conectado con la oración: «orad sin cesar» (v. 17). Santiago Apóstol también conecta la alegría con la oración: «¿Hay entre vosotros alguno que sufre? Haga oración» (Sant. 5, 13).

San Pablo, impresionado por la Parusía, insiste a los Filipenses: «Alegraos en el Señor, nuevamente os lo digo: alegraos»(Flp. 4, 4). «Porque el Señor está cerca». Precisamente la alegría es una de las notas características de toda esta epístola. Y es precisamente la Epístola de la gran kénosis de Cristo, de su gran anonadamiento y exaltación (Flp. 2, 6-11).

San Ignacio Mártir -el gran Obispo de Antioquía que desea «ser triturado por los dientes de las fieras a fin de ser hallado limpio pan de Cristo» -saluda siempre así a las Iglesias: A todos, muchísima, perfecta e irreprochable alegría».

En esta hora difícil para el mundo -de la angustia, de la tristeza y del desaliento- se nos pide a los sacerdotes que vivamos con intensidad la esencia del Evangelio y que nos hundamos en un clima permanente de serenidad, de alegría y de esperanza.

No que vayan a desaparecer los problemas, los dolores y las naturales inquietudes. Pero, en medio de todo, está la ardiente exhortación de Jesús que suena como una infalible promesa: «En el mundo tendréis que sufrir mucho: pero tened coraje: Yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33).