BOLETIN OSAR
Año 8 – N° 17
Encuentro Anual de Formadores
3ra exposición
«La Iglesia comunión desde el Misterio de la Trinidad»1
Fray Jorge Scampini op.
Hemos visto cómo el Concilio Vaticano II allanó el camino de la Iglesia Católica hacia una teología de la comunión. El Concilio no mira a la Iglesia «eclesiásticamente», ni de modo jurídico; su visión es amplia, se centra en el misterio de la Iglesia. Sus dimensiones alcanzan al misterio de Dios, de la creación, de la escatología. En ese sentido, la comunión ofrece una perspectiva superadora. Comprender la Iglesia desde la comunión lleva a descubrir hasta qué punto una visión de la Iglesia debe derivarse no sólo de la cristología sino también de la Trinidad. La comprensión trinitaria da espacio para considerar la Iglesia en su dimensión mistérica. Esa dimensión se manifiesta -y participamos de ella, a través de ciertos bienes, de modo privilegiado en la Eucaristía. ¿Cómo puede abordarse y plantearse entonces el problema de la unidad de la Iglesia y del mundo a la luz de la comunión?
Esa es la pregunta que muchos teólogos católicos tratan de responder hoy; por eso hay muchos nuevos ensayos que enriquecen la reflexión eclesiológica. Para nuestro cometido de estos días, esa pregunta nos debe llevar a recopilar algo de lo dicho, y no olvidar qué queremos decir cuando utilizamos el concepto de comunión en teología.
I. Asumir la profundidad de la comunión
En primer lugar, nunca debemos olvidar que la comunión no es una experiencia o una categoría que proviene de la experiencia sociológica, ni del acuerdo ético; tampoco es un imperativo jurídico o institucional. La comunión proviene de la fe. La llamada a vivir la comunión no se funda en su «bondad», o conveniencia, para nosotros y para la Iglesia, sino porque creemos en un Dios que en su ser mismo es comunión2. Si el Dios en el que creemos es un Dios que es ante todo personal, que primero es y después se relaciona, no estamos lejos de una concepción sociológica de la comunión. En este caso, la Iglesia no es comunión en su ser sino sólo secundariamente, es decir, en provecho de su bene esse. La doctrina de la Trinidad adquiere en este caso un significado decisivo: Dios es trinitario; es un ser relacional por definición; un Dios no trinitario no es comunión en su ser mismo. De ahí la estrecha relación entre una teología trinitaria y una eclesiología de comunión.
Pero, ¿cómo es esa comunión de la Trinidad? La primera percepción es que esa comunión no es una comunión cerrada; no es la unidad de un ser replegado sobre sí mismo. La comunión de la Trinidad se revela y se comunica a sí misma en el signo paradójico de un hombre que muere en una cruz, gritando «Dios mío, Dios mío,¿por qué me has abandonado?» -el único signo que debemos buscar según las palabras del mismo Jesús (Mt 12,38-40); y que, previamente, la noche en que iba a ser entregado, cuando su vida ya estaba condenada al fracaso, tomó pan, lo dio a sus discípulos y dijo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo«. Jesús, enfrentado a su destino, hizo un acto supremo de libertad entregando su vida.
La comunión de la Trinidad se hace manifiesta y operante a los Apóstoles en el Espíritu de Pentecostés, cuando les permite hablar lenguas diversas y desconocidas, y les hace superar el miedo que los encerraba en los estrechos límites, geográficos y culturales, de su Palestina -¡su corralito!-.
La Iglesia tiene su origen en las dos misiones, la del Verbo y la del Espíritu. Ireneo de Lyon, para explicar cómo actúa Dios en la economía de la salvación, a través del Hijo y del Espíritu, utiliza una decena de veces la expresión «las Manos de Dios»3. El hombre es modelado nuevamente por las manos del Padre, para hacerlo conforme y semejante a su Hijo4. Una manera de expresar, sensiblemente, la proximidad inefable y terrible de Dios; pero que muestra también como su santidad se nos hace casi familiar. No hay intermediario entre el Creador y su criatura. Él no cesa de trabajar y re-trabajar su obra, de hacerla y re-hacerla, desde la creación a la resurrección de los muertos. No se contenta con hablar, con aparecer, sino que Él toca, aprehende, modela, amorosamente. Es el signo de una comunicación de vida, de una profunda intimidad de amor. Leído en clave de comunión, podemos decir que, en su economía, la comunión de la Trinidad abraza lo que está más lejos, más abandonado, de manera que nada quede excluido. Es una comunión que se extiende sin temor a la ruptura. Esa comunión conduce a la conversión, sobre todo, cada vez que pensamos que para conservar la unidad debemos permanecer entre nosotros y evitar la diversidad.
La comunión permite también comprender a la misma persona de Cristo. Cuando afirmamos que Cristo ha sido «engendrado por el Espíritu», ungido por el Espíritu, afirmamos que Cristo en su propio ser, es un ser relacional. El Espíritu es un Espíritu de comunión. Gracias a la acción del Espíritu, Cristo es un ser inclusivo: en Él, «muchos» somos incorporados al «uno». Esto también nos posibilita pensar la Iglesia como Cuerpo de Cristo, porque Cristo es un ser neumatológico, engendrado y existente en la comunión del Espíritu5.
Sobre esa base se puede plantear la cuestión eclesiológica.
II. La Iglesia-comunión imagen de la Trinidad
Si reducimos la eclesiología de comunión a cuestiones de organización eclesial, a lo «eclesiástico», secamos el corazón de la comunión6. Si el ser mismo de Dios es comunión, y si la persona de Cristo, en cuyo nombre somos salvados, es también en su mismo ser comunión, eso debe tener consecuencias en nuestra comprensión de la Iglesia. La noción de comunión afecta a la Iglesia en su identidad, en su estructura y en su servicio en el mundo. Desde una visión trinitaria se percibe la Iglesia en su dimensión relacional.
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La identidad de la Iglesia es relacional
Si estudiamos detenidamente el empleo del término ekklesía en el Nuevo Testamento, llama la atención el hecho de que habitualmente va acompañado del genitivo de, y eso ocurre en sentido doble. San Pablo, que parece haber sido el primero en utilizar el término ekklesía, habla por un lado de la «Iglesia de Dios» (o «de Cristo»), y por otro de la Iglesia o Iglesias «de cierto lugar» (Tesalónica, Macedonia, Judea, etc.). La Iglesia no puede concebirse en sí misma; siempre debe concebirse en relación con otro, en este caso, con Dios o Cristo y con un lugar determinado, es decir, el mundo que la rodea.
El genitivo de Dios muestra claramente que la identidad de la Iglesia deriva de su relación con el Dios Uno y Trino. Esta relación tiene muchos aspectos. En primer lugar, esto significa que la Iglesia debe reflejar en su propio ser el modo de existir de Dios, es decir, una comunión personal. La exigencia de que seamos como Dios (Lc 6,36 y paralelos) o de que debemos llegar a «tener parte en la naturaleza de Dios» (2ª Pe 1,4) implica que la Iglesia no puede existir y funcionar sin referencia a la Santísima Trinidad, que es el modo de ser de Dios7. El hecho de que Dios nos revele su existencia como una existencia de comunión personal es decisivo para nuestra comprensión de la naturaleza de la Iglesia. Eso implica que, al afirmar que la Iglesia es comunión, no entendemos otro tipo de comunión que la comunión personalísima entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Implica también que la Iglesia es por definición incompatible con el individualismo; su esencia misma reside en la comunión y en las relaciones personales.
Si la Iglesia está llamada a ser imagen de la Trinidad, entonces el principio básico de nuestra relación con Dios, y de nuestras propias relaciones, es la caridad. La buena noticia que anunciamos es que participamos del infinito misterio del amor del Padre y del Hijo, que es el Espíritu. La caridad es el misterio más profundo de la Iglesia.
Así, fundar la comunión en la Trinidad y en su economía permite crecer en la comunión sobre la base más sólida. Las doctrinas no son sólo formulaciones dogmáticas para teólogos, sino presupuestos indispensables de una eclesiología de comunión.
«El que la Iglesia arraigue en el misterio de Dios no significa indiferencia y distancia hacia los hombres y su caminar por la historia entre luces y sombras. Hablar del misterio de la Iglesia no quiere decir replegarse a una zona confortable ni evadirse del mundo por encima de las nubes, sino tomar conciencia de las dimensiones reales dentro de las que está enclavada»8.
Por otra parte, el hecho de que el genitivo de aplicado a la Iglesia también se emplee en la Biblia con referencia a Cristo muestra que la Iglesia no puede ser un reflejo del modo de ser de Dios fuera de la «economía» del Hijo, es decir, de la filiación que nos ha sido dada en Cristo. La Iglesia no es una especie de «imagen» platónica de la Trinidad; es comunión en el sentido de ser el pueblo de Dios, y el «cuerpo de Cristo», o sea, en el sentido de servir y realizar en sí el designio de Dios en la historia, en beneficio de toda la creación. Este designio hace de la Iglesia un signo del reino, que es el objetivo final de la «economía» divina. La Iglesia como comunión refleja el ser de Dios como comunión, en el modo en que esa comunión será revelada plenamente en el Reino. La comunión es un don escatológico. Durante su existencia histórica, la Iglesia se esfuerza por modelarse conforme a la estructura del Reino; nunca debe dejar de hacerlo. Pero el logro de la comunión plena y perfecta en la historia supone una constante lucha. Cualquier claudicación respecto de esta lucha por la comunión puede ser destructiva para la identidad de la Iglesia.
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La estructura de la Iglesia es relacional
Si consideramos la estructura de la Iglesia a la luz de la comunión, debemos distinguir dos planos de estructura: el local y el universal. En ambos niveles la comunión es crucial. Al nivel local, una eclesiología de comunión significaría que el cristiano no puede existir como un individuo que mantiene una comunicación directa con Dios. Unus christianus nullus christianus, dice un viejo refrán latino. El camino hacia Dios pasa por el «prójimo», en este caso son los otros miembros de la comunidad. Por eso la Iglesia se concibe como una comunidad estructurada; esto es esencial para que haya unidad. Pero esa estructura debe garantizar siempre dos cosas: conservar la unidad y la unicidad, y salvaguardar la diversidad. Ningún miembro de la Iglesia, cualquiera sea su posición en ella, puede decir a otro miembro «no te necesito» (1ª Co 12,21). Hay una interdependencia absoluta entre todos los miembros de la comunidad; eso significa que, junto a la unidad y la unicidad, hay en la Iglesia diversidad. Cada miembro de la comunidad es indispensable y aporta sus dones al cuerpo único. Todos los miembros son necesarios pero no son todos lo mismo; son necesarios precisamente porque son diferentes. Para comprender esto, para vivirlo, también es iluminador el misterio de la Trinidad. En una de sus imágenes de la Trinidad9, Agustín ve la unidad de la memoria, de la inteligencia y de la voluntad, de nuestra capacidad de recordar, pensar y amar, como la imagen de toda la comunidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Si este es un modelo para la Iglesia, con su variedad y diversidad, toda la Iglesia, como la comunidad trinitaria, debe estar unida en el respeto (memoria), el diálogo (inteligencia) y el amor (voluntad)10.
La comunión nunca ha desconocido la pluralidad de tradiciones, incluso doctrinales. La variedad y diversidad puede conllevar diferencias naturales y sociales así como espirituales, diversidad de dones y ministerios No todos en la Iglesia son apóstoles, no todos maestros, no todos tienen el don de la curación, etc., y, sin embargo, todos tienen necesidad unos de otros. El elitismo espiritual, de cualquier tonalidad, que Pablo condena en la carta a los Corintios, nunca ha dejado de tentar a la Iglesia. Sin embargo, debe excluirse de una eclesiología de comunión. Es necesario aprender a ver las diferencias con fineza de espíritu, porque no siempre estamos exentos de ciertos fundamentalismos.
Pero, ¿cuáles son los límites en la diversidad? ¿Puede ésta ser admitida de manera incondicional? No es un tema fácil. La condición principal respecto de la diversidad es que no debe destruir la unidad. La Iglesia debe estructurarse de manera que la unidad no destruya la diversidad y la diversidad no destruya la unidad. A primera vista, este principio parece totalmente irrealista. Y, sin embargo, el prudente equilibrio entre el «uno» y los «muchos» en la estructura de la comunidad está presente en todas las disposiciones canónicas tomadas por la Iglesia primitiva11. El mismo principio de relacionalidad se aplica a la estructura de la Iglesia en los planos regional y universal; ahí se hace manifiesta la importancia de un ministerio de unidad, el ministerio episcopal en la Iglesia local, el ministerio del obispo de Roma, en la comunión de la Iglesia universal. De un modo u otro, toda la diversidad de la comunidad necesita un ministerio de unidad; de otro modo, se corre el riesgo de que la diversidad actúe contra la unidad. La existencia de un sólo obispo en cada iglesia local garantizó siempre la unidad y la unicidad.
Sin poner en tela de juicio la necesidad de la inculturación que constituye el gozne entre la creación y la catolicidad, es necesario conservar diversidades y diferencias bajo el imperio de la unidad. La unidad no es una suma de diferencias, sino aquello cuya riqueza se expresa y se revela en ellas. Hay límites dentro de los cuales la diversidad es una riqueza y fuera de los cuales puede ser destructora. La diferencia sólo puede convertirse en riqueza si pasa por la conversión en la fe, el amor y la esperanza.
III. Mirar la Iglesia desde lo profundo
El concepto de comunión puede ayudarnos a superar las tradicionales dicotomías entre lo institucional y lo carismático, lo local y lo universal, lo nuevo y lo viejo. J. Tillard en una nota casi autobiográfica lo afirmaba con claridad y firmeza:
«… centrar la realidad eclesial en la comunión conduce a situar la Iglesia de Dios en el punto en que, en Dios, se anudan theologia y oikonomia. Así, se permite comprender mejor cómo glorificación (doxológica) del Dios viviente y compromiso (misionero) por la Salvación del mundo son, de hecho, inseparables. Sin la referencia vivida al Dios trinitario y la comunión a la doxa eterna, el compromiso en los problemas del mundo se convierte rápidamente en filantropismo sin horizonte, conquistado por las ideologías y las políticas. Sin la comunión activa a lo que santo Domingo percibía como el sufrimiento del Hijo de Dios ante una humanidad despedazada por el sufrimiento y trajinada por las fuerzas del Mal, la relación a Dios se desvanece en una fuga «religiosa» donde la sal del Evangelio «pierde su sabor» (Mt 5, 13). Ese nudo de la doxologia y del compromiso en plena carne de los problemas, que la eclesiología de comunión pone en el centro de su síntesis, es capital hoy»12.
De aquí debe nacer una praxis y una espiritualidad eclesial. Juan Pablo II, en la perspectiva del nuevo milenio, habla de la Iglesia como «casa y escuela de la comunión» (NMI 43).
IV. De la comprensión de la comunión debe nacer una praxis eclesial
En lo que hemos venido desarrollando podemos encontrar la inspiración para una praxis eclesial. Quisiera señalar sólo tres rasgos. Los dos primeros se fundan en la Trinidad. El tercero en su economía, tal como se realiza, de modo privilegiado, en la Eucaristía.
Hay dos aspectos del amor Trinitario que nunca deberíamos olvidar13: a) el amor de la Trinidad es totalmente generoso y nada posesivo, b) se da entre iguales.
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El amor con el que el Padre ama al Hijo es un amor absolutamente generoso y no posesivo por el que el Padre le da todo al Hijo, incluyendo la divinidad. No es un sentimiento o una emoción, sino el amor que asegura la existencia del Hijo. Allí se funda la libertad total del Hijo: Cristo es libre porque está seguro de pertenecer plenamente a su Padre. El amor en la Iglesia, que debería ser lo principal, tendría que ser un amor totalmente generoso, no posesivo, capaz de asegurar la existencia de cada uno, generador de libertad. San Juan nos recuerda que el amor perfecto desecha el temor (cf. 1ª Jn 4, 18). ¿Cómo formar en la Iglesia a seres que se sientan libres porque no dudan de la profundidad donde se arraiga su pertenencia?
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El amor que está en el «corazón» de Dios es un amor totalmente fecundo; es generador y creador de todo lo que existe. Es un amor que crea la igualdad. En la Trinidad no hay manipulación ni dominación. No hay superioridad o condescendencia. Eso es lo que estamos invitados a vivir y predicar. Santo Tomás es el primero en señalar que la caridad es una amistad, y que la amistad descubre o crea la igualdad14. Todas las estructuras eclesiales deberían estar al servicio de la vida, de la fecundidad; sólo pueden serlo si se fundan en relaciones que nacen del amor y ayudan a crecer en el amor. Los ministerios, los servicios, se comprenden en ese dinamismo, y son fecundos si se dejan transfigurar por ese dinamismo.
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El tercer rasgo de la comunión de Dios, que debería inspirar nuestra praxis eclesial de comunión, lo expresa el momento culmen de la economía de la salvación: la Eucaristía. Esa Eucaristía que hace la Iglesia, y que la misma Iglesia celebra.
Según el testimonio de la Escritura, la noche antes de morir, Jesús reunió a sus discípulos alrededor de la mesa para celebrar con ellos la nueva alianza15. Nacía así un nuevo hogar al que todos podrían pertenecer, ya que Jesús hacía suyo todo lo que puede destruir la comunidad humana: la traición, la negación e incluso la muerte. Jesús toma su sufrimiento y su muerte, su vida, y hace de ella un don; allí el destino de Jesús se transforma en libertad. Es el momento del don absoluto; ese es el centro del Evangelio. El mismo que nosotros intentamos vivir y predicar. Allí el amor, la vida misma de Dios, se hace más tangible. La Eucaristía, la que nosotros celebramos, es el fundamento de un hogar universal humano, donde nadie debería sentirse excluido. Por eso, la Eucaristía que hace la Iglesia, debería llevarnos a extender los brazos de nuestras comunidades y debería ser como un examen de la calidad de la comunión que vivimos. Debería llevarnos a descubrir que el significado de la vida no está en la búsqueda del propio interés sino en la acogida del don de comunión. No somos seres solitarios que buscamos nuestro provecho. La Iglesia en sus estructuras no es una escalera para trepar -bueno, sí si se trata de trepar al cielo. Somos carne de la carne del otro, una comunión que encuentra su perfección en esa carne que Cristo da, su propio cuerpo. Esa es la libertad más profunda que puede darnos la Iglesia: la libertad de pertenecer; somos carne de la carne de nuestro hermano, y no podremos llegar a la plenitud solos.
V. No hay praxis eclesial profunda sin una espiritualidad
Juan Pablo II afirma que es necesario «promover una espiritualidad de la comunión«; esto antes de programar iniciativas concretas. Esa espiritualidad se debe proponer «como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades». Sin esa espiritualidad de comunión serían de escaso valor los instrumentos externos de la comunión; serían medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento.
Si las dimensiones de la comunión son las que hemos señalado, y es necesario promover una espiritualidad de la comunión, entonces, vivir la comunión es vivir, al mismo tiempo, de la acogida y del deseo, de la alabanza y del sufrimiento; de la espera activa, de la conversión. No alcanzan las relaciones diplomáticas corteses. La conversión a la trascendencia de la comunión, ya dada, ya ofrecida, no se cumple sólo gracias a una nueva visión teológica. Pide también un cambio de todas las actitudes del creyente. Aquí la oración contemplativa tiene un lugar clave; es la única que nos permite vivir en la intimidad del Amigo.
Si la comunión es don de Dios, y los dones de Dios son irrevocables, la comunión se da sólo en un espacio de pobreza. El Evangelio nos enseña que nada verdadero se cumple sin el paso de la kénosis. Es la experiencia misma del Señor, y la que nos conduce al centro del misterio de Cristo y de la Iglesia.
Por eso quisiera terminar con una imagen de la carta a los Filipenses. Es notable que el himno cristológico de esa carta vincula estrechamente kénosis de Cristo y gloria del Padre. Pero hay algo más: el autor inserta este pasaje en un contexto explícito de búsqueda de la unidad, algo que no siempre se señala. Es uno de los pasajes del NT que utiliza el término koinônia (cf. Flp 2, 1), y donde el autor exhorta a la concordia: «les ruego que hagan perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos» (Flp 2, 2-3). El modelo y lugar de esta actitud es el dinamismo que, según el himno, marca el eje del misterio de Jesucristo: el dinamismo de la kénosis. Sin caer en un concordismo fácil, sería necesario desarrollar sobre esta base el tema de la kénosis y la Iglesia («Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente» 2, 6). La oposición entre guardar celosamente y kénosis se nos presenta como el ámbito ejemplar al que es necesario ajustarse para permanecer en el Evangelio (1, 27)
La aplicación es clara. La comunión no es posible si, replegados en nuestros particulares intereses, en nuestras visiones, en nuestros espacios de poder, «custodiándolos celosamente», no aceptáramos renunciar, si es necesario y no compromete a algún elemento esencial de la fe, a algunas particularidades por la causa de la comunión. Ningún grupo eclesial, ningún ministerio en la Iglesia, ningún carisma, escapa a esta lógica evangélica imperiosa. Es la lógica de la encarnación para la gloria de Dios. Nuestra vida, personal y comunitaria, queda sometida así a la exigencia trascendente que domina la vocación de la Iglesia: la gloria de Dios y la unidad que le es inseparable.
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1.- Cf. J. ZIZIOULAS, «The Church as Communion. A Presentation on the World Conference Theme», en On the Way to Fuller Koinonia, Official Report of the Fifth World Conference on Faith and Order, WCC Publications, Geneva, 1994, 103ss. regresar
2.- Cf. Documento de Puebla, n. 212: «Cristo nos revela que la vida divina es comunión trinitaria. Padre Hijo y Espíritu viven, en perfecta intercomunión de amor, el misterio supremo de la unidad. De allí procede todo amor y toda comunión, para grandeza y dignidad de la existencia humana». regresar
3.- Cf. MAMBRINO, J., S.J., «»Les Deux Mains de Dieu» dans l’oeuvre de saint Irénée», NRTh 89 (1957) 355-370. regresar
4.- Cf. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, V, 6, 1 (SChr 153, 73), citado por Y.M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona, 1983, 212. regresar
5.- Cf. Documento de Puebla: «Por Cristo, único Mediador, la humanidad participa de la vida trinitaria (…) Por su solidaridad con nosotros, nos hace capaces de vivificar nuestra actividad con el amor y de transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico, o sea, de ser protagonistas con El de la construcción de la convivencia y las dinámicas humanas que reflejan el misterio de Dios y constituye su gloria viviente».(n. 213). Y: «…al vivir en Cristo llegamos a ser su cuerpo místico, su pueblo, pueblo de hermanos unidos por el amor que derrama en nuestros corazones el Espíritu …» (n. 214). regresar
6.- «Reducir la eclesiología de comunión a cuestiones organizativas, a forcejeo de poderes, es no comprender su contenido. Voces autorizadas advirtieron pronto del peligro de vaciar la comunión en el juridicismo de un signo o de otro»; R. BLAZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca, 1991, 60. regresar
7.- Cf. La definición de las personas de la Trinidad como «modo de ser» de los Padres Capadocios. regresar
8.- N. BLAZQUEZ, op. cit., 61. regresar
9.- Cf. S. AGUSTIN, De Trinitate, X, 11, 17. regresar
10.- Cf. T. RADCLIFFE, en Comentarios sobre las proposiciones del Sínodo, en Información y estudio sobre el Sínodo de 1994 «La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo», USG, Roma, 1995, 27. regresar
11.- Cf. COMMISSION BIBLIQUE PONTIFICALE, Unité et diversité dans l´Eglise, op. cit., 27s. regresar
12.- J.-M.R. TILLARD, Préface à J. FONTBONA I MISSÉ, Comunión y sinodalidad. La eclesiología eucarística después de N. Afanasiev en I. Zizioulas y J.M.R. Tillard, Facultat de Teologia de Catalunya, Herder, Barcelona, 1994, 12. regresar
13.- Cf. T. RADCLIFFE, El Manantial de la Esperanza, San Esteban, Salamanca, 19994, 96ss. regresar
14.- Cf. I Ethicorum 1. 8 s.7. Para una presentación reciente del tema cf. J.-P. TORRELL, O.P., «La charité comme amitié chez saint Thomas d’Aquin», La vie spirituelle 55 (2001) 265-283. regresar
15.- Cf. T. RADCLIFFE, El Manantial de la Esperanza, op. cit., 10ss. regresar