«Formar verdaderos pastores»
Finalidad del Seminario del Concilio Vaticano II

Mons. Carmelo Juan Giaquinta
Seminario Santo Cura de Ars (Posadas)

 

Charla de Mons. Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia, el lunes 3 de marzo 2008, en la inauguración del año escolar del Seminario Santo Cura de Ars, de Posadas.

Introducción

Jesús, el Dueño del Seminario
1. Hace pocos días, durante la Misa en El Cenáculo – La Montonera, contemplaba a los seminaristas. Y sentí alegría, mucha alegría. ¿Por qué?, me pregunté. Los seminaristas son jóvenes, y el joven tiene alegría, y la alegría es contagiosa. Lo cual no es poca razón para que uno también se alegre.
Pero había una razón más profunda. Sentí que en el Seminario y en cada seminarista está presente Jesús, de manera especial: llamando, atrayendo, sugiriendo, obrando, como un día obró en los hijos de Jonás y en los de Zebedeo para hacerlos pescadores de hombres. Eso es lo que sentí con claridad. Y me alegró intensamente.
Sí. En el Seminario está presente el Señor. Él es su Dueño, su “Dominus”. Esta es una primera gran verdad.
Y ello me motivó a redactar esta charla que me pidió Mons. Juan Martínez para inaugurar el curso seminarístico 2008 de este Seminario Santo Cura de Ars de Posadas. Y decirles a ustedes algo de mi experiencia y reflexiones sobre la formación pastoral.

2. La fe en la presencia del Señor en el Seminario es fundamental para su organización y vivencia. Nos lo sugiere la Palabra de Dios de muchas maneras. Cuando los Evangelios nos hablan del método con que Jesús formó a los Apóstoles, siempre destacan la relación de intimidad que estableció con ellos. Recordemos algunos pasajes:
* Marcos 3,13-15: “Subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios. Así instituyó a los Doce”;
* Mateo 9,36-10,1.5: “Al ver la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entones dijo a sus discípulos: ‘La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha’. Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia… A estos Doce, Jesús los envió”;
* Lucas 6,12-13: “Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles…”. Lc 9,1-2: “Convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades. Y los envío proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos”;
* Juan 15,14-16: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero”.

La certeza de que el Señor está presente en el Seminario, y que, por tanto, él es el primero e irreemplazable formador, dice a las claras cuál es su finalidad, y dónde han de
inspirarse los criterios de sus estatutos, su proyecto educativo, y toda la actividad que desarrollan los miembros que lo integran: formadores, seminaristas, profesores y demás personal.
La presencia del Señor en el Seminario nos dice que éste es ante todo una comunidad eclesial, y que él es Cabeza. El Seminario sin él sería una simple institución con rótulo eclesiástico, inepta para los fines que se propone. Pues ¿cómo formar a los pastores de la Iglesia sin una relación profunda y permanente con Jesús, el Pastor Supremo? ¿Cómo formarse pastor de la Iglesia fuera de una comunidad eclesial?
Y aquí surge una primera pregunta: ¿es así este Seminario?

 

I. Un Seminario nuevo para evangelizar una nueva época

La Luz del Concilio
3. Esto de “formar pastores” tiene mucha miga. Hace cuarenta y tres años, en 1965, cuando el Concilio tocaba a su fin, publicó el decreto Optatam Totius sobre la formación sacerdotal, una luz potente para reorientar la tarea del Seminario. A los que nos dedicábamos a él, nos llamaron la atención dos afirmaciones:
1ª) “que la deseada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo”, y que, por tanto, es preciso reconocer “la grandísima importancia de la formación sacerdotal” (OT, Intr.);
2ª) que “los Seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal”, y “toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de las almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor” (OT 4).
La primera frase nos resultó llamativa porque relacionaba la reforma conciliar con la renovación de los Seminarios. Y la segunda, porque explicitaba dónde poner el acento de esa renovación. Antes de dar a los Seminarios recomendaciones concretas para la formación sacerdotal, el Concilio perfiló de manera inequívoca el objetivo de los mismos: “formar verdaderos pastores de las almas a imagen de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor”.

4. Centrémonos en esta afirmación.
Puede sucedernos que hoy leamos esta afirmación como una frase de tantas, propia del estilo eclesiástico, un poco retórica, que le da un cierto color evangélico a un tratado básico sobre la organización de los Seminarios. Y no. La afirmación conciliar es programática. Encierra en germen todo lo que dice el documento, y es su clave de interpretación. No en vano el decreto conciliar continúa: “Por lo cual, todos los aspectos de la formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a este fin pastoral, y para conseguirlo han de esforzarse diligente y concordemente todos los superiores y profesores” (OT 4)1.

Antes de proseguir, sería interesante que ustedes expresasen por escrito qué entienden por estas afirmaciones conciliares. No lo haremos por la brevedad del tiempo. Pero sería interesante que lo escribiesen. Y que luego lo cotejasen con el pensamiento conciliar.

5. Nadie piense que en el viejo Seminario se dijese lo contrario de lo que dijo el Concilio. En él también estaba presente Jesús de manera especial, llamando, atrayendo, sugiriendo, obrando en el corazón de los seminaristas. Del viejo Seminario salieron legiones de pastores ejemplares. Y los dos mil quinientos Obispos que discutieron y votaron el documento conciliar. Pero, con ser tan obvio que la finalidad del Seminario es formar verdaderos pastores de almas, no se lo decía con esta claridad. El Concilio vino a decirlo en el momento justo.

Cambios significativos en la organización y vida del Seminario
6. ¿Por qué esa necesidad de clarificar los conceptos? La Iglesia antes del Concilio sabía lo que ella era. Pero en su marcha se encontró ante un gran foso que cortaba su camino: los enormes cambios culturales acelerados por la segunda guerra mundial. De haber seguido con el mismo paso, con el mismo grado de autoconciencia, le habría sucedido lo que a un caminante que, ante una circunstancia semejante, no tomase conciencia del foso que se abre delante de él y siguiese su camino. Se caería en él. Por ello la Iglesia se detuvo un momento (el Concilio), reflexionó sobre sí misma afirmándose sobre sus bases originales (la Escritura y la Tradición) y dio el salto hacia adelante (constitución dogmática Lumen Gentium).
Lo mismo aconteció con la formación sacerdotal. Sabía cuál era la finalidad de los Seminarios. Pero las nuevas dificultades obligaron a detenerse, tomar mayor conciencia de la misión a cumplir y saltar hacia delante (decreto Optatam totius).

7. A partir de la publicación del decreto conciliar, estalló un hervidero de iniciativas para concretar su propósito, que todavía no se ha detenido:
a) iniciativas a nivel de las Iglesias locales: diócesis y conferencias episcopales;
b) iniciativas a nivel de Iglesia universal: baste ver el cúmulo de documentos al respecto de la Santa Sede publicados en estos años2, especialmente la exhortación pastoral postsinodal “Pastores dabo vobis”, sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual (25-03-1992).
Que el cambio en los Seminarios ha sido muy grande, no cabe duda. Yo mismo, que algo de la marcha de los Seminarios he conocido, pues seguí de cerca su andar durante más de cincuenta años, desde 1957 hasta hoy: recién ahora, retirado de la carga episcopal directa, y viviendo en el ambiente apacible del Seminario de Buenos Aires donde me formé, tomo conciencia del gran cambio habido3. Posiblemente otros Obispos y Presbíteros mayores, si se encontrasen en mi situación, sentirían lo mismo.
¿Podemos evaluar lo acontecido en los Seminarios? No estoy en condiciones de hacerlo. Sólo daré impresiones y reflexiones, para que ayuden a una evaluación.

8. El gran cambio de los Seminarios se me hace patente en ciertas manifestaciones externas; sobre todo en:
a) la mayor cercanía del Obispo al Seminario y a los seminaristas;
b) el trabajo ordinario de los formadores en equipo, bajo la guía del rector, para programar y evaluar la marcha del Seminario y examinar el progreso de cada seminarista;
c) la asunción por parte de éstos de tareas de la vida del Seminario que antes eran cumplidas por empleados;
d) el Curso Introductorio o Propedéutico que, a modo de noviciado, introduce a los seminaristas en la vida del Seminario;
e) la modificación edilicia para favorecer la vida cotidiana en comunidades menores y el trato más personalizado con el formador y entre los seminaristas;
f) el diseño del proyecto educativo por etapas, con objetivos a alcanzar, medios a emplear y evaluación a realizar;
g) la práctica pastoral ordinaria fuera del Seminario los fines de semana y en las vacaciones; lo mismo que ciertas prácticas extraordinarias que ponen al seminarista en contacto con el mundo del dolor (Cottolengo, hospital de enfermedades infecciosas, cárcel), acompañados por sus formadores;
h) la implementación de períodos de formación, ordinarios y extraordinarios, fuera del edificio del Seminario;
i) la práctica, cada vez más difundida, del mes de Ejercicios Espirituales;
j) la consulta más amplia antes de la ordenación sobre la madurez del candidato, hecha incluso a miembros del Pueblo de Dios que no pertenecen al Seminario;
k) la implementación de la etapa del Diaconado fuera del mismo;
l) la frecuencia de trato de los seminaristas con sus familias, con los jóvenes de su misma generación, varones y mujeres, y con sus diócesis de origen en el caso de seminaristas que se preparan en Seminarios que están fuera de ella.

La tentación de comparar
9. ¿Todos estos cambios significan que ya hemos dado el salto del viejo al nuevo Seminario? Al menos manifiestan que aconteció un cambio muy importante. No temamos, sin embargo, reconocer que tal vez no hayamos asumido el Concilio plenamente en lo que se refiere a la formación para el sacerdocio ministerial. Que todavía no hayamos dado el salto del todo.
Siempre es así. Los israelitas pasaron el Mar Rojo. Pero no del todo. Liberados materialmente de la esclavitud de Egipto, tiempo después seguían espiritualmente esclavos, pues añoraban los ajos y cebollas y adoraban al Buey Apis. Los cristianos en el Bautismo morimos al pecado, pero no del todo. Seguimos pecando toda la vida.
Lo mismo acontece con el Concilio. No pensemos que, porque hayan pasado 43 años desde su conclusión, ya lo hemos asimilado. Deformaciones antiguas, que el Concilio quiso reformar, siguen vigentes hoy. Estos años son muy pocos en comparación con los siglos en los cuales se impusieron en la Iglesia modos de pensar la figura del Presbítero o de concebir su acción pastoral no conformes del todo a la verdadera tradición eclesial. Lo cual no significa que el Señor hubiese dejado de obrar en esos siglos por medio de los Presbíteros, muchos de los cuales han sido reconocidos oficialmente como santos. Además, no olvidemos que siempre permanecemos pecadores. Y que aun después de haber asimilado el Concilio, podríamos desdecirnos y obrar contra sus propósitos.

10. Aquí puede sobrevenir la tentación de comparar el nuevo Seminario con el de antes. Y en el caso de que algunas cosas no marchasen del todo bien, concluir imprudentemente que el antiguo era mejor.
Como sugerí antes, el viejo y el nuevo Seminario existen como realidades profundamente relacionadas. Sucede con ellos como con la Iglesia. La que hizo el Concilio no cayó del cielo. Es la misma de antes que, movida por el Espíritu Santo, sintió necesidad de él, y lo realizó, volviendo a las fuentes de la Santa Escritura y de la Tradición y considerando la situación del mundo a evangelizar. Lo mismo, con el nuevo Seminario. Éste fue pensado por los que vivieron el viejo, pero contemplando a Jesús Buen Pastor y considerando más atentamente la misión a cumplir en el mundo.
Repito: en el viejo Seminario estaba presente Jesús, como lo está presente en el nuevo. Por eso agradezco de corazón al Señor por el Seminario que tuve. Y, a la vez, afirmo que no lo quiero para los seminaristas de hoy. Para los de hoy quiero el Seminario del Concilio.

 

II. Cuestionamientos evangélicos al nuevo Seminario

Llamado a la conversión
11. Esto no significa que no se le puedan dirigir cuestionamientos al nuevo Seminario. Incluso, se los debemos hacer a la luz del Evangelio y desde el Concilio. El llamado a la conversión es un elemento constitutivo de toda comunidad eclesial. ¿Acaso el Señor, en el Apocalipsis, no llama reiteradamente a la conversión a los pastores de las siete Iglesias?4. La Cuaresma, que estamos celebrando, ¿no es el llamado anual a la conversión? La Eucaristía cotidiana del Seminario ¿no comienza por un llamado a ella? Un Seminario que se sintiese eximido del llamado a la conversión, sólo formaría pastores arrogantes como los doctores de la Ley que se opusieron a Jesús.
Por ello preguntémonos, con humildad y el corazón abierto, si el Seminario de hoy, nuestro Seminario, responde a la voluntad de Dios, manifestada por el Concilio, de que en él se formen verdaderos pastores.Y, más concretamente, si yo, miembro de este Seminario, respondo a lo que el Señor quiere.

Primer cuestionamiento: sobre la formación pastoral integral
12. Un primer cuestionamiento parte de cómo comprendemos las afirmaciones conciliares sobre la formación pastoral entendida como formación integral: “formar verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo”, “todos los aspectos de la formación… han de ordenarse conjuntamente a este fin pastoral”.
Con ser palabras tan claras, tal vez suceda todavía – no lo puedo afirmar – que se bastardee el significado del término “pastoral”, como si fuese sinónimo de “espontáneo”, no programado”, “no intelectual”, incluso de “antiintelectual”. Digo “tal vez todavía”, porque hubo un tiempo en que la palabra “pastoral” fue una máscara con que algunos seminaristas cubrían su cobardía en el seguimiento de Jesús Buen Pastor: “A mí no me importa mucho el estudio porque yo me dedico a la pastoral”.
Pero aun sin caer en esa falsa comprensión, que confío haya desaparecido, ¿no sucede tal vez que se olvida la integridad del decreto conciliar y se concentra la atención en el penúltimo capítulo dedicado a la “formación estrictamente pastoral” (OT 19-21)?¿Incluso, no sucede tal vez que se presta atención casi exclusiva a un solo punto de ese capítulo, el que trata de la práctica pastoral fuera del Seminario?
Si así fuese, se desnaturalizaría el ideal del Concilio. Y su intuición profética de un Seminario nuevo para formar verdaderos pastores para tiempos suevos derivaría en un sucedáneo sólo capaz de formar “managers pastorales”, pero nunca pastores.
13. La formación pastoral específica – “stricte pastoralis”, dice el título del capítulo VI del decreto Optatam totius -, es fundamental para el logro del propósito conciliar de formar verdaderos pastores. Sin esta dimensión de la formación, las demás dimensiones (espiritual, humana, intelectual) quedarían truncas.
Debe estar basada en una sólida Teología Pastoral, que reflexione la acción pastoral de la Iglesia a la luz de la acción pastoral de Cristo, que es humano-divina, y abarca el amplio arco de la palabra, el culto y el pastoreo.
Aquí corresponde una pregunta importante: ¿cuánto ha crecido la Teología Pastoral en nuestros Seminarios? En los años previos al Concilio prácticamente no existía. ¿En qué consiste hoy? ¿Se la concibe como una unidad teológica específica? ¿O sólo como un cúmulo de cursillos sobre cuestiones pastorales, tal vez interesantes, pero inorgánicos?
14. No menos fundamental es la práctica pastoral durante los años del Seminario. Se inspira en el ejemplo de Jesús que, mientras formaba a sus Apóstoles, los enviaba a misionar a las ovejas perdidas del pueblo de Israel (cf Mt 10,5-42). Prescrita ahora por el Concilio5, es un dato imprescindible para el logro de su propósito de formar verdaderos pastores”.
¿Se tiene conciencia del valor pedagógico de esta práctica? ¿Está asumida seriamente dentro de la formación integral del futuro pastor? ¿Los formadores la guían y evalúan directamente? ¿O se la reduce a pasar el fin de semana fuera del Seminario, con cierto tinte pastoral?
15. Estas y otras preguntas sobre la formación pastoral del futuro Presbítero, yo no sé responderlas, pues no estoy en condiciones de hacerlo. Pero no puedo dejar de formularlas. Y todo Seminario se las debe plantear con valentía.
Quizá sería conveniente que la reflexión sobre “La Formación Pastoral”, comenzada este año por la OSAR en el Encuentro Anual de Formadores de Seminarios, en Paraná (28 enero-1 febrero), continuase durante otros Encuentros. Sería una manera óptima para ayudar a un discernimiento sobre la formación pastoral de los Seminarios que los Obispos deberíamos hacer pronto, con la ayuda de los Formadores.

Segundo cuestionamiento: teología incompleta del sacerdocio ministerial
16. Un segundo cuestionamiento surge de la teología del sacramento del Orden. Y no me refiero a la teología académica que se imparte en las clases de Sacramentos, sino a la que reina en el ambiente del Seminario y de la Diócesis. ¿Está insertada dentro del gran marco conciliar de la “teología de comunión”?
En este punto me animo a formular una crítica. Los Seminarios, en general, padecen en esto la rémora que sufre toda la Iglesia. La teología y la praxis del sacramento del Orden Sagrado son deudoras todavía de una teología y espiritualidad que, por largos siglos, privilegió al Orden presbiteral en desmedro del Orden episcopal y del Orden diaconal. Y centró toda la reflexión teológica acerca del Orden sagrado y la praxis pastoral de la Iglesia en torno a la figura del Presbítero. Y éste considerado no como miembro del segundo de los tres Órdenes sagrados, sino como individuo sacro casi absoluto. Se olvidó la figura del Diácono. Se avasalló la figura del Obispo, hasta negarse la sacramentalidad del Episcopado. Si bien al subrayarse el poder sacramental que recibe el Presbítero de confeccionar el Cuerpo de Cristo se destacó un dato esencial para comprender su misterio, se olvidaron datos muy importantes íntimamente relacionados con él, de los cuales no se puede prescindir sin falsearlo. A saber:
a) que el sacramento recibido por un Presbítero introduce “sacramentalmente” en el segundo Orden del ministerio sacerdotal; es decir, en un cuerpo, o hermandad, unida sacramentalmente al primer Orden de los Obispos y al tercer Orden de los Diáconos. Son muy pocos los que saben por qué el sacramento del Orden se llama así, y que esta palabra dice pertenencia a un cuerpo6;
b) que, por tanto, la celebración de la eucaristía por parte de un Presbítero, como también de los demás sacramentos, es lícita, e incluso válida, sólo cuando es realizada como “concelebración espiritual”, es decir, en comunión con el Obispo y los demás Presbíteros;
c) que lo mismo vale del resto del apostolado ejercido por éstos. Si bien éste es multiforme en su práctica7, por su naturaleza es unitario, y sólo puede ser ejercido en comunión y para fomentar la comunión eclesial, que ha de ser afectiva y efectiva. Recordemos una afirmación luminosa de la exhortación apostólica Pastores dabo vobis: “El ministerio ordenado tiene una radical ‘forma comunitaria’ y puede ser ejercido sólo como ‘una tarea colectiva’”(n° 17);
d) que la palabra “Sacerdote”, aplicada durante los primeros siglos exclusivamente al Obispo, y que pasó luego a designar al Presbítero, no debe opacar la riqueza de significado de la primitiva palabra “Presbítero”. Esta debe ser rescatada en su doble sentido, comunitario y personal: * como miembro del Presbiterio o senado diocesano, que colabora con el Obispo en la conducción pastoral de la Iglesia; ** como anciano, persona sabia de las cosas del Evangelio, en el que brilla la prudencia y el don del consejo;
e) que la bella definición “alter Christus”, con que popularmente se honró al Presbítero, debe ser entendida en sentido análogo, según explica San Agustín que en todo ministro ordenado actúa Cristo: “¿Pedro bautiza? Cristo bautiza. ¿Judas bautiza? Cristo bautiza?”. Y, por tanto, no debe inducir al culto de la personalidad, ni a fomentar el clericalismo.

17. Una pregunta se impone: ¿cómo, desde los años del Seminario, hacer carne una teología del sacramento del Orden en la clave conciliar de la comunión? ¿Y ello, no sólo con clases más iluminadoras, sino con gestos de vida?
Una manera muy sencilla y eficaz sería inducir a los seminaristas a que, cuando sean Presbíteros, recen el Oficio de las Horas junto con su compañero sacerdote, al menos una vez al día. Es una manera simbólica de profesar la fe y el amor a Cristo, y que es él quien nos une en el Orden sagrado para pastorear a su Pueblo.

Tercer cuestionamiento: el subjetivismo de la cultura postmoderna
18. Un tercer cuestionamiento surge de algunas características negativas de la cultura posmoderna, de la que provienen los candidatos al sacerdocio ministerial. No me detendré en su descripción. Asumo la que propone la exhortación postsinodal Pastores dabo vobis8. Señalo en especial lo que ella dice sobre el subjetivismo juvenil: “En el ámbito de la comunidad eclesial, el mundo de los jóvenes constituye, no pocas veces, un problema”, sobre todo por “una fuerte tendencia a la concepción subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y condicionada a la vida y a la misión de la Iglesia” (n° 8).

19. Hemos de prever que el nuevo subjetivismo cultural, del que provienen los candidatos, sumado al viejo subjetivismo teológico-pastoral, que todavía endiosa al sacerdote-individuo, si no se curasen a tiempo, podrían formar un cocktail mortal para la salud espiritual y pastoral del sacerdote, y para la comunión de la Iglesia y su misión en el mundo. Más que pastores que edifican la comunión y promueven la misión, los Seminarios formarían agentes pastorales que poco se diferenciarían de muchos pastores de cultos evangélicos que pululan en los suburbios de nuestros pueblos y ciudades.

20. Las heridas que nuestro subjetivismo de pastores causan a la comunión y misión de la Iglesia son sufridas por el Pueblo de Dios. Éste muestra su malestar y reclama por ello cada vez más. Las consultas para trazar las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización y su actualización, Navega mar adentro, recogieron el eco de esos reclamos. Por ejemplo:
1ª) en las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización, se habla de:
a) “las divisiones eclesiales que crean evidente escándalo en la comunidad cristiana” (n. 35a);
b) “personalismos exagerados” (n. 43d);
c) además de otras carencias y defectos denunciados, que implican en especial a los pastores (cf. nn. 43-44 sobre la Parroquia);
2ª)en“Navega Mar adentro” se dice: “La Consulta a las Iglesias particulares y comunidades cristianas nos advierte que, por momentos, se vive en el seno de nuestras comunidades una cierta incapacidad para trabajar unidos, que a veces se convierte en una verdadera disgregación” (n. 46).
Llama la atención el poco eco que estas quejas han tenido en los Presbiterios, lo mismo que en los Seminarios. No conozco ninguna jornada o conferencia, que las haya asumido como tema de reflexión. Aunque los problemas de las divisiones eclesiales no son causados exclusivamente por Presbíteros, sin duda que entre ellos (seculares y regulares) están los primeros responsables, pues tienen las riendas inmediatas de la pastoral.

Cuarto cuestionamiento: la formación para el ministerio de la Palabra
21. Un cuarto cuestionamiento surge de la preparación para el ministerio de la Palabra que se da en el Seminario.
Al diseñar las funciones de los Presbíteros en el decreto Presbyterorum Ordinis, el Concilio nombra a este ministerio en primer lugar. Lo dice con una frase que, en aquel entonces, también llamó mucho la atención: “El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo, (“primum habent officium Evangelium Dei omnibus evangelizandi”), para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc. 16, 15). Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: «La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio que poseen en el Señor” (PO 4).

Recogiendo el desafío anterior (“Presbyteri primum habent officium Evangelium Dei omnibus evangelizandi”), el decreto Optatam totius, al abordar la formación de los futuros Presbíteros, dice que los alumnos “han de prepararse para el ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres”.Y luego agrega la preparación para los otros ministerios: “(han de prepararse) para el ministerio del culto y de la santificación: que, orando y celebrando las funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos; para el ministerio pastoral: que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que, «no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención de muchos» (Mc., 10,45; Cf. Jn., 13,12-17), y que, hechos siervos de todos, ganen a muchos (Cf. 1 Cor., 9,19).” (OT 4).

22. Ambos documentos conciliares nombran, en primer lugar, al ministerio de la palabra y su preparación para el mismo. Así es el orden de la pedagogía de la fe.
¿La preparación para este ministerio ocupa también el primer lugar en la pedagogía del Seminario?

23. En esta materia del ministerio de la Palabra, surgen otros interrogantes a partir de las recomendaciones prácticas del Concilio, en particular sobre la preparación para la catequesis y para la predicación: “La preocupación pastoral que debe informar enteramente la educación de los alumnos exige también que sean instruidos diligentemente en todo lo que se refiere de manera especial al sagrado ministerio, sobre todo en la catequesis y en la predicación”9.
“De manera especial”,“praesertim”, dice el Concilio. ¿Es así en nuestro Seminario?

24. No es el momento de evaluar si a partir del Concilio hubo, por parte de los Presbíteros, un progreso significativo en cuanto al ministerio de la Palabra. Ni de preguntar cómo éstos preparan la homilía dominical, cuál es la calidad de la misma, cómo la aprecia el pueblo de Dios, etc. Ni sobre ningún otro ministerio de la Palabra cumplido por los Presbíteros. Confío que la próxima Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuyo tema es “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”, ayude a reflexionar sobre ello.
Pero es el momento de preguntar cuál es la conciencia que se tiene en los Seminarios sobre la preparación de los seminaristas para cumplir mañana como Presbíteros “la obligación principal de anunciar a todos el Evangelio de Cristo”.
¿Cómo se implementa en ellos la educación para transmitir de la Palabra de Dios?

25. Debo confesar que, con respecto a este último punto, tengo serias dudas que los Seminarios, en general, estén a tono con lo que pide el Concilio. En mis veintiséis años de episcopado activo he detectado algunos síntomas que, aunque debería estudiarlos más atentamente, me hacen prever un diagnóstico reservado. Así:
a) cuando interrogué a los formadores de diversos Seminarios sobre la preparación de los seminaristas al ministerio de la Palabra, me respondieron invariablemente con una larga lista de actividades, la mayoría de las cuales respondía a la comprensión de la Palabra de Dios, – lo cual está muy bien -, pero casi ninguna miraba a su transmisión;
b) fueron escasos los seminaristas que, interrogados por sus preferencias pastorales, señalaron la predicación;
c) excepto algunos seminaristas religiosos, no conocí seminaristas diocesanos que ejerciesen la catequesis de manera orgánica;
d) la institución del lectorado no comporta una especial capacitación del seminarista para hacer la lectura litúrgica de la Biblia: con inteligencia del texto, con fe y amor, y con la voz adecuada; ni tampoco para las demás tareas pastorales sugeridas por el Pontifical Romano;
e) a pesar del mayor manejo de la tecnología, no conocí seminaristas que la aprovechasen para estudiar su voz, detectar sus defectos y perfeccionarla;
e) no ha sido infrecuente encontrar seminaristas que no supiesen redactar una carta;
f) los viejos recursos propios del estudio de las Humanidades en el Seminario Menor para incentivar en los seminaristas la capacidad de exponer el mensaje del Evangelio, oralmente y por escrito, han sido abandonados y no han sido suplantados por otros más adecuados; etc.

26. Si estas observaciones resultasen ciertas, ¿no se estaría afectando seriamente la capacidad real de nuestros Seminarios de formar verdaderos pastores? De hecho, los Presbíteros que hoy son buenos escritores y conferenciantes pareciera que son menos que ayer. Y no pareciera que abunden los buenos predicadores.
Mi temor se acrecienta porque trasmitir la Palabra de Dios no pareciera, en general, que fuese una preocupación de los responsables de la Iglesia. Desde mi ordenación presbiteral, hace casi cincuenta y cinco años, no recuerdo una sola reunión en la que Presbíteros y Obispos hayamos reflexionado sobre la predicación. Suponemos que predicamos bien. Pero la gente se queja mucho. Tampoco la reciente Conferencia general del Episcopado latinoamericano, en Aparecida, dedicó un párrafo especial a la “predicación” y a la “homilía”, ni tampoco a la lectura litúrgica de la Santa Escritura. Son términos prácticamente ausentes en el índice de materias.

Quinto cuestionamiento: la figura del presbítero, pastor y célibe
27. Un quinto cuestionamiento surge de la figura eximia del candidato al Presbiterado que busca la Iglesia de Occidente y algunas Iglesias orientales: que sea presbítero (“anciano”), pastor y célibe. En estas Iglesias no se puede hablar de vocación pastoral del Presbítero sin hablar de su vocación celibataria como “conditio sine qua non”.
Para decirlo sin vueltas, la Iglesia busca un candidato en quien, además de una gran madurez humana y espiritual (“presbítero”, anciano, sabio), se conjuguen armoniosamente dos vocaciones: la consagración exclusiva a Dios, mediante el celibato libremente abrazado, y la consagración total al ministerio apostólico en el Orden del Presbiterado.

28. Si bien no se suele hablar de una doble vocación conjugada en un solo sujeto, de hecho es así. Lo sugiere el Concilio cuando, al hablar sobre el celibato de los Presbíteros, distingue entre éste y el Presbiterado:
“(La perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos) no es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados”…
“Este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado”(PO 16).
Lo mismo hace la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, cuando explica la ley del celibato eclesiástico:
“Este Sínodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocación a la castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepción en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino” (n.29).

29. La ley del celibato no consiste en que al Presbítero una vez ordenado se le impone arbitrariamente guardar el celibato. Consiste, más bien, en que la Iglesia se obliga a sí misma a conferir el Presbiterado sólo a hombres que, además de las otras cualidades necesarias, hayan abrazado libre y perpetuamente el celibato. Lo cual no deja de obligar también al Presbítero. Cuando es candidato, lo obliga a verificar en sí la existencia de ese don y a manifestarle a la Iglesia con humildad y sinceridad, sin engaño, “que ha recibido de Dios el don de la vocación a la castidad célibe”, y que su “celibato (ha sido) libremente escogido a perpetuidad”. Y, una vez ordenado Presbítero, lo obliga a guardarlo, con la gracia de Dios, mediante la oración y un estilo de vida acorde con ese don y con el Orden sagrado recibido.

30. No podemos desconocer que el candidato al Presbiterado hoy proviene de una cultura totalmente distinta y opuesta a la que hemos respirado los de mi edad. Sobre todo, en lo que a la toca a la sexualidad: la liberación sexual, el erotismo desenfrenado de los medios, la difusión de las relaciones sexuales entre los jóvenes, la iniciativa de la mujer en proponer el acto sexual, la ridiculización de la virginidad, el elogio de toda forma de sexualidad entre los mayores, etc. La misma Iglesia, que tanto cuestiona la banalización de la sexualidad, se ha visto seriamente afectada en esta materia: escándalos sexuales de clérigos, incluso encumbrados al episcopado, que han conmovido a la opinión pública; juicios multimillonarios a ciertas diócesis norteamericanas por el crimen de la pedofilia; la resonancia que todo ello tiene en la opinión de los fieles, etc.

31. Aquí surgen no pocas preguntas. ¿El candidato al Presbiterado tiene conciencia clara de la doble vocación a que hemos aludido? ¿Y que las dos deben confluir en él? ¿Reina claridad en el ambiente eclesial? ¿O se interpreta la ley del celibato de un modo burdo? “Vos tenés vocación sacerdotal. Seguí adelante. Y rezá mucho, que Dios te va a dar la gracia de guardar la ley del celibato. Y si a veces fallás, está el sacramento de la Confesión”.”¿Cómo el ambiente erotizado repercute en la formación del seminarista actual? ¿Lo induce, quizá, a abrazar el falso ideal de la doblez de vida? ¿A desconectar, en su personalidad, la esfera pública (el ejercicio del ministerio pastoral) de la esfera privada (la guarda del celibato)? ¿Se mira su infracción con ligereza sacrílega? “Yo ejerzo mi derecho a la libertad cristiana y así anticipo proféticamente la situación que los demás Presbíteros vivirán mañana”.

Sexto cuestionamiento: la crisis de la oración personal
32. Un sexto cuestionamiento surge del hábito de la oración necesario para ser Presbítero y para ser célibe.
Los Evangelios muestran que el ministerio apostólico de Jesús y sus jornadas de trabajo pastoral estaban enmarcadas entre largos momentos de oración personal, realizada en lugares y momentos adecuados: cf. Mt 14, 23; Mc 1,35; Lc passim.
No cabe duda que el ministerio del Presbiterado, y el tipo de candidato célibe que la Iglesia busca para conferirlo, suponen que éste haya adquirido un sólido hábito de oración personal, a imagen de Jesús. El cultivó no sólo la oración comunitaria en la sinagoga o en el templo. No fue un monje, pero cultivó la oración personal, “a solas”, (“katá mónas”: Lc 9,18). Si bien esta oración es cultivada en la Iglesia de manera especial por el monje, es necesaria para todo cristiano, y muy especialmente para uno llamado a ser verdadero pastor.

33. ¿Es así también en los candidatos al Presbiterado? ¿Poseen este criterio para discernir el momento en el cual pedir la admisión a las Sagradas Órdenes y la Ordenación diaconal y presbiteral?
La importancia de este criterio de discernimiento es grande, pues no podemos olvidar que el Seminario nuevo vive en una Iglesia que todavía no se ha recuperado de la gran crisis de la oración personal que se sufre desde antes del Concilio.
¿Sabe el seminarista que, al dejar el Seminario, la práctica de la oración personal sufrirá necesariamente un desajuste? ¿Y que su primera preocupación fuera del Seminario habrá de ser encontrar para ella el tiempo y el lugar adecuados? ¿Y que la misma preocupación habrán de tener en todo nuevo destino pastoral?

 

III. El paso del Seminario a la vida presbiteral

34. Un séptimo cuestionamiento es el que surge del paso del Seminario a la vida presbiteral. Esto merece un tratamiento especial. Podemos distinguir tres cuestiones: a) si el ejercicio del ministerio presbiteral es fuente de santificación; b) si el Seminario prepara para la vida presbiteral, sea en cuanto al ejercicio del ministerio, sea en cuanto al estilo de vida a llevar; c) si el paso de una vida a otra es el adecuado.

El ejercicio del ministerio presbiteral como fuente de santificación
35. En cuanto a lo primero: el Concilio concibe la santificación del Presbítero en íntima relación con el ejercicio de su ministerio presbiteral. Éste es visto como una fuente siempre viva para su santificación, y no como un peligro, de la misma manera que para los demás cristianos lo es vivir y realizar los deberes de su propio estado conforme al Evangelio. La cuestión que puede plantearse es si desde el Seminario se tiene conciencia de la capacidad del Presbiterado para la propia santificación. La enseñanza conciliar es luminosa al respecto:
* “(Los Presbíteros), ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia, se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que ejercitan en unión con el obispo y con los presbíteros” (PO 12);
* “Los Presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función” (PO 13);
* “(Los Presbíteros), desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad” (PO 14).
En esta línea, recomiendo leer, en el decreto Presbyterorum Ordinis, los n°s 12-14, dedicados a la vocación de los Presbíteros a la perfección. Igualmente, los párrafos de la exhortación apostólica Pastores dabo vobis dedicados a la vocación específica del Presbítero a la santidad, n°s 19-20, a la caridad pastoral, n°s 21-23, y a la vida espiritual en el ejercicio del ministerio, n°s 24-26.

El Seminario y la preparación para la vida y el ejercicio del ministerio presbiteral
36. En cuanto a lo segundo, si el Seminario prepara para la vida presbiteral: hay que distinguir entre preparación remota y próxima.
En cuanto a la preparación próxima, lo trataré luego. En cuanto a la preparación remota,  no me cabe duda que el Seminario prepara. Por ello aconsejo ser muy cautos en aceptar críticas indiscriminadas. Por ejemplo: a) “en el Seminario no les enseñan a hacer el expediente matrimonial” (un párroco); b) “en el Seminario nunca nos enseñaron sobre el celibato” (un seminarista).
Cuando un párroco afirma que “no les enseñan esto o aquello”: no se ha de olvidar que el Seminario sólo puede iniciar al seminarista, darle una teoría, proporcionarle una práctica mínima. No puede hacer del seminarista un apóstol acabado. Lo mismo sucede en todo trabajo y profesión. A manejar un coche se aprende manejándolo. A hacer una cirugía se aprende haciéndola.

37. La misma prudencia conviene tener cuando los seminaristas y ex alumnos afirman “nunca en el Seminario nos hablaron de tal tema”, sea de espiritualidad, de pastoral, o de la situación que fuere en la Diócesis o en la sociedad. Sin negar las deficiencias que todo Seminario tiene como institución humana, éste suele dar con creces los elementos que a veces luego los seminaristas y ex alumnos niegan haber recibido. Y no lo hacen mintiendo. Con frecuencia se les ha expuesto ampliamente el tema que dicen desconocer, pero entonces no eran capaces de captar su significado. O no tuvieron el tiempo necesario de asimilación. Es como si nunca lo hubiesen escuchado. Nos ha pasado a todos. El camino que recorre el Seminario como institución no coincide plenamente con el que recorre cada seminarista. Uno es exterior, el otro es interior.

¿El actual paso del Seminario al Presbiterado es la manera conveniente?
38. En cuanto a lo tercero, si el paso de una vida a otra es el adecuado: este es el punto decisivo del cuestionamiento. Tiene una relativa complejidad y conviene analizarla con más atención.

Un stress inevitable
39. Todo cambio de vida produce en el sujeto un desacomodo del estado anterior y le exige un proceso de acomodación a las nuevas condiciones. De allí, un stress inevitable. Lo sufre el que se casa. Hasta ayer era novio. Hoy es esposo y pronto será padre. Lo sufre el profesional. Ayer era estudiante de medicina. Hoy atiende un consultorio o está en el quirófano como responsable de la salud de los pacientes. Lo mismo le acontece al joven Presbítero. Hasta ayer era el seminarista simpático. Hoy es el pastor que debe responder a los requerimientos más diversos y perentorios.

Un stress desproporcionado
40. Sin embargo, al comparar la situación del joven Presbítero con la de los jóvenes profesionales, se advierte que éste se ve enfrentado, casi de golpe, a un cúmulo de tareas dispar y complejo como tal vez no se dé en ninguna profesión: la atención a un moribundo, la preparación de la homilía dominical, la solución de un problema laboral en el colegio parroquial, la visita a las capillas más alejadas de los barrios y del campo, la preparación de los catequistas, el estudio de un problema social para cuya solución se le pide un consejo o una intervención, la preparación de la reunión del clero zonal, el retiro de los adolescentes previo a las Confirmaciones, la atención personalizada de la gente en el confesionario y en el despacho parroquial, la supervisión de las finanzas parroquiales, la visita domiciliaria a los enfermos, la atención a los diversos grupos parroquiales, etc. Sin contar el bombardeo de cuestiones de orden moral que cada día le llega por los medios y que lo obligan a formarse un juicio para poder opinar, o bien de cuestiones relativas a la vida de la Iglesia, a veces conflictivas, muchas veces deformadas por la lente periodística. Todo ello se traduce en stress.

41. Además, el joven Presbítero goza de una libertad extrema. También en esto pocos profesionales se le pueden comparar. Estos tienen el control natural de la propia familia con sus demandas, un horario a cumplir, un jefe a quien rendir cuentas. El joven Presbítero prácticamente no debe dar cuenta a nadie. Y esto, si bien ofrece muchas posibilidades de crecimiento humano y espiritual, también puede fomentar la dispersión de la persona. Lo cual también repercute en el stress.

42. Además, subyace en el ambiente el mito, traído por los abuelos inmigrantes, de que el Presbítero estudia mucho y lo sabe todo. Y aunque ningún clérigo afirme hoy tal cosa, el inconsciente del seminarista y del joven Presbítero es permeable al mito, y muchas veces actúa como si lo supiese todo. Lo cual multiplica las situaciones de equivocación, y ello también acrecienta el stress.

43. El stress que sufre el joven Presbítero tiene, pues, características especiales que lo distinguen del que se sufre en el inicio de cualquier otro trabajo y profesión. Así es al menos en las diócesis del Interior, con poco clero, (y son muchas), donde el joven Presbítero asume pronto las responsabilidades de Administrador parroquial o de Párroco. Por más buena voluntad que se ponga, y a pesar de la práctica pastoral de los fines de semana que realizó durante el Seminario, el joven Presbítero no está preparado para ello.

Adolescencia y Presbiterado
44. Existe, además, el fenómeno universal de la prolongación de la adolescencia, que se observa en los jóvenes. Y que también afecta a los seminaristas y jóvenes Presbíteros.
Ésta se traduce en la inmadurez del joven para asumir su vida. Con la preparación tenida puede realizar bien esto o aquello, y hasta llegar a ser un joven “exitoso” en su profesión. Pero no es capaz de asumir su vida en su integridad. Rehuye de las responsabilidades mayores. Y, cuando sobrevienen dificultades, en vez de enfrentarlas, escapa de ellas. No sabe mantenerse en un propósito largamente madurado, ni asumir su matrimonio, ni la educación de sus hijos, etc.

45. Esta situación, que es grave en cualquier joven que pase de los veinticinco años, se torna crítica cuando se da en un joven Presbítero. Adolescencia y Presbiterado son términos antagónicos. “Presbiterado”, dice madurez, sabiduría de la vida, virtud de la prudencia, don del consejo, perseverancia en el buen propósito, capacidad de soportar contradicciones.
Además, cabe advertir que la palabra “Presbítero” nunca tuvo peso en nuestro medio. No se sabe lo que significa. Sirve sólo para encabezar una correspondencia a un clérigo que no pertenezca a una congregación religiosa. Pero no suele inspirar a los formadores y al Obispo como criterio de discernimiento para la Ordenación de los candidatos. Nunca escuché de los formadores la pregunta “¿este sujeto es ya presbiterable?” Ni tampoco inspira a los seminaristas para plasmar su espiritualidad.

46. Por todo lo visto, la pregunta formulada arriba, si “¿el actual paso del Seminario al Presbiterado es la manera conveniente?”, tiene una respuesta negativa. No es la conveniente.
¿Qué hacer entonces?
* ¿Agregar años de Seminario previos a la Ordenación? Por lo general, esto no serviría de mucho. Y hasta podría resultar negativo. En vez de mostrar la tarea pastoral como fuente de alegría y de plenitud humana, la mostraría como una tarea ciclópea que espantaría.
* ¿Organizar iniciativas de formación permanente en los años posteriores a la Ordenación presbiteral? Éstas son necesarias como en toda profesión humana, pero no se les puede pedir lo que no pueden dar. Éstas no pueden hacer “presbiterable” a un sujeto cuando fue ordenado siendo un adolescente.
La pregunta vuelve: ¿qué hacer, entonces?

La “carrera”
47. “¿Qué carrera hacés?”. Es (o era) una pregunta muy común entre los jóvenes universitarios. Con esa palabra se designa a veces una meta burda: “¿qué profesión elegiste para hacer plata?”. Así empleada, la palabra “carrera” suena al lunfardo “curro”. Y es despreciable. Pero muchas veces se la emplea en su sentido más noble, y designa el camino elegido a correr (carrera) a fin de servir mañana al prójimo y construir la propia vida.
La vida humana y todo servicio al prójimo es una carrera, que va de etapa en etapa. Con esta conciencia, el hombre inventa maneras convenientes para “mantenerse en carrera”, de modo que una etapa recorrida lo prepare para la próxima, y así garantizar el éxito: la carrera administrativa, el escalafón militar, la residencia médica, etc. No se llega de golpe a general de ejército, ni a director de hospital.

¿“Carrera eclesiástica?”
48. En la Iglesia hoy no nos gusta hablar de “carrera eclesiástica”, por las connotaciones mundanas que tiene la palabra: dinero, honores, títulos Pero la carrera eclesiástica, como camino a recorrer para servir al Pueblo de Dios y prepararse a asumir servicios apostólicos cada vez mayores, existe en germen desde el tiempo de los Apóstoles. Los tres Órdenes sagrados: diaconado, presbiterado, episcopado, constituyen la carrera eclesiástica fundamental, que quedó plasmada a comienzos del siglo II. La misma, como vimos, fue deformada luego por una mala teología sacramental, que concentró todo en el Presbítero, a quien llamó sacerdote. Y llegó casi a suprimir el Diaconado y el Episcopado.
Dicha carrera fue enriquecida en los primeros siglos con diversos ministerios, algunos comunes a todas las Iglesias, y otros propios de algunas adaptados a sus necesidades, que, con el andar del tiempo y hasta el Concilio, se llamaron Órdenes Menores.

¿Cuál es la realidad actual de ese camino?
49. Éstas, antes del Concilio, habían quedado reducidas a una mera formalidad canónica y litúrgica. Toda la importancia quedaba atrapada por la Primera Tonsura y el ingreso al estado clerical. Casi sonaba ridículo lo de ser “ostiario” (portero) y “exorcista”. El subdiaconado se concentraba en la asunción de la obligación del celibato y el rezo del Oficio divino. El Diaconado, en portar la estola cruzada y exponer el Santísimo en la capilla del Seminario. El Presbiterado se recibía casi siempre en la Iglesia del Seminario. Enseguida después de la ordenación sacerdotal, el Ordenado salía, hecho y derecho, a la cancha apostólica.

50. El Concilio dio algunas pocas orientaciones que podrían servir para renovar este camino: a) abriendo el Diaconado a hombres casados para la Iglesia latina; b) ponderando el oficio del catequista. Pablo VI, de acuerdo con el Concilio, dio algunos pasos para esta renovación con la constitución apostólica “Pontificalis Romani” (15-08-1971), y con las cartas apostólicas “Ministeria quaedam” y “Ad pascendum” sobre el diaconado, ambas del 15-08-1972. Sin embargo, no ha tenido concreción entre nosotros la sugerencia de Ministeria quaedam sobre otros posibles ministerios: “nada impide que las Conferencias episcopales pidan a la Sede Apostólica la institución de otros (ministerios) que por razones particulares crean necesarios o muy útiles en la propia región”.

51. De hecho, aunque el Seminario actual es muy distinto del de antes, no es distinta la manera de promover al Presbiterado. El formalismo anterior en cuanto a los ministerios y al Diaconado sigue vigente. Lo único que importa de veras es llegar cuanto antes al Presbiterado. Es lo que le importa a todos: al candidato, a sus compañeros de curso, a sus familiares y amigos, al clero, al Obispo. Los Obispos seguimos realizando dicha promoción con los mismos criterios prácticos de antes del Concilio: el final de los estudios, la necesidad de proveer las parroquias, la presión de la opinión eclesial – en especial del clero – que es tributaria de los criterios antiguos.
A veces los Obispos organizamos el ejercicio del Diaconado fuera del Seminario por un tiempo, un año, dos a lo sumo, pero no siempre con la seriedad necesaria, para que el sujeto ejerza de veras el Diaconado y vaya creciendo. A veces su ejercicio es desnaturalizado, pues se lo organiza como un período de prueba, “a ver si salta la liebre”. Y, cuando así fuere, “mandarlo al sujeto a casa, total Roma concede fácil la dispensa a un Diácono”. Un Diaconado ejercido así, no sirve para nada: ni “para que salte liebre”, ni para que el candidato crezca en su “presbiterabilidad”.
Seguimos siendo deudores de la teología “presbiteriano-sacerdotal” que imperó durante quince siglos. Y también de la concepción tridentina del Seminario como instrumento único de la formación al Presbiterado. Se supone que el seminarista que pasa por él, al egresar, ya es “presbiterable”. Y si cuando sale del Seminario, no sale ordenado al menos de Diácono, debe soportar preguntas molestas que lo desorientan: “¿Y? ¿Cuándo te ordenás? ¿Por qué el Obispo no te ordena?”¿Te han demorado la ordenación?”

52. La “presbiterabilidad” de un sujeto exige un camino previo de maduración, espiritual y pastoral, acorde con el sacramento a recibir, con el ministerio presbiteral a ejercer y con el estado de vida a abrazar. Un camino que sea más progresivo y verdadero que el practicado actualmente, que se tome en serio el ejercicio de los ministerios y del Diaconado fuera del Seminario. Y no temer que ello sea durante años. Sería una vuelta a la auténtica tradición.
Valdría la pena que, en espíritu de oración, los Obispos y los Presbíteros nos pusiésemos a pensar sobre ello.

 

Otros cuestionamientos a hacer desde “la ley de la encarnación”
53. Habría otros cuestionamientos a formular, teniendo en cuenta la complejidad del ministerio presbiteral para el cual debe preparar el Seminario. Podría resumirlos todos bajo “la ley de la encarnación”. Hoy sólo los enumero:
a) el ejercicio del Presbiterado no se da al margen de la historia de la propia Diócesis. Por lo mismo, al ordenarse e incardinarse en una Diócesis, el Neopresbítero recibe una herencia pastoral. Ésta no es intocable ni irreformable, pero nunca es despreciable. Por ello no puede prescindir de ella arbitrariamente, ni por sola iniciativa individual;
b) el ejercicio del Presbiterado no se da al margen de las leyes civiles. Mientras éstas no atenten contra la ley de Dios, el Presbítero, como todo cristiano, debe acatarlas;
c) el ejercicio del Presbiterado no se da al margen de las prácticas corrientes de la administración entre los hombres honestos e inteligentes. El desprecio de toda norma burocrática, “yo no me hice cura para atender papeles”, no denota espíritu pastoral. Más bien denota su ausencia.

 

En El Cenáculo, Pilar, martes 19 de febrero de 1998, día de la peregrinación a Nuestra Señora de Luján.

 


Notas:

1.- Sobre esto puede verse C. Giaquinta, Despertar del sentido pastoral en América Latina, Bogotá, 1985, especialmente pp. 45-48, “Finalidad pastoral de los Seminarios Mayores”.

2.- Cf. La Formación Sacerdotal. Documentos eclesiales (1965-2000), CELAM, Bogotá, 2005, 3ª edición, pp. 912.

3.- Recuerdo mi experiencia como director espiritual del Seminario de Buenos Aires (1958-1968), como rector del Colegio Eclesiástico Los Doce Apóstoles (1976-1980), y como profesor de la Facultad de Teología frecuentada en gran medida por seminaristas (1957-1980). Como Obispo me ocupé de los seminaristas de Viedma y de Neuquén (1980-1986), de Posadas (1986-1993), y del Seminario Interdiocesano La Encarnación de Resistencia (1993-2006). Además, he integrado varias veces la Comisión Episcopal de Ministerios, y fui su presidente en dos períodos (1990-1996). Y durante casi quince años he sido miembro de la Congregación para la Educación Católica (1993-2007).

4.- Ap 2,5.16.21; 3,3.19.

5.- Cf. OT 21:“Siendo necesario que los alumnos aprendan a ejercitar el arte del apostolado no sólo en la teoría, sino también en la práctica, que puedan trabajar con responsabilidad propia y en unión con otros, han de iniciarse en la práctica pastoral durante todo el curso y también en las vacaciones por medio de ejercicios oportunos (iidem iam per studiorum curriculum, feriarum quoque tempore, praxi pastorali initientur per opportunas exercitationes); éstos deben realizarse metódicamente y bajo la dirección de varones expertos en asuntos pastorales, de acuerdo con la edad de los alumnos, y en conformidad con las condiciones de los lugares, de acuerdo con el prudente juicio de los Obispos, teniendo siempre presente la fuerza poderosa de los auxilios sobrenaturales”.

6.- Conviene recordar cuanto dice al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica: “1537 La palabra Orden designaba, en la antigüedad romana, cuerpos constituidos en sentido civil, sobre todo el cuerpo de los que gobiernan. Ordinatio designa la integración en un ordo. En la Iglesia hay cuerpos constituidos que la Tradición, no sin fundamentos en la Sagrada Escritura (cf Hb 5,6; 7,11; Sal 110,4), llama desde los tiempos antiguos con el nombre de taxeis (en griego), de ordines (en latín): así la liturgia habla del ordo episcoporum, del ordo presbyterorum, del ordo diaconorum. También reciben este nombre de ordo otros grupos: los catecúmenos, las vírgenes, los esposos, las viudas…”.

7.- Cf. PO 8: “Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples trabajos y nuevas adaptaciones”.

8.- Cf. n°s 8-9.

9.- “Pastoralis illa sollicitudo quae integram prorsus alumnorum institutionem informare debet, postulat etiam ut ipsi diligenter instruantur in iis quae peculiari ratione ad sacrum ministerium spectant, praesertim in catechesi et praedicatione” (OT 19).